VIVIR SIN FE Y LA ESPERANZA DE NO CREER
- estradasilvaj
- 29 abr
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«Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros». Y los judíos comentaban: «¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: ‘Donde yo voy no podéis venir vosotros’?». Y él les dijo: «Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados». (Jn 8,21-24)
Hay frases del Evangelio que suenan suaves como una caricia… y otras que golpean como un relámpago en la conciencia. El pasaje de Juan 8,21-24 está entre estos últimos. No es uno de esos textos que adornan tarjetas religiosas ni se repite fácilmente en un sermón festivo. Pero es, sin duda, una de las declaraciones más cruciales de Cristo sobre la urgencia de creer en Él y la gravedad de vivir alejados de Dios.
Jesús se encuentra en una confrontación con los fariseos, y les lanza una advertencia de peso: «Moriréis por vuestro pecado». No por mala suerte, no por accidente espiritual, sino como consecuencia directa de no reconocerlo a Él como el “Yo Soy”.
La afirmación de Jesús es desconcertante para sus oyentes. Algunos piensan incluso que habla de suicidarse, como si ese “irse” del que habla fuera una simple evasión. Pero no entienden. Están atrapados en una visión horizontal de la vida. Por eso Jesús contrapone dos realidades: vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba.
Este abismo de perspectiva sigue existiendo hoy. El drama del pecado no es solo la desobediencia, sino la ceguera que impide ver desde lo alto. Y la única vía de salvación es la fe en Aquel que ha venido del cielo para revelarnos el rostro de Dios.
“Vosotros sois de aquí abajo”: La mirada horizontal del mundo
Jesús no acusa por el placer de condenar, sino porque quiere abrir los ojos de quienes lo escuchan. Les dice claramente que su problema no es solo ético, sino ontológico: «Vosotros sois de este mundo». La raíz de su incomprensión no es falta de inteligencia, sino falta de apertura espiritual.
Hoy, como entonces, se repite esta dificultad. Vivimos en una cultura saturada de datos, pero pobre en sabiduría; llena de ruido, pero vacía de sentido. Muchos saben usar la inteligencia artificial, pero no saben por qué existe el corazón humano. Somos expertos en producir, consumir y controlar... pero ignoramos cómo orar, perdonar o esperar.
Cuando Jesús habla de “este mundo”, no se refiere al planeta Tierra ni a la belleza de la creación. Habla del sistema cerrado en el que el hombre se convierte en su propio dios. Es el mundo de la autosuficiencia, de la indiferencia, del orgullo racionalista. San Juan lo llamará después el mundo que “no conoció a Dios” (cf. Jn 1,10).
Y es en ese contexto que se comprende el pecado no solo como un acto, sino como un estado: el estado de vivir sin Dios. Es la peor pobreza: tener todo y no tener al Autor de todo. Como advierte el salmista:
«Dice el necio en su corazón: ‘Dios no existe’» (Sal 14,1).
Cuando Jesús dice “yo soy de allá arriba”, no solo señala su origen celestial. Está revelando su identidad más profunda. Este “Yo soy” es más que un pronombre con verbo: es el eco del Nombre de Dios revelado en el Sinaí. Cuando Moisés pregunta por el nombre del que lo envía, Dios responde:
«Yo soy el que soy» (Ex 3,14).
En Juan 8, Jesús está afirmando veladamente —pero con firmeza— su divinidad. No es un profeta más, no es un maestro iluminado. Es el Hijo eterno del Padre, hecho carne. Esta revelación divide aguas: o se le cree o se le rechaza.
Muchos quieren un Jesús que enseñe valores, que hable bonito, que inspire buenas obras. Pero cuando Jesús afirma: «Si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados», deja claro que no ha venido solo a mejorar el comportamiento humano. Ha venido a redimirnos desde lo más profundo.
Creer en Él no es solo un acto emocional o doctrinal. Es un salto vital. Es reconocer que fuera de Él no hay salvación. Como proclama Pedro ante el Sanedrín:
«No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12).
Cuando Jesús repite «moriréis en vuestros pecados», no lo hace con tono vengativo, sino con tristeza profética. El pecado, en el Evangelio, no es solo una mancha: es una desconexión, una pérdida de dirección. Es caminar hacia un abismo creyendo que se va por el buen camino.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el pecado mortal “destruye la caridad en el corazón del hombre” y lo separa de Dios (CEC 1855). No es una exageración. Jesús lo dice sin anestesia: quien no cree en Él, no podrá ir donde Él va.
El problema no es que Jesús excluya a la gente, sino que muchos prefieren excluir a Jesús. Como en la parábola del banquete (cf. Lc 14,15-24), el Señor invita a todos, pero algunos no quieren venir. Rechazan la salvación porque no reconocen que la necesitan. Y así, al final, “morir en el pecado” no es tanto una condena impuesta, sino una consecuencia aceptada.
Como señala San Pablo:
«El salario del pecado es la muerte» (Rom 6,23).
Pero añade inmediatamente la esperanza: «mas el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro».
Toda esta advertencia de Jesús se resume en un solo acto: la fe. «Si no creéis que Yo soy…». Esta afirmación es tan decisiva que no deja espacio para el relativismo. No se trata de “creer en algo” o de tener “una espiritualidad genérica”. Se trata de creer en Jesucristo como el Hijo de Dios, Salvador del mundo.
Creer en Él es más que aceptar su existencia: es confiar, entregarse, obedecer, amarlo con todo el corazón. La fe no se queda en la mente: se traduce en una vida nueva, en obras, en sacramentos, en conversión constante. Como escribe Santiago:
«La fe sin obras está muerta» (St 2,26).
Creer que Jesús es el “Yo Soy” significa ponerlo en el centro de la vida: en nuestras decisiones, en nuestras luchas, en nuestras alegrías. Significa dejar de vivir “de aquí abajo” y empezar a vivir “desde lo alto”.
Y si en algún momento hemos vivido lejos de esa fe, todavía hay esperanza. Jesús no se cansa de buscarnos. Aun cuando lo rechazamos, nos sigue amando. Su advertencia es también una invitación a despertar. El mismo que dice «moriréis en vuestros pecados» es el que también clama desde la Cruz:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Hoy también buscamos a Jesús, pero… ¿sabemos dónde encontrarlo?
Jesús dice: «Me buscaréis…» (Jn 8,21). Y no se equivoca. Toda persona, en el fondo, lo está buscando. A veces en el éxito, en las relaciones, en el placer, en la belleza, en el arte… pero si no lo encuentra a Él, buscará toda la vida sin saciarse nunca.
San Agustín lo expresó con genial lucidez:
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
El problema es que muchas veces buscamos a Jesús sin fe, sin humildad, sin conversión. Lo buscamos a nuestra manera, con nuestras condiciones. Pero Él ya ha dicho: «Donde yo voy, no podéis venir vosotros»… si seguimos aferrados a este mundo.
Solo quien cree, quien se convierte, quien se abre a la gracia, puede caminar tras Él hacia la vida eterna.
Este pasaje de Juan 8 es, al mismo tiempo, uno de los más duros y uno de los más esperanzadores. Jesús no esconde la verdad: el pecado mata, y sin fe no hay salvación. Pero al mismo tiempo nos revela el camino: Él mismo, el “Yo Soy”.
Hoy, esta palabra resuena con urgencia. No como un grito de condena, sino como un clamor de amor. Dios no quiere que nadie muera en el pecado. Por eso envió a su Hijo. Por eso hoy nos habla. Y por eso cada uno de nosotros tiene que decidir: ¿creeré que Él es? ¿Me aferraré a este mundo o alzaré la mirada hacia lo alto?
No es tarde. Mientras respiramos, la puerta sigue abierta. Jesús nos invita a caminar con Él. La fe es el primer paso. La vida nueva viene después.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).




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