VIVIR EN ACTITUD DE ESCUCHA A DIOS
- estradasilvaj
- 29 abr
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En medio de un mundo ruidoso, fragmentado y herido, donde las palabras muchas veces se convierten en armas que hieren, se necesita urgentemente una voz distinta: la voz del discípulo. Isaías, en el capítulo 50 de su libro profético, nos ofrece una de las expresiones más sublimes del espíritu de un verdadero servidor de Dios: aquel que ha aprendido a hablar no por instinto, no por reacción, no por conveniencia, sino desde la escucha profunda y diaria de la voz divina.
“El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4). No se trata de una lengua para debatir, para vencer o convencer, sino para consolar. El discípulo no es el sabiondo, sino el que aprende. Y su mayor aprendizaje no está en lo que dice, sino en lo que escucha. Así lo afirma el mismo texto: “Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos”. Es en ese momento silencioso del alba cuando el corazón se afina a la voz de Dios.
No es casualidad que el mismo pasaje nos hable de una lengua y un oído: dos instrumentos profundamente relacionados en la pedagogía del Espíritu. El que no escucha, difícilmente sabrá hablar. El que no acoge, no sabrá consolar. Y el que no ha experimentado la ternura de Dios, no podrá ofrecerla a los demás.
La palabra del discípulo es una palabra marcada por la compasión. No lanza frases hechas ni repite slogans piadosos. El discípulo se ha entrenado en el sufrimiento, ha conocido la noche del alma, ha sentido en carne propia el abandono y la humillación. Por eso puede comprender al abatido, y no solo comprender: puede hablarle con un tono que no hiere, con una mirada que abraza, con un silencio que no acusa.
Isaías continúa: “El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos” (Is 50,5-6). Aquí la profecía toma un tono abiertamente cristológico. Este Siervo del Señor no solo escucha, no solo consuela, sino que se entrega. Es imagen del Cristo sufriente, el que camina hacia la cruz con el rostro decidido, no por masoquismo, sino por amor.
“El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes”. ¡Qué misterio tan grande! La ayuda de Dios no consiste en evitar el dolor, sino en transformar su sentido. No se trata de un escudo que protege al discípulo del sufrimiento, sino de una presencia que lo acompaña dentro del sufrimiento. Y esto le da al discípulo una fortaleza inquebrantable: “Endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is 50,7).
Este rostro como pedernal no es la frialdad del indiferente, sino la determinación del que ama hasta el extremo. Es la firmeza del que ha puesto su confianza en el Señor. “Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se acerque” (Is 50,8). Estas palabras nos remiten directamente al lenguaje de san Pablo cuando exclama: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió y resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?” (Romanos 8,33-34).
El discípulo es, por tanto, aquel que vive en clave de fidelidad. Su fidelidad no depende de los resultados, ni del aplauso, ni del reconocimiento humano. Es fiel porque ha sido tocado por la fidelidad de Dios. Como Jesús, pone su rostro hacia Jerusalén sabiendo lo que le espera, pero también sabiendo que “no quedará defraudado”.
Este texto profético tiene una resonancia muy especial en tiempos de prueba, cuando pareciera que los abatidos abundan y los alentadores escasean. Cuando las redes sociales arden con juicios, críticas, sarcasmos, y poco espacio queda para una palabra de esperanza. En ese contexto, el discípulo no responde al odio con más odio, ni al dolor con indiferencia. Su palabra es bálsamo, es linterna en la oscuridad, es agua en medio del desierto.
Y esto solo es posible porque primero ha escuchado. La escucha es el arte olvidado de este siglo. Escuchar al otro, pero sobre todo escuchar a Dios. Escuchar no es solo oír, sino disponerse a ser transformado por lo que se escucha. “Cada mañana me espabila el oído”: el verdadero discípulo tiene un oído resucitado cada día. Se levanta no solo para hacer cosas, sino para disponerse a la escucha del Maestro interior.
Este proceso no es instantáneo ni mágico. Se cultiva. Es una escuela. En ella aprendemos a discernir entre el ruido y la voz, entre el ego y el Espíritu, entre lo urgente y lo esencial. Aprendemos a distinguir las palabras que sanan de las que hieren, las que edifican de las que destruyen. Y, sobre todo, aprendemos a callar cuando hay que callar, a esperar cuando hay que esperar, a hablar solo cuando la palabra sea semilla de vida.
El discípulo no se improvisa. Se forma. Y su formación pasa por la cruz. “Ofrecí la espalda...”. No como gesto de resignación pasiva, sino como acto consciente de amor. Amar a quien te hiere, hablar con dulzura a quien te desprecia, seguir anunciando a quien te traiciona. Solo el que ha bebido del Espíritu de Jesús puede recorrer este camino.
Jesús mismo asumió plenamente este estilo. En su pasión, cumplió cada una de estas palabras. No abrió la boca ante los que lo acusaban falsamente, no devolvió insulto por insulto, perdonó desde la cruz. Su lengua de discípulo estaba afinada al corazón del Padre. Y su palabra fue aliento para el ladrón crucificado, para la madre doliente, para los que le seguían desde lejos.
Hoy, más que nunca, necesitamos discípulos con lengua de discípulo. Líderes espirituales, pastores, catequistas, padres y madres, amigos, jóvenes, misioneros, maestros: todos llamados a ser voz de consuelo para el abatido. Pero esto no se logra con técnicas de oratoria, sino con vida entregada.
No se trata de tener siempre la palabra correcta, sino el corazón disponible. No se trata de convertir discursos en sermones, sino de permitir que el Espíritu hable a través del barro de nuestra humanidad. “Que se acerque”, dice Isaías. No como desafío arrogante, sino como certeza confiada de que Dios está de parte del que sufre por el bien.
¿Qué podemos aprender de este mensaje?
1. Escuchar es el primer acto del discípulo: Solo quien se dispone a escuchar cada mañana la voz de Dios podrá hablar con sabiduría y compasión.
2. Dios nos da una lengua para consolar, no para herir: Nuestra palabra debe ser bálsamo para los abatidos, no carga añadida sobre su dolor.
3. El sufrimiento aceptado con amor transforma y purifica: Ofrecer la espalda al dolor no es debilidad, es fuerza en Dios.
4. La fidelidad a Dios fortalece el corazón: Quien sabe que su defensor está cerca, camina sin miedo incluso en medio de la persecución.
5. El discípulo no se improvisa, se forma en la escucha diaria: La espiritualidad se cultiva con constancia, humildad y apertura.
6. No quedaremos defraudados si seguimos el camino del Siervo: Aunque el mundo no reconozca nuestro esfuerzo, Dios lo ve todo y recompensa.
7. El silencio a veces habla más que mil palabras: Saber callar ante la injusticia puede ser más elocuente que cualquier protesta.
8. Jesús es el modelo perfecto del discípulo sufriente: Su vida y pasión nos enseñan a vivir con esperanza, a pesar de las heridas.
9. Cada palabra puede ser semilla o piedra: Examinemos nuestro lenguaje y cuidemos lo que sembramos con él.
10. La verdadera autoridad espiritual nace del servicio y la entrega: No por hablar mucho, sino por amar mucho, se convierte uno en maestro.
Que nuestras palabras sean luz, y nuestro silencio, oración.




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