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UNA PROMESA INIMAGINABLE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 26 may
  • 6 Min. de lectura

“Pero ahora voy al que me envió, y ninguno de ustedes me pregunta: ‘¿A dónde vas?’ Sino que, porque les he dicho estas cosas, la tristeza ha llenado su corazón. Pero yo les digo la verdad: les conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes; pero si me voy, se lo enviaré. Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio: de pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque voy al Padre y ya no me verán; y de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado.” — Juan 16, 5-11

La escena es íntima y densa. Jesús está despidiéndose. No de una manera casual o circunstancial, sino con una conciencia plena de lo que va a suceder: su pasión, su muerte, su resurrección, su glorificación. El Maestro habla con un corazón desgarrado por el amor, y sus palabras revelan una tensión profunda entre el dolor del adiós y la esperanza de algo mayor que aún no se ve.

Los discípulos, sin embargo, están en otra frecuencia. “Ninguno de ustedes me pregunta: ‘¿A dónde vas?’”. ¿Cómo es posible? Jesús ha estado hablando una y otra vez de su partida, y ellos parecen paralizados. No por desinterés, sino por tristeza. “La tristeza ha llenado su corazón”.

No es una tristeza cualquiera. Es la tristeza del abandono, del miedo a perder lo que da sentido, del desconcierto frente a un futuro sin su presencia física. Es la tristeza que sentimos cuando la vida da un giro y el horizonte que conocíamos desaparece.

Pero Jesús, con una ternura incisiva, les ofrece una clave inesperada: “Les conviene que yo me vaya”. ¿Cómo puede convenirnos perder al Mesías visible, al amigo cercano, al que multiplica panes, resucita muertos y calma tempestades?

La respuesta está en lo invisible. En lo eterno. En lo que viene después.

El verbo “conviene” (en griego: συμφέρει) tiene la connotación de algo útil, provechoso, superior. Y sin embargo, suena escandaloso: “Es mejor que me vaya”.

Es como si un padre amoroso dijera a su hijo que lo va a dejar solo en medio de la noche porque eso, misteriosamente, lo hará madurar. ¿Quién puede aceptar algo así sin resistirse?

Y sin embargo, aquí está el corazón del Evangelio. La vida cristiana no se basa en la comodidad de una presencia visible, sino en la madurez que nace de la confianza en una promesa.

Jesús no nos promete una vida sin ausencias, sin incertidumbres, sin noches. Nos promete un Paráclito, un Consolador. Alguien que no solo estará con nosotros, sino en nosotros. Y eso, paradójicamente, solo puede darse cuando el cuerpo físico de Jesús deja de estar presente.

La partida de Cristo no es una pérdida, sino un paso hacia la plenitud. Es la liberación de una fe atada a lo visible, y el comienzo de una fe madura, robusta, que se sostiene en el Espíritu.

Jesús no deja espacio para dudas: el Espíritu Santo tiene una misión clara, y es transformadora. “Convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio”. No es un Espíritu que adormece o consuela con frases vacías. Es un Espíritu que despierta, sacude, ilumina.

1. Convencer de pecado

“Porque no creen en mí.”

Aquí no se habla del pecado como una simple infracción moral. El pecado del que habla Jesús es la incredulidad, la negativa a reconocer en Él al Hijo de Dios, al Salvador. Es el rechazo del amor encarnado.

El Espíritu Santo no viene a humillar al pecador, sino a revelar la herida más profunda de la humanidad: su desconexión con la fuente de la Vida. El pecado que más nos desfigura no es matar, robar o mentir (aunque eso también importa), sino vivir como si Dios no existiera, como si Jesús fuera prescindible.

El Paráclito nos convence no por coacción, sino por irradiación. Ilumina nuestras zonas oscuras, no para avergonzarnos, sino para restaurarnos.

2. Convencer de justicia

“Porque voy al Padre y ya no me verán.”

Aquí está el escándalo mayor. La “justicia” que el Espíritu revela no es la que el mundo reconoce: no es la ley, el poder, la eficiencia. Es la justicia de Dios, que se manifiesta en el hecho de que Jesús, humillado, crucificado, rechazado… es glorificado.

La justicia no se mide por apariencias. Jesús es declarado justo no porque ganó una batalla política, sino porque regresó al Padre. En otras palabras, su resurrección y ascensión son la validación divina de que su vida fue plena y verdadera.

El Espíritu nos enseña a ver con nuevos ojos. A discernir lo justo, no por criterios humanos, sino a la luz del Crucificado Resucitado.

3. Convencer de juicio

“Porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado.”

Esta es una afirmación apocalíptica. El Espíritu proclama que el mal no tiene la última palabra. Que el “príncipe de este mundo” (una expresión que designa al diablo y al sistema injusto que lo sigue) ha sido ya vencido.

No se trata de un juicio futuro, sino de un juicio ya realizado en la cruz. El aparente fracaso de Jesús fue en realidad la derrota del mal. El Espíritu nos da ojos para ver esta inversión de valores. Nos hace capaces de vivir en un mundo injusto con la certeza de que el Reino de Dios está en marcha, aunque parezca oculto.

Este fragmento de Juan es como una introducción a Pentecostés. Jesús prepara a sus discípulos —y a nosotros— para vivir una fe sin la seguridad de lo visible. Una fe que necesita madurez, confianza, discernimiento.

El Espíritu Santo no es un suplemento opcional para cristianos carismáticos. Es el alma de la vida cristiana. Es el que hace que la Palabra de Jesús cobre vida. Es quien transforma nuestros corazones de piedra en corazones ardientes.

La pedagogía del Espíritu es lenta, paciente, misteriosa. No nos arrastra ni nos impone, pero tampoco se deja ignorar. Se manifiesta en la conciencia, en los susurros del alma, en los encuentros inesperados, en las lágrimas que nos lavan, en la compasión que no sabíamos que teníamos.

No hay cristianismo sin Espíritu. No hay Iglesia sin Pentecostés. No hay transformación sin la acción del Consolador.

Estamos viviendo el tiempo del Espíritu. Jesús ya ha vuelto al Padre. El Espíritu ya ha sido enviado. Y sin embargo, muchos de nosotros vivimos como si esa presencia fuera lejana, ajena, inalcanzable.

La fe adulta consiste en entrar en relación viva con el Espíritu Santo. Dejar que Él nos convenza, nos enseñe, nos corrija, nos consuele.

Cuando no sabemos orar, el Espíritu ora en nosotros.

Cuando no sabemos qué decir, Él nos inspira.

Cuando el dolor parece inaguantable, Él nos sostiene.

Cuando el pecado nos avergüenza, Él nos purifica.

Cuando la misión nos supera, Él nos envía.

Este suceso lleno de mezclas emocionantes, nos puede enseñar lo siguiente:

1. Aprende a confiar en las despedidas necesarias

No todas las pérdidas son maldiciones. Algunas son puertas. El dolor de los discípulos ante la partida de Jesús es el mismo que sentimos cuando algo se rompe, cuando alguien parte, cuando un ciclo se cierra. Pero si nos dejamos guiar por el Espíritu, descubriremos que en toda despedida fiel hay una semilla de plenitud. Aprende a confiar en lo que no entiendes del todo, sabiendo que Dios no abandona, sino que transforma.

2. Deja que el Espíritu te convenza con amor

No te resistas a su luz. Él no viene a destruirte, sino a liberarte. Si el Espíritu te muestra una herida, es porque puede sanarla. Si te muestra un pecado, es porque quiere regalarte la libertad. Vive cada día con la oración sencilla: “Espíritu Santo, muéstrame lo que tengo que cambiar”. Y luego, actúa con valentía.

3. Acepta que la verdadera justicia no siempre se ve

En un mundo donde lo injusto parece triunfar, recuerda: la cruz parecía derrota, pero era victoria. Si te esfuerzas por vivir en integridad, en verdad, en misericordia, aunque nadie lo aplauda, estás en el camino de la verdadera justicia. El Espíritu te da la fuerza para seguir creyendo en el bien, incluso cuando todo parezca adverso.

4. Vive sabiendo que el mal ya ha sido vencido

El juicio contra el mal ya está dictado. El demonio y el pecado ya fueron vencidos en la cruz. No tengas miedo. El mal puede rugir, pero no domina. Vive como quien sabe que el final de la historia es la victoria de Cristo. No luchas por la victoria; luchas desde la victoria.

5. Cultiva una relación íntima con el Espíritu Santo

No lo veas como un “extra”. Habla con Él. Invócalo. Pídele sabiduría antes de decisiones, consuelo en las pruebas, discernimiento en los dilemas. El Espíritu no es una idea, es una Persona. Y quiere ser tu compañero permanente. Sin Él, la fe se vuelve ritual vacío. Con Él, todo cobra vida.

Jesús nos dejó una promesa: “No los dejaré huérfanos” (Jn 14,18). Y cumplió. Nos dio al Paráclito. El que camina con nosotros en las sombras y en la luz, en la lucha y en la paz. Juan 16,5-11 no es solo una despedida: es un anuncio de esperanza.

Hoy, más que nunca, necesitamos cristianos que vivan bajo la guía del Espíritu. Que no se dejen definir por el miedo, sino por la verdad. Que no confíen en sus propias fuerzas, sino en la potencia invisible de Dios. Que no huyan de la oscuridad, sino que la enfrenten con la luz del Resucitado.

Permite que esta palabra te habite. Permite que este Espíritu te convenza, te sane, te transforme. Y entonces, serás verdaderamente libre. Porque allí donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Cor 3,17).

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