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UN CORAZON LLAMADO A AMAR, EN UN MUNDO EN LLAMAS

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 13 may
  • 5 Min. de lectura

Vivimos días de contrastes extremos. En las mismas horas en que unos celebran acuerdos de paz, otros siembran minas. Mientras algunos reconstruyen con sus manos una escuela bombardeada, otros alzan pancartas de odio. Las noticias nos abruman con cifras de muertos, refugiados, traumas y destrucción. Y, sin embargo, en medio de ese aparente infierno moderno, resuenan las palabras de Jesús con fuerza casi subversiva: “Permaneced en mi amor” (Jn 15,9). ¿Cómo permanecer en el amor cuando la guerra, la violencia y la indiferencia parecen tener la última palabra?

Jesús no pide simplemente que amemos. Pide algo aún más profundo: “Permaneced en mi amor”. No es un amor pasajero, ni emocional, ni estacional. Es una permanencia, una morada, un estilo de vida. ¿Qué significa esto hoy, cuando todo parece diseñado para lo inmediato, lo descartable, lo superficial?

Permanecer en el amor es resistir la tentación del odio cuando el mundo grita venganza. Es no perder la fe en el otro cuando todo invita al cinismo. Es seguir confiando, incluso cuando las traiciones duelen. Este “permanecer” es profundamente contracultural.

En tiempos de guerra —sea entre naciones o en los corazones—, lo más fácil es alinearse con el resentimiento. Pero Jesús no llama a lo fácil. Su camino es estrecho y exige raíces hondas. Permanecer en su amor es no ceder ante la lógica del mundo que dice: “Ojo por ojo”, sino recordar que “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Jesús no presenta el amor como una opción espiritual para los más místicos. Lo plantea con la fuerza de un mandamiento: “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (v.12). No como tú sabes amar, sino como Él ama. Aquí es donde la cosa se complica.

El amor de Jesús no es selectivo, ni condicionado, ni calculador. Él amó a Pedro, que lo negó; a Judas, que lo traicionó; al ladrón en la cruz, que solo al final pidió misericordia. Amó a los pobres y también a los fariseos duros de corazón. Su amor es libre y fecundo. Y nos pide algo escandaloso: amar igual.

Esto, en un mundo polarizado, parece una locura. Pero es una locura lúcida. Amar como Él nos amó es perdonar donde el mundo exige castigo, tender la mano donde hay división, no devolver violencia por violencia, sino transformar la realidad desde dentro.

Y no se trata de ingenuidad. Jesús conocía el mal, y aun así eligió amar. Ese amor no es cobardía; es valentía. En un mundo armado hasta los dientes, desarmar el corazón es el acto más transformador.

El amor del que habla el Evangelio no se juega solo en los grandes gestos heroicos, sino en los detalles ordinarios: cómo hablas al taxista, cómo tratas al compañero que te irrita, cómo escuchas al hijo que no entiende tus valores, cómo respondes a un ataque en redes sociales.

Amar como Jesús también es elegir no odiar a los que piensan distinto, no excluir al que no comparte tu fe, no despreciar al que cayó. Es defender al débil, denunciar la injusticia, pero sin perder la ternura.

En la vida diaria, el amor se manifiesta cuando decides no levantar la voz para ganar una discusión, cuando prefieres escuchar antes que imponer, cuando eliges la verdad sin humillar, la justicia sin venganza, la firmeza sin odio.

Cada uno de nosotros es un campo de batalla entre violencia y misericordia. Allí, en el corazón, comienza la paz del mundo.

Jesús no llama siervos a sus discípulos, sino amigos: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (v.14). Y este mandamiento es claro: amar. Ser amigo de Jesús no es un privilegio espiritual, sino una misión ética y transformadora.

Cuando uno vive como amigo de Jesús, ve al otro como hermano. No puede odiarlo. No puede ignorarlo. No puede usarlo. La amistad con Cristo te desinstala del ego y te planta en la fraternidad universal. Te hace constructor de puentes, no de muros.

Hoy, cuando tantas ideologías, religiones, políticas y narrativas separan y dividen, el cristiano está llamado a ser fermento de unidad, no desde la tibieza, sino desde la verdad con caridad.

¿Quién podrá cambiar el mundo si no los amigos de Jesús que aman hasta el extremo?

Jesús aclara que no somos nosotros quienes lo elegimos, sino Él quien nos elige: “Os he elegido yo a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (v.16). Este fruto no es éxito, ni fama, ni dinero. Es amor que permanece.

Un mundo entre guerras no necesita más discursos. Necesita frutos. Necesita personas que amen de verdad, que curen heridas, que eduquen en el perdón, que trabajen por la justicia desde la compasión.

Cada gesto de amor auténtico es una semilla de paz. Cada acto de misericordia es un muro menos de odio. Cada reconciliación es una herida menos abierta.

El mundo no cambiará de la noche a la mañana, pero cambiará si tú decides dar fruto. Fruto de amor, de paciencia, de integridad, de ternura, de verdad. Ese es el mandato. Esa es la misión.

Frente al ruido del mundo, puede parecer inútil hablar de amor. Pero es justo lo que necesita esta humanidad cansada de gritarse. Cuando ves a una madre siria cargando a su hijo entre ruinas y aún sonriendo; cuando un voluntario lleva alimentos a quienes perdieron todo; cuando alguien decide no odiar a quien lo hirió… allí se cumple el Evangelio.

La guerra y la paz no son solo fenómenos políticos. Están en el corazón de cada uno. Somos tierra donde cada día se libra una batalla entre la venganza y el perdón, entre el ego y la entrega, entre la indiferencia y el compromiso.

Jesús no pide que seamos héroes, sino testigos. Testigos del amor. Del amor más fuerte que la muerte. Del amor que no depende de los resultados, sino de la fidelidad.

A la luz de Juan 15, 9-17 y del mundo que vivimos, estas son algunas enseñanzas prácticas que podemos asumir cada día:

+Haz del amor una decisión diaria. No ames cuando te sientas bien, ama porque has sido amado primero.

+Resiste la tentación del odio. En cada conflicto, recuerda: tú decides si respondes con guerra o con paz.

+Construye la paz desde lo pequeño. Un gesto amable, una palabra justa, una escucha atenta son ladrillos de un mundo distinto.

+No esperes el cambio afuera. Sé tú el cambio. La paz comienza en ti. En tu tono de voz, en tu forma de trabajar, en tu manera de perdonar.

+Cultiva tu amistad con Jesús. No como un refugio espiritual, sino como fuente de fuerza para amar en serio.

+Cree en el poder del bien. Aunque no se vea de inmediato, el bien transforma más que cualquier bomba o discurso de odio.

+Ama como Jesús. No como te enseñó el mundo, sino como Él lo vivió: con verdad, con sacrificio, con libertad, con entrega.

En un tiempo donde la humanidad parece olvidarse de sí misma, el mandamiento de Jesús es más urgente que nunca. “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado” no es un ideal bonito. Es la única esperanza viable.

Permanecer en el amor es más que resistir el odio: es construir activamente un mundo donde la paz no sea la excepción, sino la norma. En tu casa, en tu trabajo, en tu comunidad, puedes comenzar hoy. Allí, entre lo ordinario, lo silencioso y lo fiel, se construye el Reino que no pasa.

Porque al final, el amor es lo único que permanece.

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