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TRAICIONADO Y NEGADO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

En la Última Cena, Jesús no solo comparte el pan: también parte su alma. Juan 13,21-33.36-38 nos muestra un momento íntimo y dramático donde el Maestro revela la traición de uno de sus discípulos, anticipa la negación de otro, y sin embargo, continúa su camino hacia la cruz con una serenidad que desarma toda lógica humana. Este pasaje condensa en sí mismo la hondura del amor divino frente a la miseria humana.

“Después de decir esto, Jesús se conmovió profundamente y declaró: ‘Les aseguro que uno de ustedes me va a traicionar’” (Jn 13,21).

Este versículo es estremecedor. Jesús, el Hijo de Dios, “se conmovió profundamente”. El verbo griego usado aquí, etarachthē, indica una agitación interior intensa, casi violenta. No estamos frente a un Cristo estoico, imperturbable; sino ante un Mesías que carga el peso de la traición con una humanidad sobrecogedora.

La turbación de Jesús revela que el dolor por la traición no es pecado; sentir es parte del amor. Como dice Hebreos 4,15:

“No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido probado en todo como nosotros, pero sin pecado”.

El mensaje aquí es claro: Dios no está distante de nuestras heridas. Las ha sentido primero. ¿Quién no ha sido traicionado alguna vez? Jesús sabe lo que eso significa. Y sin embargo, no huye.

‘Es aquel a quien yo le dé este pedazo de pan mojado en el plato’. Luego de mojar el pan, se lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón” (Jn 13,26).

La entrega del pan a Judas, lejos de ser una simple señal de identificación, tiene un simbolismo profundo. En la cultura judía, ofrecer el pan mojado era un gesto de honor, de cercanía. Jesús está extendiéndole a Judas un último acto de amor. Lo está invitando a recapacitar, hasta el final.

Pero Judas, al recibir el pan, decide no cambiar. “En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él” (v.27). Y Jesús le dice: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. No lo obliga, no lo condena. Le deja elegir.

La traición de Judas no fue un destino sellado, fue una decisión libre. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que:

“Dios es soberano del mundo y de la historia. Pero el ejercicio de esta soberanía es siempre respetuoso con la libertad humana” (CEC, 302).

Aquí resplandece una verdad exigente: el amor de Dios no fuerza. Dios llama, invita, propone… pero no impone. Judas no es un títere; es un alma que, aun tocada por la gracia, decide cerrarse.

Y el texto concluye: “Y era de noche” (v.30). No es sólo una referencia temporal. Es una afirmación teológica: cuando el corazón se cierra al amor, llega la noche.

III. La gloria del Hijo: amor más fuerte que la traición (Jn 13,31-33)

En medio de este ambiente tenso y oscuro, Jesús proclama:

“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios ha sido glorificado en él” (v.31).

¡Qué ironía divina! Justo cuando uno de sus discípulos lo ha traicionado, y otro está a punto de negarlo, Jesús habla de gloria. La lógica del Reino es paradójica: la gloria no está en el éxito, sino en la fidelidad; no en la aclamación, sino en la entrega.

La “gloria” de Jesús es la cruz, porque en ella el amor se da sin medida. Es lo que afirma el Catecismo:

“La gloria de Dios es que el hombre viva; y la vida del hombre consiste en la visión de Dios” (CEC, 294, citando a san Ireneo).

Jesús será glorificado porque mostrará, en la cruz, el rostro más luminoso de Dios: un amor que ama hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Traicionado, negado, abandonado… y aun así, fiel.

“Simón Pedro le preguntó: ‘Señor, ¿adónde vas?’ Jesús le respondió: ‘Adonde yo voy no puedes seguirme ahora, pero me seguirás más tarde’” (v.36).

Pedro, valiente pero impulsivo, no entiende por qué no puede seguir a Jesús. Su pregunta es la de muchos discípulos hoy: “¿Por qué, Señor, no puedo estar contigo en el sufrimiento?”. Y Jesús responde con paciencia: “Me seguirás después”. No es un rechazo; es una promesa.

Esta escena nos recuerda que el seguimiento de Cristo no es inmediato ni automático. Hay que madurar en el amor. Pedro tiene que pasar por su propio desierto, por su caída, para entender lo que significa “dar la vida”.

V. La negación anunciada: la fragilidad humana (Jn 13,38)

“Jesús le contestó: ‘¿Darás tu vida por mí? Te aseguro que antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces’” (v.38).

Aquí cae el telón sobre la ilusión de Pedro. Cree estar preparado para dar la vida por Jesús… pero Jesús conoce el corazón. Pedro no es un hipócrita; es humano. Como tú y como yo. Quiere amar, pero le falta fuerza.

Y sin embargo, este mismo Pedro será el primero en predicar la Resurrección, el líder de la Iglesia naciente. Porque el amor de Dios no se detiene ante nuestras caídas. Como dijo el Papa Francisco:

“Dios no se cansa nunca de perdonarnos. Somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia” (Evangelii Gaudium, 3).

¿Qué nos enseña este pasaje?

+ Jesús conoce nuestro corazón y nos ama igual.

A veces pensamos que si Dios supiera lo que somos, se alejaría. Pero el Evangelio nos revela lo contrario: Jesús conoce a Judas y a Pedro… y aún así, los ama hasta el final. El amor de Dios no es ingenuo; es real y total.

+ El mal no tiene la última palabra.

Aunque Judas actúe y Pedro niegue, el plan de Dios sigue adelante. “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre…” (Jn 13,31). Incluso nuestras peores decisiones pueden ser asumidas por Dios para obrar el bien.

+ El verdadero seguimiento requiere tiempo y conversión.

Como Pedro, podemos decir: “Daré mi vida por ti”, y luego tropezar. Pero eso no nos descalifica. Lo que importa es volver, llorar como Pedro (cf. Lc 22,62), y seguir amando.

+ El sufrimiento no anula la gloria.

Jesús fue traicionado, negado y crucificado… y en todo eso, reveló la gloria del Padre. Nuestro dolor puede ser lugar de manifestación de la gloria divina, si lo unimos a Cristo.

Juan 13,21-33.36-38 es una radiografía del alma humana… y del corazón de Dios. Ahí están la traición, la negación, el miedo, la fragilidad… pero también el amor, la gloria, la fidelidad y la promesa.

Jesús nos enseña que no hay herida humana que su amor no pueda sanar, ni noche que su luz no pueda iluminar. Nos ama conociendo lo peor de nosotros. Y aun así, nos llama, nos confía su misión, nos espera después del canto del gallo… para comenzar de nuevo.

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