TESTIGOS INTREPIDOS
- estradasilvaj
- 29 abr
- 5 Min. de lectura
“Al oír estas palabras, ni el jefe de la guardia del templo ni los sumos sacerdotes atinaban a explicarse qué había pasado. Uno se presentó, avisando: ‘Mirad, los hombres que metisteis en la cárcel están en el templo, enseñando al pueblo’. Entonces el jefe salió con los guardias y se los trajo, sin emplear la fuerza, por miedo a que el pueblo los apedrease.” — Hechos 5,24-26
La Palabra de Dios no se puede encarcelar. No hay celda capaz de retener a quien ha sido enviado por el Espíritu. En esta escena, narrada por Lucas en el libro de los Hechos, el desconcierto de las autoridades religiosas judías frente a la audacia de los apóstoles revela una tensión que no ha dejado de existir a lo largo de los siglos: la de la libertad del Evangelio frente a los sistemas que intentan controlarlo.
Los sumos sacerdotes, el jefe de la guardia, el Sanedrín... todos representaban el poder institucional del judaísmo en Jerusalén. Ellos habían ordenado el arresto de los apóstoles por predicar en el nombre de Jesús. Sin embargo, Dios responde a esta detención con una intervención sobrenatural: un ángel del Señor libera a los prisioneros (Hechos 5,19) y les ordena que vuelvan al templo a seguir enseñando. Este gesto divino anticipa una lección clave: el Reino de Dios no se somete a las cadenas humanas.
Los líderes religiosos "no atinaban a explicarse qué había pasado". Esta frase no es solo una nota narrativa: es un testimonio de cómo la lógica divina desconcierta los esquemas humanos. Mientras el poder político-religioso opera en base a control, coerción y miedo, el Espíritu Santo actúa con libertad, verdad y valentía.
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos —oráculo del Señor—.”
— Isaías 55,8
La confusión de los jefes del templo es la confusión de todo aquel que intenta contener con estructuras humanas lo que es obra del Espíritu. Esto es particularmente actual. Hoy como ayer, hay estructuras eclesiales, sociales o políticas que buscan domesticar la fuerza revolucionaria del Evangelio. Pero el Evangelio no puede ser domesticado. La liberación de los apóstoles de la prisión es más que un milagro: es una declaración profética.
El aviso del mensajero es casi irónico: “Mirad, los hombres que metisteis en la cárcel están en el templo, enseñando al pueblo”. No estaban huyendo, ni escondiéndose, ni planificando un contraataque. Estaban haciendo exactamente lo que les había metido en problemas: anunciar la Buena Nueva.
Esta audacia solo puede ser explicada por la fuerza del Espíritu Santo. Jesús había prometido: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Hechos 1,8). El testigo no es simplemente alguien que ha visto, sino alguien que está dispuesto a dar la vida por lo que ha visto.
En un mundo que celebra la corrección política, el silencio diplomático y el cálculo social, la actitud de los apóstoles es profundamente subversiva. No buscaban la seguridad. Buscaban la fidelidad.
“Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.” — Hechos 4,20
Esta es una invitación para todos los creyentes. ¿Dónde estamos enseñando hoy? ¿En qué templos modernos —redes, calles, comunidades, universidades— nos atrevemos a proclamar el mensaje del Reino?
El jefe del templo y los guardias se presentan de nuevo, esta vez sin violencia. ¿La razón? “Por miedo a que el pueblo los apedrease.” El poder humano se ve aquí acorralado por una opinión pública que ya empieza a percibir algo sagrado en estos predicadores.
Esto revela una paradoja fundamental: quienes tienen el poder legal, tienen miedo; quienes están en la mira del sistema, no tienen miedo. Los apóstoles no fueron violentos, no protestaron con armas ni convocaron multitudes, pero su sola presencia generaba una amenaza espiritual para las estructuras del Templo.
Este episodio también tiene ecos de la Pasión de Cristo. Pilato, Herodes, los sumos sacerdotes... todos tuvieron miedo del pueblo en algún momento. Pero sólo uno, Jesús, se mantuvo firme en su misión, sin doblegarse. Los apóstoles ahora caminan por ese mismo sendero.
“No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.” — Mateo 10,28
Cuando un cristiano es verdaderamente libre, el mundo tiembla. Porque no hay nada más peligroso para las estructuras de injusticia que una persona convencida, libre y fiel a Dios.
Este pasaje no es anecdótico. Es paradigma. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha vuelto una y otra vez a esta escena: líderes que intentan acallar la fe, testigos que siguen anunciando el Evangelio a pesar de todo, multitudes que intuyen que ahí hay algo de Dios.
-San Ignacio de Antioquía, antes de ser devorado por las fieras, escribió: “Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras para ser pan puro de Cristo.”
-Santa Perpetua, en el siglo III, prefirió morir con su esclava Felicidad antes que negar su fe.
-En nuestros días, obispos, sacerdotes, religiosas y laicos siguen muriendo en tierras de misión por proclamar a Cristo.
Y no sólo se trata de martirio físico. También hoy muchos cristianos enfrentan formas sutiles de encarcelamiento: la marginación cultural, la cancelación social, la ridiculización de la fe. Pero como los apóstoles, están llamados a permanecer de pie en el templo interior de su vida, enseñando con valentía.
Este pasaje bíblico no sólo es conmovedor: es urgentemente actual. Aquí algunas enseñanzas que pueden iluminar nuestra vida cotidiana:
a) La fe no es para vivirla escondida
El mundo necesita testigos, no meros simpatizantes. Necesita creyentes que vivan su fe con convicción pública y amor valiente. Ya no basta con “ser buena persona”. El Evangelio exige visibilidad, palabra, anuncio.
“Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” — Mateo 5,16
b) Dios abre puertas que los hombres cierran
Aunque los apóstoles fueron encarcelados por obedecer a Dios, no se quejaron. Sabían que, si Dios los había enviado, Él mismo abriría el camino. Y así fue.
En nuestras crisis, desánimos o persecuciones, recordemos esto: la obediencia a Dios no garantiza comodidad, pero sí garantiza fidelidad divina. Y eso basta.
c) El miedo no debe decidir nuestro rumbo
El jefe del templo actuó por miedo al pueblo. ¿Cuántas veces nosotros hacemos o dejamos de hacer algo por miedo a “lo que dirán”? El miedo no puede ser brújula de un creyente. Nuestro norte debe ser la voluntad de Dios.
“En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto expulsa el temor.” — 1 Juan 4,18
d) Enseñar es una responsabilidad de todos
Enseñar no es tarea exclusiva de sacerdotes o teólogos. Cada cristiano está llamado a enseñar con su vida, con su palabra, con su actitud. En el trabajo, en la familia, en la política, en las redes: todo espacio es un templo donde se puede hablar de Dios.
e) El Evangelio no se negocia
Los apóstoles sabían que obedecer a Dios los pondría en conflicto con las autoridades. No cedieron. En tiempos de relativismo, el cristiano debe aprender a decir con claridad: “Esto es lo que creo, y esto no lo negocio”.
“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.”
— Hechos 5,29
Hoy, Dios sigue buscando testigos que regresen al templo, no para encerrarse en ritos, sino para enseñar al pueblo. El mundo necesita cristianos que, liberados de sus prisiones interiores —miedo, tibieza, conformismo—, anuncien con alegría lo que han visto y oído.
En tiempos oscuros, se necesitan apóstoles valientes. En un mundo que intenta encarcelar el alma bajo el peso de la indiferencia, el Evangelio sigue siendo dinamita espiritual. Que tú y yo seamos de aquellos que, una vez liberados por el ángel del Señor, no nos escondemos… sino que salimos, otra vez, al templo de la vida, a enseñar.




Comentarios