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SOIS DIOSES: EL MISTERIO DE NUESTRA VOCACION DIVINA EN CRISTO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 7 Min. de lectura

«Jesús les replicó: “¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo os digo: sois dioses’? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: ‘¡Blasfemas!’ porque he dicho: ‘Soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”» (Juan 10,34-38).

Estas palabras de Jesús no solo desconciertan a sus oyentes originales, sino que también estremecen a quien las medita con honestidad. ¿“Sois dioses”? ¿Cómo puede ser esto parte de la Palabra de Dios sin rayar en la blasfemia? Sin embargo, Jesús apela a las Escrituras con una convicción tal que no deja lugar a duda: la Biblia misma avala esta visión de grandeza destinada al ser humano. En este pasaje del evangelio de Juan, se despliega una de las verdades más desafiantes y luminosas del cristianismo: que el ser humano, creado a imagen de Dios (Génesis 1,27), ha sido llamado a participar en la vida divina.

Lo que está en juego aquí no es solo una controversia rabínica más. Es la esencia del Evangelio: que el Hijo de Dios ha venido no solo a redimirnos, sino a elevarnos a la comunión con Dios, a hacernos partícipes de su naturaleza. “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser dios”, dirá con osadía san Atanasio. Esta afirmación no nos hace dioses por naturaleza, sino por gracia, por participación, por adopción.

Los judíos, al escuchar a Jesús decir que es Hijo de Dios, no solo se escandalizan: toman piedras para lapidarlo (cf. Juan 10,31). Su reacción revela una teología temerosa, encerrada en una concepción inmutable de la divinidad, donde la trascendencia de Dios está tan separada del mundo que cualquier cercanía parece profanación. Pero Jesús responde con una lógica bíblica: si la Escritura, que no puede fallar, llama “dioses” a ciertos hombres (refiriéndose al Salmo 82,6), ¿por qué escandalizarse cuando Él, el consagrado por el Padre, se llama Hijo de Dios?

Aquí Jesús no solo se defiende; está abriendo un horizonte completamente nuevo: el acceso del hombre a una vida divina a través de Él. La Escritura misma está llena de esa intuición germinal: “Yo he dicho: vosotros sois dioses, hijos del Altísimo, todos vosotros” (Salmo 82,6). Pero ese mismo salmo advierte: “Pero moriréis como hombres”. Es decir, hay una vocación a la divinización, pero también una tragedia cuando el hombre renuncia a ella.

La clave que Jesús nos ofrece está en esta expresión: “a quienes vino la palabra de Dios”. No todos son llamados dioses, sino aquellos que han recibido la palabra, que han sido interpelados, transformados, configurados por ella. La Palabra de Dios no solo informa, sino transforma. No solo revela, sino que comunica lo que revela. Es la espada de doble filo que penetra hasta lo más íntimo del alma (Hebreos 4,12), pero también la semilla que hace germinar una nueva criatura.

San Pedro lo dirá sin rodeos: “Por medio de estas promesas, vosotros llegáis a ser partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1,4). Y san Pablo lo confirma con su lenguaje de adopción filial: “Ya no sois esclavos, sino hijos; y si hijos, también herederos por voluntad de Dios” (Gálatas 4,7). Esta filiación no es poética: es ontológica. El cristiano no solo cambia de comportamiento, cambia de ser. El bautismo no es un rito de paso, sino un nuevo nacimiento (Juan 3,5).

Jesús, sabiendo que sus palabras pueden parecer escandalosas, no apela solo al discurso, sino a los hechos: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis”. En otras palabras, las obras confirman la identidad. La divinidad no se proclama; se revela en el amor, en la compasión, en la obediencia al Padre. Lo mismo vale para nosotros: si hemos recibido la semilla divina, debe notarse en nuestras obras.

Aquí la invitación es doble. Primero, a creer en Jesús por lo que hace, incluso si todavía no entendemos todo lo que dice. Y segundo, a vivir de tal forma que nuestras propias obras testimonien esa presencia divina en nosotros. “Alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo” (Mateo 5,16). No somos dioses por arrogancia, sino por irradiar humildemente la gloria de Aquel que vive en nosotros.

Hablar de que “somos dioses” no es una pretensión espiritual al estilo de las filosofías esotéricas o del “new age”. No es una inflación del ego, sino una confesión del don. La divinización cristiana no se apoya en el esfuerzo humano, sino en la inhabitación de Cristo por el Espíritu. Como enseña san Pablo con fuerza pasmosa: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20). Esta es la raíz de nuestra transformación: el Hijo de Dios ha venido a hacer morada en nosotros.

Y este misterio no es una nota marginal en la teología cristiana. Está en el centro mismo del Evangelio. San Ireneo de Lyon, ya en el siglo II, decía: “La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios”. Y san Gregorio de Nisa declaraba que la vida cristiana es una “subida sin fin hacia Dios”, donde el alma se vuelve cada vez más semejante a su Creador. Este proceso se llama en la tradición theosis: la participación del hombre en la vida divina, no por derecho, sino por gracia.

Cristo no vino simplemente a perdonarnos: vino a transformarnos. Y la prueba de que esto es real está en la vida de los santos. Ser cristiano no es un título, sino una metamorfosis. La caridad, la alegría, la paciencia, el perdón —todo eso no es solo virtud, sino irradiación de lo divino.

Jesús no se presenta ante los judíos como un loco con delirios de grandeza. Dice de sí mismo que ha sido consagrado y enviado por el Padre. Este lenguaje es profundamente bíblico: evoca la consagración de los profetas, de los sacerdotes, de los reyes. Pero en Jesús alcanza su plenitud: Él es el Ungido, el Cristo, el Hijo eterno hecho carne. Y en Él, esa consagración se extiende a todos los que creen.

Jesús orará por sus discípulos diciendo: “Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad” (Juan 17,19). ¡Qué maravilla! La santidad de Cristo no es una joya que guarda para sí, sino un perfume que derrama sobre nosotros. Nuestra vocación es ser, como Él, enviados al mundo, consagrados en la verdad, portadores del fuego del Espíritu.

Y esa consagración, lejos de separarnos del mundo, nos introduce en él con una misión: ser levadura en la masa (Mateo 13,33), sal de la tierra (Mateo 5,13), luz del mundo (Mateo 5,14). La verdadera divinidad no huye del barro, sino que lo transforma desde dentro. Jesús es Dios que no se escandaliza de nuestra humanidad, sino que la asume y la redime.

Jesús sabía que sus palabras podían parecer excesivas. Por eso apela a las obras: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis”. Y añade con pedagogía: “pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras”. ¿Qué obras? Las de la misericordia, la sanación, el perdón, la justicia, el amor que no busca lo suyo.

También nosotros estamos llamados a hacer “las obras del Padre”. No por mérito propio, sino porque su Espíritu actúa en nosotros. San Pablo lo dice claro: “Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos” (Efesios 2,10). No basta con decir “Señor, Señor”: es necesario que nuestras obras reflejen al Padre que está en nosotros (cf. Mateo 7,21).

Así, la vida cristiana se vuelve sacramento vivo: cada gesto de amor, cada acto de fe, cada paso en obediencia se convierte en un “milagro cotidiano” que proclama que Dios vive y actúa. Ser cristiano no es cargar una cruz fúnebre, sino convertirse en un signo viviente del amor de Dios.

Estas palabras finales de Jesús en el pasaje son de una profundidad abismal: “el Padre está en mí y yo en el Padre”. Es la declaración de su unidad con el Padre, no solo moral, sino ontológica. Y, asombrosamente, esa comunión es ofrecida también a nosotros. No somos espectadores de un misterio, sino invitados a participar en él.

En su oración sacerdotal, Jesús dirá: “Padre, que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos estén en nosotros” (Juan 17,21). El Hijo no se guarda nada. Nos introduce en su misma relación con el Padre. Esta es la cumbre de la vida cristiana: vivir en comunión con Dios, como hijos en el Hijo.

Esa comunión no es abstracta ni etérea. Se vive en la fe, en la oración, en los sacramentos, en la caridad concreta. Cada Eucaristía es una epifanía de esa unidad: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6,56). No hay mayor unión que esa.

La pregunta ahora es: ¿qué significa para mi vida diaria ser llamado a esta divinización?

Reconocer mi dignidad: No soy un accidente del cosmos. Soy un hijo amado del Padre, creado para participar de su gloria. Esto transforma mi manera de verme, y de ver a los demás.

Vivir con responsabilidad divina: Ser “dios” por gracia no es para presumir, sino para servir. Jesús no usó su condición divina como excusa para dominar, sino para lavar los pies (cf. Juan 13,1-15).

Buscar una vida coherente: Mis obras deben reflejar la luz que he recibido. ¿Se nota en mi forma de hablar, de tratar a los demás, de trabajar, de perdonar?

Orar para entrar en comunión: La oración no es pedir cosas, es entrar en la intimidad de Dios. Allí se forja nuestra divinización. “Quien se une al Señor, es un solo espíritu con Él” (1 Corintios 6,17).

Dejarme transformar por la Palabra: No basta con escuchar la Escritura, hay que dejar que ella me atraviese, me rehaga, me conforme al Hijo.

En un mundo donde el hombre a veces quiere jugar a ser dios sin Dios, Jesús nos muestra otro camino: el de hacernos partícipes de lo divino sin dejar de ser humildemente humanos. “Sois dioses”, dice la Escritura, no para inflar nuestro orgullo, sino para recordarnos a qué altura hemos sido llamados: la de la cruz, la del amor, la del don total.

Creer en esta vocación es atreverse a vivir como hijos, no como esclavos. Es dejar que el Padre nos habite, que el Hijo nos transforme, que el Espíritu nos guíe. Porque como dice san Juan: “Cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3,2).

Hasta entonces, cada día es una oportunidad para dejar que Cristo viva en nosotros. Para que, sin pretensiones ni alardes, el mundo pueda ver —en nuestras pobres manos, en nuestros actos sinceros— que el Padre sigue obrando. Y que, en su Hijo, nosotros también somos llamados “dioses”.

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