SEREMOS REALMENTE LIBRES
- estradasilvaj
- 29 abr
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Jesús les contestó:
«En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Ya sé que sois linaje de Abrahán; sin embargo, tratáis de matarme, porque mi palabra no cala en vosotros. Yo hablo de lo que he visto junto a mi Padre, pero vosotros hacéis lo que le habéis oído a vuestro padre».
Jesús no se anda con rodeos: “Todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8,34). Esta declaración, pronunciada con la solemnidad de quien habla con autoridad divina, nos coloca frente a una verdad que no admite edulcorantes espirituales: el pecado no es simplemente un tropiezo moral, sino una cadena invisible que atrapa el alma y condiciona la libertad del corazón.
En una sociedad que ha relativizado la noción de pecado al punto de considerarlo obsoleto o meramente simbólico, las palabras de Jesús suenan como un llamado urgente a despertar. La esclavitud del pecado no siempre se manifiesta con grilletes visibles; a menudo toma la forma de dependencias, miedos, envidias, odios que no cesan, rutinas vacías y búsquedas frenéticas de sentido en lugares equivocados. Como bien dice San Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19). He ahí la voz de un hombre consciente de que sin Cristo, la voluntad humana queda desfigurada.
Jesús añade un dato estremecedor: “El esclavo no se queda en la casa para siempre; el hijo se queda para siempre” (Jn 8,35). Esta imagen remite directamente a nuestra relación con Dios. El esclavo del pecado vive una fe inestable, ocasional, superficial. Está en la casa, pero no pertenece a ella. Puede que conozca los ritos, las oraciones, incluso algunos textos bíblicos, pero no ha sido transformado por la intimidad con el Padre.
Es el drama de quienes “oyen” sin “escuchar”, de quienes “están” sin “pertenecer”. Tal como Jesús observa: “Mi palabra no cala en vosotros” (Jn 8,37). Aquí radica el problema central: la Palabra de Dios no ha echado raíces, no ha penetrado las fibras del alma. Como en la parábola del sembrador (cf. Mt 13,1-23), la semilla cae en terreno pedregoso o entre espinas, y no puede dar fruto. La fe no consiste solo en aceptar doctrinas, sino en dejar que la Palabra transforme nuestro modo de ver, de amar y de vivir.
“Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres” (Jn 8,36). Esta afirmación abre una ventana luminosa sobre el horizonte del alma. No basta con un esfuerzo moralista para liberarse del pecado. No es cuestión de aplicar más fuerza de voluntad o técnicas de autoayuda. La verdadera libertad no es la autonomía total, sino la comunión con Aquel que nos creó y redimió. La libertad plena es un don del Hijo, un fruto de su gracia, una transformación interior que nace del encuentro con Cristo.
San Pablo lo dice con claridad: “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co 3,17). La libertad cristiana no es hacer lo que se me antoje, sino vivir conforme a la verdad del Evangelio. Es la libertad de amar sin condiciones, de servir sin esperar aplausos, de perdonar incluso cuando duele. Es la libertad de quien ha sido sanado, de quien ya no necesita máscaras ni muros defensivos.
El corazón del Evangelio es una invitación a vivir como hijos. Jesús nos revela al Padre no como un amo severo, sino como el Dios de la ternura, del abrazo que espera al hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32), del Buen Pastor que busca la oveja perdida (cf. Lc 15,1-7), del que ama con entrañas de misericordia. La libertad del hijo no es independencia, sino confianza. No es rebeldía, sino pertenencia. Como afirma San Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡y lo somos!” (1 Jn 3,1).
Quien se sabe hijo ya no necesita competir, aparentar ni dominar. Vive desde la certeza de ser amado gratuitamente. Desde allí, el cristiano puede salir al mundo sin temor, sin necesidad de justificar su existencia. Puede perdonar, porque ya ha sido perdonado. Puede compartir, porque sabe que todo es don. Puede caminar, incluso en la noche, porque el Padre le guía.
Jesús no habla en abstracto. Mira a sus oyentes, hijos de Abraham, y les señala una dolorosa contradicción: quieren matarlo. ¿Cómo es posible que los herederos de la promesa quieran destruir al cumplimiento de esa promesa? La respuesta es contundente: “Mi palabra no cala en vosotros”.
Cuando la Palabra de Dios no encuentra tierra fértil, el corazón se endurece, se vuelve hostil. Jesús lo ilustra con claridad: hay otro “padre” cuya voz también puede ser escuchada. No se refiere a un padre biológico ni a una tradición cultural, sino al padre de la mentira (cf. Jn 8,44), al que siembra división, sospecha, muerte. Es el drama del corazón humano dividido: podemos conocer la ley, pero vivir desde la soberbia; podemos recitar salmos, pero odiar en silencio; podemos vestirnos de religiosidad, pero albergar violencia.
Ser libre no es un suceso puntual, sino un camino. Es un Éxodo continuo. Como Israel, que salió de Egipto pero aún llevaba Egipto en el corazón (cf. Ex 16), así también nosotros salimos del pecado, pero muchas veces seguimos alimentando nostalgias del pasado. Jesús nos invita a perseverar: “Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente discípulos míos” (Jn 8,31).
La libertad cristiana requiere vigilancia, oración, humildad y comunidad. No es una conquista individualista, sino una gracia que se cultiva en relación con otros. Por eso, el Espíritu Santo nos guía como Iglesia, nos corrige a través de la Palabra, nos fortalece con los sacramentos. El cristiano que camina solo es presa fácil del engaño. Como dice el Eclesiastés: “Mejor dos que uno, porque tienen mejor paga por su trabajo. Si uno cae, el otro lo levanta” (Ecl 4,9-10).
¿Cómo se vive esta libertad concreta en la vida cotidiana? Algunas actitudes pueden marcar la diferencia:
Dejar de justificarse constantemente: El esclavo del pecado siempre está a la defensiva. El hijo acepta su fragilidad y se deja corregir con amor. “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Ts 5,21).
Romper con la doble vida: No hay libertad en la hipocresía. La integridad —ser el mismo ante Dios, ante los demás y ante uno mismo— es señal de madurez espiritual. “El que practica la verdad viene a la luz” (Jn 3,21).
Buscar acompañamiento espiritual: La libertad se cultiva en el diálogo, en la confesión, en el discernimiento. “Confesaos vuestros pecados unos a otros, y orad unos por otros para que seáis sanados” (St 5,16).
Vivir desde la gratuidad: El hijo no exige, agradece. No acumula, comparte. La libertad se expresa en gestos de generosidad cotidiana. “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8).
Orar con el corazón: Un hijo habla con su Padre. La oración no es una obligación, sino una necesidad vital. “No habéis recibido un espíritu de esclavitud... sino el Espíritu que os hace clamar: ¡Abba, Padre!” (Rm 8,15).
Jesús no vino a darnos una religión, sino una relación; no trajo un código de normas, sino una vida nueva. Su cruz es la máxima expresión de esa libertad que ama hasta el extremo. Allí, donde el mundo ve derrota, el creyente descubre la victoria de la gracia. “Cristo nos libertó para que vivamos en libertad. Por tanto, manteneos firmes y no os dejéis someter otra vez al yugo de la esclavitud” (Ga 5,1).
Hoy más que nunca, el mundo necesita cristianos libres: libres para amar sin miedo, libres para decir la verdad con mansedumbre, libres para romper cadenas de odio y egoísmo. Esa libertad no es utopía ni privilegio de santos inalcanzables. Es herencia de todos los que acogen al Hijo en su corazón. Porque, como prometió Jesús, “si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”.




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