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SACERDOCIO Y SINODALIDAD

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

He vivido en la vida religiosa y me parece fascinante ese estilo de vida; continúo pensando que tiene un camino lleno de inimaginables maneras de renovar el mundo y de llevar a Dios sin necesidad de romper con la Tradición y la Sagrada Revelación maquillando su mensaje, a mundo cada vez secularizado y lejano de lo divino. Recientemente, he escrito en varios capítulos acerca de lo que pienso sobre la Vida Religiosa.

La vida sacerdotal, es también un vocación que hoy en día se enfrenta a dilemas y desafíos enormes y radicales. Tengo muchos amigos sacerdotes y diáconos, a quienes respeto, admiro y aprecio. Algunos, me han inspirado una vida espiritual profunda; en cambio, otros, no tanto. Y pienso, que este servicio en la Iglesia tiene un reto que se sitúa en el ser mismo del sacerdocio y de cómo la Iglesia, como institución, debe posicionar de una vez, este sacramento tan sagrado, pues los aires del mundo moderno están arrastrando no sé si llamar "terrible transformación" o a una posible desaparición de lo que hasta hoy en día, conocemos como el Orden Sacerdotal. Es muy inquietante. Quizás, no estoy preparado para estos cambios. O, ya si viví suficiente tiempo, en que donde acudía a un sacerdote y junto él, descubría con profundidad el misterio de lo sagrado. De todas maneras, Dios sigue hablando a través de su silencio. Dejo estos apuntes para su reflexión y siéntase libre en diferir conmigo, criticar o estar en desacuerdo. Son tan solos reflexiones.

El cambio de época y la identidad sacerdotal en cuestión

Vivimos un cambio de época más que una época de cambios. Esta afirmación, repetida por diversos pensadores y reconocida incluso por el magisterio reciente, no es una simple fórmula retórica: describe con exactitud la profunda transformación cultural, antropológica y espiritual que atraviesa la humanidad. En este contexto movedizo y fragmentado, el ministerio sacerdotal en la Iglesia católica se ve interpelado desde múltiples frentes: por un lado, la secularización y la pérdida de referencias trascendentes; por otro, las propuestas eclesiales que pretenden adaptar la figura del sacerdote a modelos ajenos a la tradición apostólica, tomando como inspiración experiencias de otras confesiones cristianas como las iglesias luteranas o anglicanas.

La figura del sacerdote católico ha sido durante siglos un signo visible de lo sagrado en medio del mundo. Más allá de sus límites humanos, el sacerdote ha sido reconocido como alter Christus, un mediador sacramental que actúa in persona Christi capitis, según la expresión del Concilio Vaticano II (cf. Presbyterorum Ordinis, 2). Esta identidad no es fruto de una elección humana o de una delegación funcional, sino de una configuración ontológica mediante el sacramento del Orden. Juan Pablo II lo recordaba con fuerza en su exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (1992), afirmando que "el sacerdote, por la consagración sacramental recibida en la ordenación, es configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia" (n. 12).

Sin embargo, esta comprensión teológica del sacerdocio ha sido puesta en tela de juicio en sectores que, con una mirada más sociológica que espiritual, reclaman una relectura del ministerio ordenado desde categorías de equidad, representatividad y funcionalidad. El argumento más recurrente es el de la inclusión: si hombres y mujeres han sido creados iguales en dignidad —lo cual es verdad teológica incuestionable—, ¿por qué no permitir a las mujeres acceder al ministerio ordenado? En algunas comunidades eclesiales no católicas, esta cuestión se resolvió con la introducción del sacerdocio femenino, y más recientemente, del episcopado femenino. Desde esta perspectiva, la Iglesia católica parecería estar "retrasada" o aferrada a estructuras patriarcales.

Frente a esta tensión, el papa Francisco ha introducido con fuerza el concepto de sinodalidad como una forma de caminar juntos en el discernimiento, escuchando al Pueblo de Dios, especialmente a quienes tradicionalmente no han tenido voz en las estructuras de gobierno eclesial. El Sínodo sobre la Sinodalidad (2021-2024) ha sido una experiencia inédita por su amplitud y metodología. Sin embargo, esta propuesta, aunque valiosa en su dimensión participativa, ha generado también inquietudes legítimas sobre los límites de la escucha y el riesgo de que la sinodalidad se convierta en una vía para revisar doctrinas consolidadas, entre ellas, la identidad del sacerdocio y la imposibilidad doctrinal del sacerdocio femenino, reafirmada por san Juan Pablo II en la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (1994).

El desafío, entonces, no es menor: ¿cómo conjugar la apertura a la escucha con la fidelidad a la Revelación? ¿Cómo acoger los signos de los tiempos sin claudicar en lo esencial de la fe? ¿Dónde termina la legítima evolución y comienza la ruptura con la Tradición? Estas preguntas no son nuevas. Benedicto XVI, en su célebre discurso a la Curia Romana en diciembre de 2005, distinguía con claridad entre una hermenéutica de la reforma en continuidad y una hermenéutica de la discontinuidad o ruptura. Aplicado al tema que nos ocupa, se trata de discernir si los pasos que hoy se están dando responden a una auténtica reforma evangélica o a una adaptación que corre el riesgo de diluir la naturaleza sacramental de la Iglesia.

En este escenario complejo, es necesario volver a las fuentes: a la Escritura, a la Tradición viva de la Iglesia y al Magisterio de los pontífices, que han custodiado con fidelidad —aunque con acentos distintos— la identidad del sacerdocio católico. Ya en los primeros escritos apostólicos encontramos la conciencia clara de un ministerio ordenado instituido por Cristo: los apóstoles, constituidos por el Señor, eligen sucesores mediante la imposición de manos (cf. Hch 6,1-6; 1Tm 4,14; Tit 1,5). Este ministerio no surge de la comunidad como un delegado, sino como un enviado del Señor a través de la Iglesia. La episkopé y el presbiterado no son invención posterior, sino desarrollo fiel de lo recibido.

Pablo VI, en su encíclica Sacerdotalis Caelibatus (1967), defendía la identidad del sacerdocio como una vocación que exige configuración total con Cristo. No se trata de una simple función dentro del cuerpo eclesial, sino de una llamada que implica renuncia, entrega y consagración. La ordenación sacerdotal, por tanto, no es un derecho que se reclama, sino una gracia que se acoge. Esta distinción es clave para comprender por qué el sacerdocio femenino no es una cuestión de discriminación, sino de fidelidad a la forma que Cristo quiso dar a su Iglesia.

Más recientemente, Francisco ha insistido en una Iglesia "en salida", misionera, que supere el clericalismo y promueva la corresponsabilidad de todos los bautizados. En este punto, es necesario un discernimiento fino: superar el clericalismo no equivale a diluir las diferencias entre ministerios ordenados y no ordenados. El peligro es que, en nombre de una equidad mal entendida, se desdibuje la identidad sacerdotal como servicio configurado sacramentalmente con Cristo. El Sínodo debe ser un espacio para escuchar, sí, pero también para reafirmar lo esencial. La verdad no se somete a votación.

Así como en tiempos de confusión doctrinal se alzó la voz firme del magisterio —como en Nicea, Trento o durante la crisis arriana—, hoy también se requiere claridad y parresía (decir todo). No basta con una Iglesia acogedora si no es también fiel. La misericordia no anula la verdad; la escucha no reemplaza la Revelación. Como afirmaba el papa Benedicto XVI, "la fe no es una teoría, una opinión sobre Dios, sino una comunicación que comporta un modo nuevo de vivir" (Porta Fidei, 6).

Esta introducción quiere ser, por tanto, una invitación a mirar más allá de las coyunturas. A no dejarse atrapar por las urgencias del momento sin elevar la mirada a la luz que viene de lo alto. A discernir con libertad espiritual, sin ideologías ni miedos, lo que el Espíritu dice hoy a la Iglesia. Y sobre todo, a redescubrir la belleza del sacerdocio como don, como misterio, como camino de santidad. La crisis actual del ministerio ordenado no se resolverá con cambios estructurales, sino con un renovado ardor evangélico, con sacerdotes santos, humildes y configurados con el Buen Pastor. Solo así la Iglesia será luz del mundo en medio de esta noche incierta.

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