¿QUÉ ES ESTO PARA TANTA GENTE?
- estradasilvaj
- 1 may
- 5 Min. de lectura
“Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos?” (Jn 6,9)
El Evangelio de Juan nos presenta un milagro que hemos oído muchas veces, pero que quizá no hemos escuchado con el corazón abierto a los signos de nuestro tiempo. En Juan 6,1-15, Jesús multiplica cinco panes y dos peces y da de comer a más de cinco mil personas. Lo asombroso no es solo la multiplicación, sino el escándalo de la abundancia surgida del compartir.
Hoy vivimos en un mundo donde el problema no es la escasez, sino el acaparamiento. Hay comida suficiente para alimentar al planeta, pero alrededor de 800 millones de personas pasan hambre. Paradójicamente, un tercio de los alimentos producidos se desperdicia. Los ricos acumulan, los pobres se desesperan.
Este pasaje no es solo una historia antigua. Es una interpelación viva: ¿qué hacemos nosotros con nuestros panes y peces en este mundo roto por la desigualdad?
Jesús ve a la multitud y se conmueve. “¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos?” (v.5). Esta no es una pregunta logística, es una pregunta pastoral, existencial y política. En ella resuena el clamor de millones de personas que, en el siglo XXI, siguen gritando por pan, agua, vacunas, justicia, tierra, educación y dignidad.
Felipe responde desde la economía de mercado: “Doscientos denarios no bastan para que cada uno tome un poco”. Es la voz de los informes financieros, de los organismos internacionales que calculan “cuánto costaría erradicar el hambre”, pero sin cambiar el modelo de acumulación.
Jesús, en cambio, mira al mundo con los ojos del Reino, y pregunta: “¿Qué tienes? Tráelo”. Aquí entra en escena un muchacho, sin nombre, con cinco panes de cebada (el pan de los pobres) y dos peces. ¿Qué es eso? Nada. Y sin embargo, en manos de Cristo, eso se vuelve sobreabundancia.
Este joven anónimo representa la lógica del Reino en medio de un sistema económico despiadado. Hoy, como entonces, el mundo pertenece a quienes tienen los recursos, las cifras, las estrategias, los fondos de inversión. Pero Jesús escoge como protagonista a alguien sin poder, sin nombre, sin capital.
Este muchacho no retiene, entrega. No calcula, confía. No pregunta “¿y si me quedo sin comer?”, sino que comparte. En un mundo de individualismos, él representa la profecía del bien común.
Esta escena es un espejo para nosotros: ¿qué hacemos con lo que tenemos? ¿A quién escuchamos: a Felipe con su “no alcanza”, o a Jesús con su “tráelo aquí”? ¿Seguimos defendiendo el mito de la escasez, o creemos en el poder del compartir?
El milagro de la multiplicación es una respuesta directa a la pregunta: ¿quiere Dios que haya hambre en el mundo? Y la respuesta es un rotundo NO. Jesús no espiritualiza el hambre, no la justifica, no la convierte en “una cruz” que hay que cargar con resignación. Él actúa: ve la necesidad, organiza a la gente, recibe lo que hay y lo distribuye.
La escena nos recuerda la distribución equitativa del maná en el desierto (Éx 16). Allí, nadie debía acumular más de lo necesario. Si alguien tomaba de más, se pudría. Es la misma enseñanza: el pan que no se comparte se convierte en podredumbre moral.
“El que recogió mucho no tuvo de más, y el que recogió poco no tuvo de menos” (2 Cor 8,15, citando Éx 16,18).
El Evangelio desafía los fundamentos del sistema actual: riqueza concentrada, competencia despiadada, propiedad privada absolutizada y pobreza estructural naturalizada.
Jesús toma el pan, da gracias y lo reparte. Este gesto prefigura la Eucaristía, no como rito intimista, sino como acto público de justicia. En cada misa, los cristianos proclamamos que Jesús es pan partido para todos. Pero al salir, ¿seguimos ese ejemplo?
Celebrar la Eucaristía en un mundo donde millones mueren de hambre debería incomodarnos profundamente. No podemos comulgar con Cristo sin comulgar con los pobres. Como decía san Juan Crisóstomo:
“¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo ves desnudo. No lo honres en la iglesia con vestiduras de seda, mientras afuera lo dejas sufrir frío y desnudez”.
Aunque en Juan no aparece esta frase, en Marcos sí: “Denles ustedes de comer” (Mc 6,37). Este imperativo no ha perdido vigencia. La Iglesia no puede quedarse en discursos piadosos. El hambre no se combate con oraciones vacías, sino con acciones proféticas, estructuras justas y políticas del bien común.
El Papa Francisco lo ha dicho con claridad:
“No se puede luchar contra la pobreza sin luchar contra la riqueza que la produce. No basta con dar limosna: hay que cambiar las estructuras que generan exclusión” (cf. Evangelii Gaudium).
Jesús, al final del milagro, dice algo que debería hacernos temblar: “Recojan los pedazos sobrantes para que nada se pierda” (v.12). En un planeta donde desperdiciamos millones de toneladas de comida, esta frase es un juicio.
El mundo moderno produce más de lo que consume, pero no distribuye con justicia. Jesús no tolera el derroche mientras haya necesidad. Es más, “doce canastos” simbolizan la plenitud: cuando se comparte, sobra para todos.
No es utopía. Es Evangelio.
Después del milagro, la multitud quiere hacer rey a Jesús. Pero Él se retira solo a la montaña. ¿Por qué? Porque no quiere ser instrumentalizado. No es un líder populista que da pan a cambio de poder. No es un influencer espiritual que busca seguidores con promesas fáciles.
Jesús no quiere que lo sigan por conveniencia, sino por conversión. No quiere una masa fascinada, sino discípulos comprometidos. Su Reino no es de este mundo, pero transforma este mundo desde las entrañas.
¿Qué nos enseña este pasaje evangélico?
1. Comparte lo que tienes, aunque parezca poco.
No subestimes tu contribución. Jesús necesita manos abiertas, no cuentas bancarias llenas. Lo pequeño ofrecido con amor puede alimentar multitudes.
“Cada uno dé según su corazón, no con tristeza ni por obligación” (2 Cor 9,7).
2. Vive con sobriedad y responsabilidad.
No acumules sin medida. No consumas sin necesidad. Recuerda: “Recojan lo que sobra”. Vivir con sencillez no es ser pobre: es ser libre.
“Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con eso” (1 Tim 6,8).
3. Organiza la caridad: no basta con dar, hay que transformar.
Jesús hace recostar a la gente, organiza, distribuye. Nuestra ayuda debe ser estructurada, no improvisada. Amar a los pobres es buscar que dejen de ser pobres.
4. Denuncia la injusticia como parte de tu fe.
El Evangelio no es neutro. Está del lado de los que sufren. No basta con consolar: hay que incomodar al sistema que margina.
“Ay de ustedes, ricos, porque ya tienen su consuelo” (Lc 6,24).
5. Haz de la Eucaristía un compromiso social.
Si comulgas con Cristo, comprométete con su causa: los últimos, los excluidos, los hambrientos. El pan del altar te exige partirte por el hermano.
6. Cree que el milagro todavía es posible.
El milagro de la multiplicación no es una historia romántica. Es una propuesta concreta: cambiar el egoísmo por la comunión, el miedo por la entrega, el cálculo por la fe.
Hoy, como ayer, Jesús nos mira y nos dice: “¿Qué tienes? Dámelo. Yo me encargo del resto.” En un mundo atravesado por la desigualdad, el hambre y la indiferencia, ser cristiano es creer que la fraternidad es más poderosa que el capital, y que Dios sigue multiplicando cuando alguien se atreve a compartir.
No importa si solo tienes cinco panes y dos peces.
El milagro empieza cuando los entregas.




Comentarios