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¿QUÉ CAMINO SIGUES?

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 3 may
  • 6 Min. de lectura

En tiempos donde la confusión parece reinar incluso en los corazones de quienes se confiesan cristianos, resuena con fuerza la afirmación de Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Juan 14,6). Estas palabras, pronunciadas en el contexto íntimo de la Última Cena, son hoy más urgentes que nunca. Nos enfrentamos a una realidad en la que muchos cristianos han sido seducidos por sistemas políticos, ideologías o movimientos sociales que, aunque disfrazados de justicia o tradición, son profundamente contrarios al espíritu del Evangelio.

El Señor no dejó lugar a medias tintas. No dijo “Yo soy un camino”, sino “el Camino”. No habló de una verdad entre muchas, sino la Verdad. Y no prometió una simple alternativa existencial, sino la Vida. Esta afirmación de exclusividad no es arrogancia divina, es el testimonio de una Verdad que libera, si se la acepta con humildad y fe.

Pero, ¿qué ocurre cuando muchos que se dicen cristianos han dejado de caminar por ese Camino, han cambiado la Verdad por la ideología, y han sustituido la Vida de Cristo por el poder y la comodidad del mundo?

Vivimos en una era marcada por el ruido. Las redes sociales, los discursos políticos polarizados, los intereses económicos disfrazados de valores cristianos, y una pérdida generalizada del sentido de trascendencia han provocado una crisis espiritual sin precedentes. Lo más alarmante es que muchas veces quienes se declaran seguidores de Cristo han dejado que su fe sea absorbida por narrativas contrarias al Reino de Dios.

Sistemas que promueven la exclusión de migrantes, el desprecio a los pobres, la apología del odio, el desprecio a la creación, el culto al armamento o el nacionalismo religioso no son compatibles con el Evangelio. Jesús no fundó un partido político, ni tomó las armas, ni se sometió al César para ganar favores. Su Reino no es de este mundo (cf. Jn 18,36), pero sus valores deben transformar este mundo desde dentro, como levadura en la masa (cf. Mt 13,33).

Y sin embargo, vemos cristianos que justifican el racismo, la violencia, la corrupción, el abuso de poder y el desprecio por los más vulnerables en nombre de “la tradición” o de “la defensa de los valores cristianos”. ¿Qué valores son esos, si no reflejan al Crucificado?

Cuando un cristiano se somete a sistemas que rechazan al pobre, que exaltan la fuerza, que justifican el egoísmo o la venganza, se ha desviado del Camino. Y no importa cuántos versículos cite, cuántas misas asista, o cuánto defienda “lo cristiano” en debates sociales: si su vida no se parece a la de Cristo, no está caminando con Él.

Muchos han hecho del cristianismo un sello ideológico, una marca política, una bandera de combate. Han convertido la cruz en un bastón de juicio, en lugar de reconocerla como el madero donde Dios se humilló hasta la muerte por amor.

La Verdad no es una idea, es una Persona. Y esa Persona tiene rostro de Siervo sufriente, de Buen Pastor, de Hijo obediente, de Amigo fiel. Jesús no manipuló la Palabra de Dios para ganar popularidad, ni usó las Escrituras como armas para condenar. Denunció la hipocresía, sí, pero con lágrimas. Corrigió el error, sí, pero con compasión. Enseñó con autoridad, pero desde el corazón del Padre.

Hoy la Verdad ha sido reemplazada por ideologías. Algunas visten de “conservadurismo cristiano” y otras de “progresismo evangélico”. Pero ambas, cuando pierden el centro en Cristo, se vuelven ídolos. Como en tiempos de Israel, el pueblo quiere un rey a su medida (cf. 1 Sam , y no al Dios que les invita a una alianza de justicia, misericordia y fidelidad.

La Verdad no cambia con las encuestas, ni se adapta al gusto del momento. La Verdad no es selectiva con los mandamientos. No podemos defender el derecho a la vida del no nacido y despreciar la vida del pobre, del refugiado o del pecador. No podemos invocar a Dios para justificar odios, exclusiones, guerras o políticas que destruyen al ser humano y a la creación.

La Vida que ofrece Jesús no es supervivencia ni éxito mundano. Es plenitud, comunión, gozo en medio del sufrimiento, paz en la tribulación. Es la certeza de que el amor es más fuerte que la muerte. Es vivir desde dentro hacia fuera, y no desde las apariencias.

Una vida verdaderamente cristiana es fecunda: da fruto en obras de misericordia, en servicio humilde, en reconciliación, en comunidad. No es una fe de slogans, sino de gestos concretos. No se trata de imponer a los demás nuestra forma de creer, sino de ser testigos creíbles de una esperanza que transforma.

Muchos viven una fe muerta, porque han cortado su vínculo con la Vid verdadera (cf. Jn 15,5). Otros viven una fe impostada, superficial, interesada. Pero donde hay cristianos de verdad, hay luz en medio de la oscuridad, hay paz en la tormenta, hay fuego del Espíritu.

Esta frase de Jesús (Jn 14,9) es de una belleza y profundidad inigualables. El rostro del Padre se revela en Jesús. No en un programa político, no en un líder humano, no en una moral rígida, sino en un Hijo que se arrodilla a lavar los pies, que perdona a los que lo crucifican, que se deja despojar por amor.

¿Queremos ver a Dios? Miremos a Cristo. ¿Queremos servir a Dios? Sigamos a Cristo. ¿Queremos defender la fe? Vivámosla como Cristo. Esta es la medida de toda acción cristiana. Todo lo demás es teatro, ideología o engaño espiritual.

Jesús promete que quienes creen en Él harán obras aún mayores (cf. Jn 14,12). ¿Qué significa eso? Que el Espíritu no está encadenado. Que la historia no terminó con el Evangelio. Que cada generación está llamada a encarnar el Reino en su tiempo.

Hoy, las “obras mayores” no son milagros espectaculares, sino milagros de conversión auténtica, de perdón verdadero, de comunión profunda entre los que piensan distinto. Son cristianos que renuncian al poder para servir. Que eligen la cruz sobre el aplauso. Que aman a todos, incluso cuando les duele.

Quizás estas recomendaciones puedan ser útiles para una vida cristiana verdaderamente coherente con el Evangelio de Jesús:

1. Examina tus alianzas.

Pregúntate: ¿mi fe está moldeada más por Cristo o por mi partido político, por mi ideología, por lo que dicen los medios? El Evangelio es una luz incómoda que incomoda a todos los sistemas humanos. Si nunca te cuestiona, quizá no estás escuchando de verdad.

2. Busca el rostro de Cristo en los pequeños y descartados.

Jesús se identifica con el pobre, el marginado, el que sufre. No busques a Cristo solo en las iglesias o discursos religiosos. Búscalo en el migrante, el preso, el enfermo, el pecador. Ahí se esconde.

3. Ora con el Evangelio antes que con los titulares.

Lee y medita cada día un pasaje del Evangelio antes de entrar en redes sociales o debatir sobre política. Deja que la Palabra forme tu corazón antes que las opiniones ajenas.

4. Discierne, no justifiques.

No te apresures a justificar lo que haces en nombre de “la fe”. Discierne si tus decisiones reflejan realmente a Cristo o a tus propios intereses. Muchos se han equivocado de causa, pensando que defendían a Dios, cuando en realidad defendían sus miedos.

5. Vive la verdad con caridad

Defender la verdad sin amor es violencia. Amar sin verdad es mentira. Vive una fe que diga la verdad con mansedumbre, y que ame incluso cuando duele. Esa es la fe madura.

6. Haz obras mayores desde lo pequeño.

No esperes grandes plataformas para ser luz. Perdona. Ayuda. Sé justo. Escucha. Ora. Acoge. Esa es la revolución del Reino: comienza en lo escondido.

7. Reconecta con el Cristo del Evangelio, no con el de tu .conveniencia.

Lee los Evangelios como si fuera la primera vez. Pregúntate: ¿A qué Jesús estoy siguiendo? ¿Al que da la vida por amor o al que construí para sentirme cómodo?

Jesús sigue siendo el único Camino, la única Verdad y la única Vida. No hay atajos, no hay versiones “lite”, no hay Evangelios paralelos. Él es. Y solo Él. El resto son ídolos que seducen pero no salvan.

En un mundo confundido, el cristiano está llamado a ser claridad. No a gritos, sino con vida coherente. No imponiendo, sino irradiando. No pactando con el mundo, sino amándolo hasta dar la vida por él, como lo hizo nuestro Señor.

Porque al final, no seremos juzgados por nuestras afiliaciones, ni por nuestros discursos, sino por cuánto nos parecimos a Jesús.

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