POR MANO DE LOS APÓSTOLES
- estradasilvaj
- 29 abr
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“Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor.” (Hechos de los Apóstoles 5,12-14)
Cuando Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, relata esta escena, no está contando un hecho aislado o una anécdota simpática para "levantar ánimos". Nos describe la vibración profunda de la Iglesia naciente: una comunidad que, con la misma naturalidad con la que respira, presencia milagros.
Pero atención: no eran milagros de feria, ni espectáculos de varita mágica. Cada signo era una grieta abierta en la dura corteza del mundo viejo, por donde se colaba la luz inextinguible del Reino de Dios.
Que los signos fueran "por mano de los apóstoles" no indica que ellos fueran los magos del show. No, para nada. La expresión es deliberadamente humilde: la mano es solo el instrumento, el poder viene de Dios. Como afirma Pablo después:
"Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros."
(2 Corintios 4,7)
Esta mano apostólica extendida era como la prolongación visible de la mano invisible de Cristo resucitado, que seguía obrando en su pueblo.
Lucas menciona que todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón. No era un sitio cualquiera. Este pórtico era una explanada majestuosa en el Templo de Jerusalén, un lugar cargado de historia y de promesas: allí los maestros de Israel enseñaban; allí Jesús mismo había caminado y enseñado (cf. Juan 10,23).
La elección de este sitio no era solo geográfica: era teológica. Los apóstoles no estaban fundando una secta exótica. Estaban anunciando la culminación de lo que en ese mismo lugar tantas veces se había anhelado: el Mesías había venido. El verdadero Templo —Cristo, cuerpo viviente de Dios— estaba en medio de ellos, y ahora extendido en su Iglesia.
Reunirse en el pórtico, además, tenía otro matiz: era un gesto público y valiente. No se escondían. No traficaban su fe en la oscuridad. Estaban a la vista de todos. Si hubieran querido sobrevivir sin problemas, habrían formado un club privado o habrían disimulado. Pero no: "la luz no se pone debajo de un celemín" (cf. Mateo 5,15).
¿Por qué los demás no se atrevían?
El texto dice que los demás no se atrevían a juntárseles, aunque los admiraban.
Curioso, ¿no? ¿Quién no querría formar parte de un grupo donde los ciegos ven, los cojos saltan y los corazones se inflaman de amor?
La respuesta es simple y poderosa: la santidad verdadera impone respeto.
Hoy día, en un mundo de "amigos para la foto", esta reacción puede sonar rara. Pero cuando una comunidad vive de verdad en el Espíritu —cuando ama sin hipocresía, cuando sirve sin buscar réditos, cuando perdona de corazón—, despierta algo en los demás:
-Atracción, sí.
-Curiosidad, claro.
-Pero también temor, porque la santidad exige cambio, y el cambio da miedo.
Ya había sucedido cuando Moisés bajó del Sinaí con el rostro resplandeciente (cf. Éxodo 34,29-30). El pueblo se asustó. La gloria de Dios, aun reflejada, abruma.
Así también ahora: el fuego de Pentecostés seguía ardiendo en ellos, y esa llama revelaba tanto las tinieblas como las heridas de quienes se les acercaban.
Y sin embargo, crecía el número de los creyentes.
Hombres y mujeres, sencillos o sabios, ricos o pobres, todos los que anhelaban vida verdadera se acercaban y se adherían al Señor.
¡Qué palabra tan hermosa usa Lucas: adherirse!
No es simplemente "inscribirse", como quien se apunta a un club de descuentos. Es pegarse como quien no quiere jamás despegarse. Como el sarmiento unido a la vid (cf. Juan 15,5).
El cristianismo no se transmite por marketing agresivo ni por el ruido de slogans. Se propaga como una fiebre de amor, como una infección santa que toca corazones, cura llagas, renueva destinos.
Una tentación antigua (y moderna) es buscar los milagros por el milagro mismo: la emoción, la "prueba" de que Dios existe, la solución mágica a los problemas.
Pero en los Hechos, los signos no son el fin. Son el dedo que señala a Jesús. Como escribió san Agustín:
"Los milagros son como palabras visibles: narran la misericordia de Dios."
-¿Sanaban enfermos? Sí.
-¿Liberaban endemoniados? Claro.
-¿Multiplicaban panes? A veces.
-Pero sobre todo testificaban que Jesús está vivo, que su Espíritu actúa, que la nueva creación ya comenzó.
El mayor milagro no era que un paralítico caminara, sino que un egoísta aprendiera a amar; que un orgulloso pidiera perdón; que un corazón tibio ardiera en caridad.
Te voy a dar una noticia que podría desatar suspiros de decepción o asombro: tú y yo estamos llamados a ser esas manos apostólicas.
Jesús lo dijo sin rodeos:
"El que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo voy al Padre."
(Juan 14,12)
No siempre será multiplicar panes o resucitar muertos (aunque quién sabe…). A menudo será un milagro menos ruidoso pero igual de explosivo:
-Escuchar de verdad a alguien desesperado.
-Reconciliar a dos enemigos jurados.
-Encender esperanza donde solo hay cinismo.
-Curar una herida de rechazo con un abrazo sincero.
Cada cristiano, lleno del Espíritu, es un signo andante de la ternura de Dios.
¿Qué nos enseña esta preciosa escena?
+ Ora pidiendo ser instrumento, no protagonista.
Cada mañana ofrece tu jornada así: “Señor, haz de mí una vasija útil. Que mi vida apunte a Ti, no a mí mismo”.
+ Vive en comunidad, no en solitario.
Como los primeros creyentes, busca espacios de fe donde compartir, rezar, corregirte y crecer. Nadie realiza milagros encerrado en su burbuja.
+ No temas ser luz pública.
No escondas tu fe por respeto humano. No grites como un fanático, pero tampoco disimules como un agente secreto de Cristo.
+ Acepta que provocarás incomodidad.
Si tu vida refleja la santidad de Dios, algunos se alejarán. No lo tomes como fracaso. Lo hicieron con Jesús, lo harán contigo.
+ Apunta siempre al Señor, no a ti mismo.
Cuando alguien admire tu bondad o tu alegría, sé rápido en señalar la fuente: es Cristo quien vive en ti (cf. Gálatas 2,20).
+ Confía en que Dios sigue obrando milagros.
A veces en forma espectacular, a veces en lo oculto. Pero siempre, siempre, donde hay fe, esperanza y amor.
"El mismo Espíritu Santo, que llenó a los apóstoles de coraje y de carismas, está hoy a tu alcance. No pongas excusas. No aplaces. ¡Tú también puedes ser un signo viviente del amor de Dios en este mundo herido!"




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