POR CAÑADAS OSCURAS
- estradasilvaj
- 29 abr
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“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan.”
— Salmo 23,4
Hay momentos en la vida en los que el alma humana parece atravesar un valle sin luz, donde las certezas se disuelven y la esperanza se esconde detrás de la niebla del dolor. No son simplemente días malos. Son esos tramos de vida donde sentimos que todo ha perdido sentido: una enfermedad incurable, la muerte de un ser querido, la traición de alguien en quien confiábamos, la pérdida del trabajo, la injusticia que nos arrebata la paz. Esas son las "cañadas oscuras" de las que habla el salmista.
Y sin embargo, en ese escenario límite, la Palabra de Dios nos sorprende con una afirmación audaz: “Nada temo, porque tú vas conmigo.” No es una negación del sufrimiento, sino una proclamación de fe en medio del abismo. La Biblia no promete ausencia de dolor, sino presencia de Dios en el dolor. Y esa es una diferencia que lo cambia todo.
El valle oscuro no es una tumba, sino un paso. No se queda uno a vivir allí. Se atraviesa. El salmista dice: “Aunque camine…” —no dice “si” camino, como si fuera opcional, sino “aunque”, porque tarde o temprano todos pasamos por ahí. Pero también dice “camine”, no “me quede”, no “me derrumbe”, no “me muera”. Caminar implica que hay movimiento, que hay destino, que hay futuro.
“Muchas son las tribulaciones del justo, pero de todas lo libra el Señor.” — Salmo 34,20
Dios no nos evita el valle, pero nos libra en él. Como al pueblo de Israel frente al Mar Rojo: no hizo desaparecer el mar, lo abrió. Y ese milagro solo lo vieron porque caminaron hacia él.
El miedo es humano, natural, incluso saludable en ciertos contextos. Pero cuando gobierna nuestra vida, nos paraliza. Por eso el salmo no niega la oscuridad, pero sí desafía al miedo con una certeza superior: “tú vas conmigo”. En la Escritura, la compañía de Dios es la gran promesa: no que no habrá peligro, sino que no estaremos solos.
“No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré.” — Isaías 41,10
Esa presencia no siempre se siente como una emoción cálida o una visión mística. A veces es una convicción en el alma, otras veces es la ayuda de un hermano, un gesto, una palabra de aliento, una oración dicha entre lágrimas. Dios camina en múltiples formas.
En el mismo versículo, el salmista menciona dos elementos del pastor: la vara y el cayado. No son adornos ni símbolos vacíos. La vara era usada para defender al rebaño del ataque de fieras. El cayado, con su curva, servía para atraer al cordero que se alejaba o se caía. Es decir, protección y guía.
Cuando sentimos que todo se nos escapa, la Palabra y el Espíritu Santo se convierten en vara y cayado. Nos defienden del ataque del enemigo y nos guían de nuevo al corazón del Padre.
“Tu palabra es lámpara para mis pasos, luz en mi camino.” — Salmo 119,105
Si no tienes fuerza para gritar, susurra. Si no puedes orar, repite el nombre de Jesús. Si estás al borde, di con el salmista: “Tú vas conmigo”. La fe no elimina el valle, pero cambia al caminante.
La cañada oscura suele ser un lugar donde todo lo superficial se derrumba. Lo que pensábamos que era seguro se revela frágil. Allí se rompen las máscaras, se desnudan los ídolos, se prueban las promesas humanas. Pero es justo allí donde Dios revela su permanencia.
“Aunque mi carne y mi corazón desfallezcan, Dios es la roca de mi corazón y mi herencia eterna.” — Salmo 73,26
Dios no solo está cuando brillamos, también cuando nos quebramos. Y muchas veces es ahí donde más se manifiesta, porque es donde más lo necesitamos. Las crisis no son el fin de la fe, sino su madurez. El fuego no destruye al oro: lo purifica.
En los Evangelios vemos que Jesús también atravesó su cañada oscura: el Huerto de los Olivos. Allí sudó sangre, allí pidió que pasara el cáliz. Pero también allí pronunció las palabras que resumen toda confianza: “Padre, hágase tu voluntad.” (cf. Lucas 22,42)
Y en la Cruz, mientras el mundo se oscurecía y parecía que todo había fracasado, Jesús grita el más humano de los clamores: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27,46). Pero incluso allí, no suelta la relación: no dice “¿por qué me abandonó Dios?”, sino “mi Dios”. No entiende, pero confía.
Esa es la fe en la cañada oscura: no tener todas las respuestas, pero sí tener a quién hacer las preguntas.
Cuando atravesamos momentos límite, este salmo nos ofrece una brújula para el alma:
No niegues tu dolor, pero no dejes que hable más fuerte que la esperanza.
No camines solo. Busca comunidad, Iglesia, un confesor, un amigo. Dios también se manifiesta en sus hijos.
Repite la Palabra. Cuando todo falla, los salmos son respiración para el espíritu.
Pide señales, pero acepta también los silencios. Dios a veces calla, no porque no esté, sino porque está obrando más profundamente.
Abraza tu humanidad. Jesús lloró, se angustió, pidió compañía. No estás fallando por sentirte débil.
Al final, lo que define la vida cristiana no es la ausencia de cañadas, sino la certeza de que no las atravesamos solos. Dios no promete cielos siempre azules, pero sí una mano firme en la tormenta.
“El Señor está cerca de los que tienen el corazón destrozado, salva a los de espíritu abatido.” — Salmo 34,19
Y eso cambia todo. Porque en el fondo, no tememos tanto la oscuridad como tememos estar solos en ella. Pero si Él está, todo cobra otro sentido. La oscuridad se convierte en aula, el dolor en ofrenda, la noche en semilla de luz.
La frase del salmista no es solo poesía antigua. Es escudo para el alma, brújula en la niebla, abrazo en la angustia. Cada vez que repitas “aunque camine por cañadas oscuras…”, recuerda: no es una condición, es una promesa. Caminarás, sí. Pero no estarás solo. Y lo más asombroso es que, muchas veces, saldrás más fuerte.
Porque no salimos iguales de los valles. Salimos más humanos, más humildes, más hermanos. Y eso —aunque no lo hayamos pedido— tal vez era lo que más necesitábamos.




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