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PALPA Y ABRE LOS OJOS

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

“Y él les dijo: ‘¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo’. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí algo de comer?’. Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.”

(Lucas 24,38-43)

La escena descrita en Lucas 24 es profundamente humana. Los discípulos están encerrados, llenos de miedo y confusión, cuando Jesús se presenta en medio de ellos. Pero en lugar de abrazar inmediatamente la alegría de su presencia, sienten temor y dudas. Jesús les pregunta: “¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?”

Esta pregunta atraviesa los siglos y nos alcanza hoy. ¿Cuántas veces vivimos la fe con temor, con reservas, como si la presencia del Resucitado no fuera real ni concreta? La resurrección no es solo una doctrina o un dogma: es un encuentro personal con Cristo vivo, que transforma los miedos en paz y las dudas en certeza.

Jesús no los reprende con dureza, sino que se acerca con ternura pedagógica. Les ofrece sus manos y sus pies, los signos visibles de su Pasión. Les invita al contacto: “Palpadme y daos cuenta”. Esta no es una aparición fantasmal, sino la reafirmación de que la vida venció verdaderamente a la muerte.

En una escena cargada de simbolismo y humildad, Jesús pide comida. ¿Por qué un gesto tan cotidiano en medio de una teofanía tan grande? Porque el mensaje del Resucitado es precisamente este: Dios no ha abolido la humanidad, la ha redimido. Cristo no resucita como un espíritu etéreo, sino con un cuerpo glorificado que conserva las huellas de la cruz.

“Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.”

Este acto de comer con los suyos revela que la resurrección no elimina lo humano, sino que lo eleva. El cuerpo ya no es una prisión, sino el templo de la vida eterna. En palabras de san Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios.”

Jesús no resucitó para escapar del mundo, sino para transformarlo desde dentro. Al tomar un trozo de pescado asado y comerlo, Él declara que todo lo humano —el trabajo, la comida, el afecto, el cansancio— puede ser lugar de encuentro con Dios.

Desde los primeros siglos, la Iglesia ha afirmado que el escándalo de la cruz es inseparable del escándalo de la encarnación. Jesús no solo nació, vivió y murió como hombre, sino que resucitó como tal. Este escándalo continúa, porque nuestra fe no se basa en un mito o en una idea, sino en una persona concreta: Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, que conserva sus llagas.

El apóstol Tomás también fue invitado a tocar y ver:

“Acerca aquí tu dedo, y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 20,27).

La fe cristiana es corporal, tangible, histórica. No se basa en una evasión espiritualista, sino en una afirmación radical: el amor de Dios se hizo carne y sigue siendo carne gloriosa.

Lucas dice que "no acababan de creer por la alegría". Esta expresión es única en el Evangelio. Los discípulos están atrapados entre el asombro y la incredulidad. ¿Cómo puede ser real algo tan hermoso? ¿Cómo es posible que la muerte haya sido vencida tan definitivamente?

La experiencia del Resucitado desborda los marcos habituales de la lógica. Es una alegría que, lejos de ser evasiva, es tan intensa que parece inverosímil. Es la paradoja de lo inesperado que se vuelve real.

San Pedro lo dirá más adelante:

“Vosotros le amáis sin haberle visto, y creyendo en él os alegráis con un gozo inefable y glorioso” (1Pe 1,8).

La comida compartida se convierte en uno de los signos predilectos del Resucitado. En Emaús, parte el pan. En el lago, prepara desayuno. Aquí, pide pescado asado. ¿Por qué?

Porque la mesa es el lugar donde el Reino comienza a manifestarse. El pan cotidiano se vuelve sacramento. La comida, que es signo de vida y fraternidad, se vuelve anuncio del banquete eterno.

“He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo.” (Ap 3,20)

El gesto de comer juntos es expresión de comunión, reconciliación y misión. La Eucaristía, sacramento por excelencia del Resucitado, es prolongación de ese gesto sencillo y divino.

Jesús muestra sus manos y sus pies. ¿Por qué? Porque allí están las señales indelebles de su entrega. Las llagas del Crucificado no desaparecen, sino que ahora son títulos de gloria, no de derrota.

“Uno como hijo de hombre... tenía aún como degollado” (Ap 5,6)

Las llagas glorificadas son testimonio eterno de amor fiel, de un Dios que no se arrepiente de haberse dado. También en nosotros, nuestras cicatrices —físicas, emocionales o espirituales— pueden ser tocadas por la gracia y convertidas en signos de resurrección.

El encuentro con el Resucitado no es un fin en sí mismo, sino un envío. Los discípulos serán testigos, no solo de una doctrina, sino de una Persona viva que los tocó, los sanó y los envió.

Jesús les dice:

“Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc 24,48)

La Iglesia nace de este acontecimiento: hombres y mujeres comunes que, habiendo visto y tocado al Resucitado, no pueden callar lo que han vivido (cf. Hch 4,20).

Inspirados en este encuentro con el Resucitado según Lucas 24, aquí van siete prácticas concretas para vivir la fe de manera encarnada, real y pascual:

1. Tocar las llagas del mundo

Busca conscientemente acercarte a los que sufren. En ellos está el cuerpo herido del Señor.

Visita un enfermo, escucha a alguien en duelo, o involúcrate en una obra de caridad. Mira sus “manos y pies”.

2. Compartir la mesa con sentido pascual

Recupera el valor de la comida compartida como espacio de fe y comunión.

Invita a alguien que esté solo a comer contigo. Ora antes de comer. Agradece en comunidad.

3. Aceptar tus heridas como lugar de gloria

No ocultes tus cicatrices. En ellas puede brillar la gloria de Dios.

Escribe o conversa sobre una herida que hoy se ha transformado en fuente de crecimiento espiritual.

4. Buscar lo extraordinario en lo cotidiano

Jesús resucitado comió pescado asado. La fe pascual ve a Dios en lo simple.

Toma nota cada día de una “aparición” de Cristo en lo cotidiano: una sonrisa, un amanecer, una reconciliación.

5. Creer más allá de lo razonable

No esperes entender todo para creer. A veces el gozo nos sobrepasa y eso está bien.

Repite como oración en momentos de duda: “Señor, tú estás aquí, aunque no lo entienda”.

6. Ser testigo con tu cuerpo

Que tu vida hable de la resurrección también desde tu modo de mirar, hablar, tocar.

Vive un día con la intención que tu lenguaje corporal sea como testimonio de vida nueva: abraza, sonríe, camina con dignidad.

7. Celebrar la Eucaristía como encuentro real

Recuerda que cada misa es una comida con el Resucitado. No vayas por costumbre, sino por hambre de Él.

Antes de cada Eucaristía, di: “Señor, quiero verte con los ojos del alma y tocarte con la fe”.

El Resucitado no se apareció para hacer un espectáculo, sino para confirmar una promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días” (Mt 28,20). En sus manos y pies heridos, en su cuerpo que come y se deja tocar, está la nueva humanidad, gloriosa pero cercana.

Creer en Cristo resucitado es atreverse a tocar lo divino en lo humano, lo eterno en lo cotidiano, lo glorioso en lo sencillo. Y desde allí, ser testigos alegres de que la vida ha vencido para siempre.

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