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PADRE, QUE TODOS SEAN UNO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 4 jun
  • 5 Min. de lectura

El Evangelio según san Juan nos introduce en el capítulo 17 a uno de los momentos más sagrados y conmovedores del Nuevo Testamento: la oración sacerdotal de Jesús. Aquí, Jesús ora antes de su Pasión, no solo por sus discípulos inmediatos, sino por todos los que creerán en Él a través de la palabra transmitida por ellos. Es decir, ora por nosotros. Por ti, por mí, por toda la humanidad.

“No ruego solo por ellos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (Juan 17,20).

Esta línea contiene una carga teológica, espiritual y humana impresionante. Cristo, al borde del sufrimiento, piensa en las futuras generaciones de creyentes, los lleva en su corazón, los presenta al Padre con ternura. Su amor traspasa el tiempo. Su mirada se extiende más allá del Calvario y alcanza los siglos, abrazando la historia entera de la Iglesia.

Aquí vemos al Buen Pastor orando por su rebaño disperso, sabiendo que la unidad será uno de los mayores retos.

Jesús revela en esta oración su profundo anhelo de unidad entre los creyentes. No se trata de una unidad de fachada, de sonrisa obligada o de acuerdos políticos. Es una unidad que debe tener como modelo la comunión entre el Padre y el Hijo.

“Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (v.21).

Aquí no se habla de uniformidad, sino de comunión en el amor. Jesús no pide que todos piensen igual, sino que vivan en la misma sintonía del amor divino. Como el Padre y el Hijo son distintos, pero están perfectamente unidos, así los creyentes, en su diversidad, están llamados a unirse en Cristo.

Este es un verdadero escándalo para el mundo moderno, que celebra el individualismo, el egoísmo disfrazado de autonomía, la polarización como forma de identidad. Jesús, en cambio, nos propone una unidad que brota de la verdad, del amor y del perdón.

Esta oración sigue siendo una herida abierta. Porque muchas veces los cristianos hemos roto el cuerpo de Cristo: nos hemos dividido, condenado unos a otros, separado por dogmas, políticas, orgullos y lenguas. Pero la voz del Maestro sigue resonando en los corazones:

“Padre, que sean uno...”

La unidad no es solo un objetivo interno de la Iglesia. Jesús la presenta como una estrategia de evangelización:

“...para que el mundo crea que tú me has enviado” (v.21).

Es decir, el mundo creerá en Cristo no tanto por nuestros discursos o estructuras, sino por la unidad entre nosotros. Cuando los cristianos se aman a pesar de sus diferencias, cuando trabajan juntos por el Reino, cuando se perdonan, el mundo ve algo que no puede explicarse con lógica humana. Ve a Dios.

Las divisiones, en cambio, confunden, escandalizan y alejan. “Si estos que creen en el mismo Dios se odian, ¿qué credibilidad tiene su mensaje?”, se pregunta el no creyente. Pero cuando nos amamos sinceramente, aunque pensemos diferente, el mundo reconoce algo distinto: la presencia de Cristo resucitado entre nosotros.

Jesús continúa su oración diciendo:

“La gloria que tú me diste, yo se la he dado, para que sean uno, como nosotros somos uno” (v.22).

¿Qué gloria ha recibido Jesús del Padre? No es solo la gloria de su divinidad, sino la gloria de su obediencia, de su entrega por amor, la gloria del Crucificado. Y esa gloria nos la da a nosotros. No es una gloria de espectáculo o fama. Es la gloria que se revela en el amor que se dona, en la cruz que se carga por otros, en la fidelidad silenciosa.

Cuando vivimos ese tipo de amor, participamos de la gloria de Cristo, una gloria que unifica, que eleva, que no busca dominar sino servir.

En este sentido, la unidad no es solo un mandato, sino un don. Dios nos da la posibilidad de vivir en unidad al compartirnos su propia vida, su gloria, su Espíritu.

La oración culmina con un deseo inmenso y casi inabarcable:

“Para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo en ellos” (v.26).

Este es el clímax. Jesús no pide simplemente que nos llevemos bien, sino que tengamos el mismo amor que el Padre tiene por Él. Es un amor eterno, incondicional, perfecto, total. Y ese amor quiere habitar en nosotros. Quiere invadir nuestra humanidad, nuestra historia, nuestras relaciones, nuestras heridas.

Este versículo es una bomba espiritual. Nos dice que Dios quiere amarnos con el mismo amor que hay entre el Padre y el Hijo. No con un amor menor. No con una medida ajustada. No con compasión lejana. Con el mismo fuego eterno del cielo.

Y ese amor quiere traducirse en nuestras vidas. Quiere hacerse pan compartido, abrazo al hermano, consuelo al triste, lucha por la justicia, perdón al enemigo.

Este texto es más que una oración: es una revelación del corazón de Jesús. No es una súplica tímida, sino una declaración audaz de su sueño para la humanidad. Nos permite escuchar el susurro del Hijo al Padre, un susurro cargado de esperanza y ternura.

Desde esta oración brotan algunas reflexiones para la vida:

1. Cristo ora por ti

Incluso antes de que nacieras, Jesús te tenía en su corazón. Sabía tu nombre, tus luchas, tus heridas. Y oró por ti. No para que tuvieras una vida fácil, sino una vida plena. Oró para que vivieras en comunión con Él, con los demás, con la verdad. Eso cambia todo.

2. La unidad es un regalo que se cultiva

La unidad no se impone. Se construye. Se cuida. Se regala. Se perdona. Cada día tenemos la opción de ser sembradores de unidad o de discordia. Cada palabra, cada gesto, cada silencio puede unir o dividir. ¿Qué eliges tú?

3. La gloria está en el amor

No busques gloria humana. La verdadera gloria es amar como Cristo. Amar en lo oculto, en el cansancio, en el silencio. Esa es la gloria que Jesús te comparte. Participar de su luz es participar de su cruz.

4. El amor del Padre puede habitar en ti

No estás condenado a un amor pequeño, inseguro, frágil. El amor eterno del Padre hacia el Hijo quiere entrar en tu alma. Quiere llenarte, sanarte, desbordarte. No lo rechaces. No te creas indigno. El Hijo ya oró por ti para que ese amor te habite.

5. Tu vida puede ser testimonio de Dios

Cuando perdonas, cuando sirves, cuando no te dejas llevar por la división, estás mostrando al mundo que Dios está vivo. No necesitas ser predicador para evangelizar. Tu coherencia, tu humildad, tu unidad, son evangelio vivo.

Concluyamos con algunas enseñanzas concretas que emergen de esta oración de Jesús:

1. La oración tiene poder eterno

Jesús ora por nosotros, y esa oración sigue actuando. Tú también estás llamado a orar por los demás con fe, sabiendo que toda oración, hecha con amor, trasciende el tiempo.

2. La Iglesia está llamada a ser signo de unidad

El escándalo de las divisiones debe dolernos. Hay que orar y trabajar por la unidad entre cristianos, respetando las diferencias, pero buscando siempre el amor fraterno como prioridad.

3. Vivir el amor es el camino más eficaz de evangelizar

Los gestos concretos de amor, paciencia, justicia y servicio dicen más que mil sermones. El mundo está cansado de palabras. Quiere ver testigos.

4. La vida cristiana es una participación en la gloria de Cristo

No busques brillar con luz propia. Participa de la gloria de Jesús: la de amar hasta el extremo. Allí está tu verdadero valor y tu identidad.

5. No estás solo: Cristo está en ti

La oración termina con una afirmación profunda: “yo en ellos”. Jesús no está solo contigo, está en ti. Vívelo. Respíralo. Deja que su presencia te transforme.

Juan 17, 20-26 es un santuario en el que podemos entrar para escuchar el latido del Corazón de Jesús. No es una oración abstracta, sino una declaración de amor, una propuesta de unidad, una promesa de presencia divina.

Es la oración de Aquel que nos amó hasta el extremo. Y que hoy, resucitado, sigue rogando por nosotros. No para que tengamos éxito, sino para que seamos uno, como Él y el Padre son uno.

Que esta oración nos acompañe, nos desafíe y nos transforme.

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