top of page

OBEDIENCIA A DIOS, ANTES QUE A LOS HOMBRES

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 30 abr
  • 5 Min. de lectura

“Pedro y los apóstoles replicaron: ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen’.” (Hechos 5,29-32)

La declaración de Pedro y los apóstoles ante el Sanedrín no es simplemente una frase valiente: es un acto de insurrección espiritual. En un contexto donde la obediencia a las autoridades religiosas y políticas era incuestionable, decir que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” es declarar que existe una Autoridad suprema que sobrepasa cualquier poder terrenal, sea religioso, político o cultural.

Esta actitud no surge del orgullo, ni del fanatismo, sino de una convicción nacida del encuentro con el Resucitado. Ellos vieron, tocaron, comieron y caminaron con Jesús resucitado. Por eso, ya no podían callar. “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4,20). La obediencia a Dios no era una opción, sino una consecuencia inevitable de la experiencia de la verdad.

La palabra "obedecer" significa literalmente "seguir una autoridad digna de confianza". No se trata de sumisión ciega, sino de una adhesión confiada a un Dios que salva, guía y ama. Esta obediencia no es esclavizante, sino liberadora.

San Pablo afirmará lo mismo más adelante: “No os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente, para que comprobéis cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable y lo perfecto” (Romanos 12,2). Obedecer a Dios implica romper con el molde del mundo para entrar en el dinamismo del Reino.

Obedecer a Dios no es cómodo. En el relato de los Hechos, los apóstoles son encarcelados, amenazados, y más adelante incluso martirizados. La obediencia a Dios pasa, muchas veces, por la incomodidad de ir contra la corriente, por el rechazo social, o incluso por el sufrimiento.

Jesús lo advirtió claramente: “El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15,20). La fidelidad cuesta. Pero la infidelidad cuesta más: cuesta la paz interior, la coherencia de vida y la comunión con Dios.

Pedro no se limita a hacer una declaración de desobediencia civil. Él fundamenta su actitud en el acontecimiento central de la fe cristiana: la resurrección de Jesús. “El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis”. Esta frase condensa toda la Buena Noticia: la muerte no tiene la última palabra, ni el pecado, ni la injusticia.

Este anuncio no es solo teológico, es profundamente práctico: todo ser humano, por más hundido que esté, puede resucitar. No hay situación que escape al poder de la vida nueva que Dios ofrece. Por eso, obedecer a Dios es también obedecer a la esperanza.

Pedro señala a los líderes religiosos que ellos colgaron a Jesús “de un madero”. Esta expresión remite a Deuteronomio 21,23: “Maldito todo el que cuelga de un madero”. En clave judía, la crucifixión de Jesús era el signo de la maldición total.

Y sin embargo, en esa maldición, Dios realiza la salvación. Como escribirá Pablo: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros” (Gálatas 3,13). Dios transforma lo maldito en bendito, lo roto en redimido. Esta es la lógica pascual: no hay fracaso que no pueda ser semilla de redención si se pone en manos del Señor.

Pedro proclama que Dios “lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador”, que puede traducirse como “príncipe” o “autor de”. Jesús no solo salva: lidera, inaugura, guía.

Este liderazgo de Cristo no es dominador, sino servicial. Él lava los pies, carga la cruz, se entrega. Es el líder que da la vida por sus ovejas (cf. Juan 10,11). En un mundo hambriento de referentes auténticos, Jesús se presenta como el modelo perfecto del líder obediente a Dios y fiel hasta el final.

La finalidad de la obra de Jesús no es otra que ofrecer “a Israel la conversión y el perdón de los pecados”. En esta frase se condensa el corazón del Evangelio. Dios no quiere vengarse, sino restaurar. No quiere condenar, sino sanar.

La conversión (metanoia) es un cambio profundo de mentalidad, una transformación del modo de ver, sentir, actuar. No se trata de cumplir reglas, sino de asumir una nueva lógica: la del Reino. Y el perdón es la respuesta de Dios a nuestra apertura. No se trata de méritos, sino de misericordia.

Pedro concluye diciendo: “Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo”. La misión del cristiano no es ideológica, sino testimonial. No se trata de convencer con argumentos, sino de irradiar una vida transformada.

Y este testimonio no es en soledad. El Espíritu Santo es el gran protagonista. Él da fuerza, palabra, sabiduría, valentía. Como dijo Jesús: “Cuando venga el Consolador, el Espíritu de la verdad, Él dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio” (Juan 15,26-27).

¿Qué enseñanzas podemos aprender de este pasaje?

1. Obedecer a Dios no es desobedecer por rebeldía, sino por fidelidad.

En un mundo donde las leyes humanas muchas veces contradicen los valores del Evangelio —desde el aborto, la eutanasia, la corrupción o la injusticia estructural—, el cristiano está llamado a una obediencia superior. Esto implica formación, oración y discernimiento para saber cuándo una norma es simplemente legal, pero no moral.

2. La valentía de la coherencia.

Muchos cristianos hoy se sienten tentados a callar su fe en ambientes hostiles, relativistas o indiferentes. Pero el silencio por comodidad es traición. Como decía San Óscar Romero: “Un cristianismo que no choca con nada, es un cristianismo sospechoso”. Seamos valientes sin ser agresivos; firmes sin ser fanáticos.

3. El perdón como camino de liberación.

Dios quiere darte conversión y perdón. No hay pasado que lo detenga, ni pecado que lo asuste. Hoy puedes volver a Él. Y también puedes ofrecer ese perdón a quienes te han herido. Como decía el Papa Francisco: “Perdonar no es borrar el pasado, sino abrir un futuro”.

4. De testigos a mártires (sin necesidad de morir).

La palabra “mártir” .significa “testigo”. No todos estamos llamados al martirio sangriento, pero sí al testimonio valiente en lo cotidiano: ser honestos, amar al enemigo, trabajar con justicia, denunciar lo corrupto, vivir con esperanza. Eso ya es una forma de morir al ego y vivir para Cristo.

5. Dejar actuar al Espíritu Santo.

No podemos ser testigos eficaces sin la fuerza del Espíritu. Él transforma nuestra timidez en audacia, nuestra debilidad en fuerza, nuestro miedo en fuego. Invócalo cada día. Él no falla.

Obedecer a Dios antes que a los hombres no es fácil. Es nadar contra la corriente. Es ser “raros” en un mundo donde se premia lo superficial y se ridiculiza lo trascendente. Pero es el único camino que lleva a la vida plena.

Jesús obedeció al Padre hasta la cruz. Los apóstoles obedecieron hasta el martirio. Miles de cristianos hoy, en silencio o con sangre, siguen diciendo con su vida: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

La pregunta es: ¿y tú? ¿A quién obedeces cuando nadie te ve? ¿Quién es tu verdadera autoridad? ¿Estás dispuesto a pagar el precio de la fidelidad?

Recuerda: los que obedecen a Dios reciben al Espíritu Santo. Y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad (cf. 2 Corintios 3,17).

ree

 
 
 

Comentarios


Publicar: Blog2_Post

Formulario de suscripción

¡Gracias por tu mensaje!

50557600273

  • Facebook
  • Twitter
  • LinkedIn

©2021 por Brother George. Creada con Wix.com

bottom of page