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NO TE CALLES: OBEDECE A DIOS

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 may
  • 5 Min. de lectura

Pablo estaba en Corinto. Una ciudad bulliciosa, impregnada de comercio, placeres y creencias de todo tipo. No era el lugar ideal para hablar de un carpintero crucificado y resucitado, pero sí era, sin duda, el lugar donde el Evangelio debía sonar con fuerza. Corinto representaba al mundo: brillante por fuera, fragmentado por dentro. Y ahí, justo en medio de esa efervescencia, Pablo predicaba. Consciente de los peligros, del rechazo y de que su mensaje no caía siempre en buena tierra. Había trabajado ya con Áquila y Priscila, había razonado en la sinagoga cada sábado, pero sabía que algo se estaba tensando en el ambiente. La oposición crecía. Y con ella, el temor natural de todo ser humano: ¿debo seguir hablando?

Entonces ocurrió. Una noche, cuando quizás Pablo meditaba entre el cansancio y la inquietud, el Señor se le apareció en una visión. No fue un discurso largo, ni una promesa de aplausos o popularidad. Fue un mensaje breve, directo, sin anestesia: “No tengas miedo. Sigue hablando. No te calles. Yo estoy contigo. Nadie pondrá la mano sobre ti para hacerte daño. Mucha gente de esta ciudad me pertenece” (Hch 18,9-10).

Estas palabras no sólo animaron a Pablo. Han sido, desde entonces, una especie de manifiesto para todo creyente que, en cualquier siglo, se ha sentido tentado a callar. Porque hablar de Dios no siempre es fácil. A veces se convierte en un acto de resistencia, incluso de riesgo. Pero esa noche, el cielo le confirmó a Pablo algo que muchos necesitan oír hoy: cuando Dios te envía, no hay oposición que pueda derrumbarte. Cuando Él te respalda, no hay argumento que pueda silenciar la verdad.

La frase “no te calles” golpea con fuerza en un mundo donde el Evangelio, más que debatido, es ignorado. Donde el respeto mal entendido ha convertido el testimonio cristiano en algo “privado”, casi vergonzante. Pero Dios no quiere cristianos camuflados. Quiere testigos. Voces que no se avergüencen del Evangelio. Gente que, como Pablo, permanezca firme incluso cuando la lógica diga “es mejor irse”.

Corinto no fue un paseo para Pablo. Pero tras esa visión, algo cambió en él. No huyó. No bajó el tono. Al contrario: se quedó allí un año y medio, enseñando la Palabra de Dios con perseverancia. No porque el ambiente se volvió más amable, sino porque la convicción era más fuerte que el miedo.

Este relato tiene una pedagogía profunda. Dios no le dice a Pablo: “no tengas miedo, te quitaré los problemas”. Le dice: “no tengas miedo, yo estoy contigo”. Esa es la clave. Dios no siempre elimina los obstáculos, pero asegura su presencia en medio de ellos. El cristiano no camina por atajos, camina por sendas acompañadas.

El episodio con Galión lo confirma. Cuando los judíos intentaron acusar a Pablo ante las autoridades, buscando que la ley hiciera lo que ellos no podían —silenciarlo—, el procónsul Galión se desentendió del asunto. Para él, no era un crimen, sino una disputa religiosa. Pablo quedó libre. El plan de Dios seguía en pie. Y lo que parecía una trampa, fue una puerta abierta.

Ese detalle nos habla de la acción de Dios incluso en los poderes de este mundo. No siempre interviene con milagros visibles, pero actúa, disuade, protege, abre caminos. Lo hizo entonces y lo sigue haciendo hoy. La historia de los que anuncian a Cristo está llena de obstáculos, pero también de intervenciones discretas, pequeñas victorias, silenciosas liberaciones.

Y al final de este pasaje, casi como al margen del relato, Pablo parte de Corinto rumbo a Siria. Pero no lo hace como quien escapa. Parte como quien ha cumplido una etapa. Llevaba consigo frutos, discípulos, experiencias. Y sobre todo, llevaba en el corazón esa certeza que toda vocación necesita: Dios está conmigo, y por eso vale la pena hablar, incluso cuando cuesta.

Hoy, tú y yo vivimos en nuestras propias “Corintos”: entornos ruidosos, saturados de mensajes, donde la fe parece un susurro en medio del caos. Y aun así, el mandato de Dios sigue siendo el mismo: no tengas miedo, no te calles. Hay gente a tu alrededor que me pertenece, aunque tú aún no lo sepas. Hay almas esperando una palabra tuya, una señal, una luz.

Por eso es urgente recordar que el testimonio cristiano no es solo cuestión de doctrina o de discursos bien armados. Es cuestión de fidelidad. De no abandonar la misión por miedo al rechazo. De entender que el Evangelio fue hecho para ser anunciado, no archivado.

Pablo no fue un superhombre. Fue un creyente con dudas, con luchas, con cicatrices. Pero fue también alguien que escuchó a Dios en la noche, y decidió obedecer. No porque no tuviera miedo, sino porque su fe era más grande que su temor. Y esa es la verdadera valentía cristiana: seguir hablando, aun cuando parezca que nadie escucha.

Y en esto, hay un detalle más: el fruto no siempre se ve de inmediato. Pablo predicó en Corinto, enfrentó conflictos, vivió peligros… pero también dejó una comunidad viva. De allí surgirían creyentes firmes, como Crispo, el jefe de la sinagoga que se convirtió con toda su familia. De allí surgirían las cartas a los Corintios, textos llenos de profundidad, nacidos de una experiencia dura pero fecunda. Pablo no lo sabía en ese momento, pero estaba sembrando historia.

Así también nosotros. Nuestro testimonio, por pequeño que sea, puede ser semilla para algo que ni imaginamos. Por eso no podemos callar. Porque Dios nos llama a hablar con la vida, con las obras, con el ejemplo. A predicar, a tiempo y a destiempo. A enseñar, corregir, iluminar. No para imponernos, sino para proponer la verdad que salva.

Y aquí vienen algunas recomendaciones concretas, que pueden ayudarnos a vivir este mandato con coherencia y pasión:

1. No esperes el momento perfecto para hablar de Dios.

El momento es ahora. La oportunidad está en cada conversación, en cada encuentro, en cada silencio que puede transformarse en palabra.

2. Aprende a hablar sin miedo, pero también sin agresión.

El Evangelio no se impone a gritos, pero tampoco se esconde por temor. Busca siempre el equilibrio entre la verdad y la caridad.

3. Ora por valentía.

Pablo no nació valiente. Se volvió valiente por gracia. Tú también puedes pedirle a Dios ese coraje para ser luz donde todo parece opaco.

4. Rodéate de personas que te impulsen a vivir tu fe.

Áquila, Priscila, Silas… Pablo nunca estuvo solo. La fe se fortalece en comunidad. Busca aliados, apóyate en ellos, caminen juntos.

5. Confía en los frutos invisibles.

Aunque no veas resultados inmediatos, sigue sembrando. Dios trabaja en silencio, y a su tiempo, todo florece.

En definitiva, este texto de los Hechos nos recuerda que callarse puede ser cómodo, pero hablar en nombre de Cristo es obedecer. Que hay ciudades enteras esperando escuchar. Que el miedo no es el final del camino, sino una señal de que estamos en el lugar correcto. Que Dios sigue diciéndonos, con la misma fuerza de aquella noche en Corinto: “Sigue hablando. No te calles. Yo estoy contigo.”

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