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NO PODEMOS CALLAR

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

«Y habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús.

Pero Pedro y Juan les replicaron diciendo:

“¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros.

Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído”.» (Hechos 4,18-20)

Desde los albores de la Iglesia, el testimonio cristiano ha estado marcado por una tensión inevitable entre la obediencia a Dios y las exigencias del mundo. En este pasaje del libro de los Hechos, encontramos una de las declaraciones más audaces del cristianismo primitivo, pronunciada por dos hombres que apenas unas semanas antes habían huido llenos de miedo. Ahora, empapados por el Espíritu Santo, Pedro y Juan desafían abiertamente al Sanedrín, el mismo cuerpo que había orquestado la crucifixión de su Maestro.

¿Qué pasó en el corazón de estos discípulos para que pasaran del temor a la audacia? ¿Qué nos dice este episodio sobre nuestra propia misión en un mundo que cada vez más marginaliza la fe cristiana?

Este texto es un grito de libertad espiritual. Es un llamado a la coherencia, al coraje, y sobre todo, a una fidelidad radical al Evangelio, cueste lo que cueste.

El capítulo 4 de los Hechos se sitúa después del milagro del cojo curado a la puerta del Templo (Hechos 3). Pedro y Juan han provocado un revuelo, no solo por la sanación, sino por lo que proclamaban: que Jesús de Nazaret, crucificado por las autoridades judías y romanas, había resucitado. Esto era escandaloso. El mensaje desafiaba el orden religioso, social y político.

El Sanedrín, compuesto por sumos sacerdotes, saduceos y fariseos, no toleraba esta predicación. No era solo una herejía: era una amenaza al statu quo. Por eso los arrestan y les ordenan callarse. Aquí comienza el drama que recorre toda la historia cristiana: el conflicto entre el poder humano y la fidelidad divina.

Pedro y Juan no solo desobedecen la orden. Lo hacen con claridad y convicción: “No podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído”. No se trata de rebeldía política. Se trata de una compulsión interior que nace del encuentro con el Resucitado.

La expresión griega utilizada en Hechos 4,20 es literalmente: “no tenemos poder para no hablar”. Es decir, hablar del Evangelio no es una opción para ellos. Es una urgencia espiritual. Como diría Pablo: “¡Ay de mí si no evangelizo!” (1 Cor 9,16).

Quien ha visto a Cristo vivo no puede permanecer indiferente. El testimonio se convierte en una consecuencia natural. No es propaganda. No es imposición. Es desborde.

La pregunta de Pedro y Juan al Sanedrín es aguda y desafiante: “¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él?”.

Aquí está el núcleo de todo testimonio cristiano: la primacía de Dios sobre cualquier otra autoridad. Esta frase será clave en toda la historia de la Iglesia, especialmente en contextos de persecución.

-Cuando los cristianos eran arrojados a las fieras del circo romano por negarse a rendir culto al emperador.

-Cuando se escondían en las catacumbas para celebrar la Eucaristía.

-Cuando en la Reforma o en regímenes totalitarios del siglo XX y XXI los creyentes son perseguidos, encarcelados o ejecutados.

Siempre resuena la misma pregunta: ¿a quién obedecemos? ¿A las leyes humanas que niegan la verdad del Evangelio, o a Dios que nos llama a la fidelidad?

Pedro y Juan dicen que hablan de lo que han visto y oído. No están difundiendo teorías. Son testigos. La palabra griega para “testigo” también significa “mártir”. Y eso no es casual.

El cristianismo se difunde no solo por argumentos lógicos, sino por testigos que arden.

Recordemos la experiencia de Pedro: él vio la tumba vacía, comió con Jesús resucitado, recibió su perdón en la orilla del lago (Jn 21). No puede callar. Su vida ha sido transformada.

Lo mismo ocurre hoy. La Iglesia necesita menos expertos y más testigos. Hombres y mujeres que hablen de Cristo no por libros, sino por haberlo encontrado en carne viva. Personas que puedan decir con verdad: “He visto cómo me ha salvado. He oído su voz en mi corazón”.

Este pasaje no es historia antigua. Hoy sigue habiendo “Sanedrines” que nos ordenan callar.

En la cultura secularizada, se nos permite ser “religiosos” mientras no afecte al espacio público. Habla de energía, meditación o ética, pero no menciones a Jesús. No digas “pecado”, “salvación”, “cruz” o “resurrección”.

En contextos políticos o académicos, confesar a Cristo puede costarte el trabajo, la beca, la reputación.

En ambientes familiares, hablar de tu conversión puede provocar rechazo, burla o aislamiento.

Y sin embargo, el llamado sigue en pie: no podemos callar.

Esto no significa ser imprudentes, agresivos o proselitistas. Significa vivir con coherencia. Significa no renunciar a hablar con ternura, pero también con claridad, del amor que nos ha salvado.

Este ardor del que hablan Pedro y Juan no es fanatismo. Es fuego del Espíritu. Jeremías lo expresó así:

“Yo decía: No me acordaré más de él, no hablaré más en su nombre.

Pero había en mi corazón como un fuego ardiente,

Encerrado en mis huesos;

Me esforzaba por contenerlo, y no podía” (Jer 20,9).

Ese fuego es el que necesita la Iglesia hoy. No una Iglesia tibia, diplomática hasta la parálisis, ni una Iglesia beligerante sin amor. Sino una Iglesia que habla con el ardor de quien ha sido amado hasta el extremo.

Pedro y Juan sabían que su testimonio les podía costar la vida. Pero preferían fracasar humanamente con Cristo antes que triunfar sin Él. Esa es la lógica del Evangelio.

Jesús nunca prometió éxito. Prometió persecución:

“Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15,20).

Pero también prometió su presencia: “Yo estaré con vosotros todos los días” (Mt 28,20).

No se trata de buscar el conflicto, sino de estar dispuestos a asumirlo si llega, por amor a la verdad. Porque una fe que nunca incomoda, quizás no sea la fe de Jesús.

Muchos santos han repetido, en sus propias circunstancias, la respuesta de Pedro y Juan.

San Pablo: “No me avergüenzo del Evangelio” (Rom 1,16).

Santa Catalina de Siena: “¡Basta de silencios! Gritad con cien mil lenguas. Porque por haber callado, el mundo está podrido”.

Oscar Romero, asesinado mientras celebraba misa: “Un cristiano que no quiere vivir este compromiso de solidaridad con los pobres, no es digno del nombre de cristiano”.

Testigos anónimos, como la joven pakistaní que, en 2013, al ser presionada a renunciar a su fe, dijo: “No puedo negar a Jesús. Él es mi vida”.

Volvemos al principio. Pedro y Juan no podían callar. No por terquedad, sino por amor. No por estrategia, sino por convicción. No para provocar, sino para salvar.

Hoy, ese mismo Espíritu que los impulsó está disponible para nosotros. El mismo fuego que ardía en sus corazones puede arder en los nuestros. Si lo dejamos entrar.

Porque callar el nombre de Jesús no es solo una traición. Es negar al mundo la única medicina que lo puede sanar.

¿Qué podemos aprender de este testimonio?

+ Examina si estás callando tu fe por miedo. Pregúntate: ¿hay ámbitos donde evito hablar de Jesús por temor al rechazo? ¿Es mi fe visible o camuflada?

+ Habla con ternura, no con superioridad. El testimonio no es gritar más fuerte, sino amar más sinceramente. Deja que tu vida hable primero.

+ Conoce a Jesús para poder hablar de Él. Lee los Evangelios, ora con ellos, entra en relación viva con Él. No puedes dar lo que no tienes.

+ Prepárate para incomodar, no para agradar. El Evangelio es buena noticia, pero no siempre es popular. Ser cristiano no es buscar aplausos, sino ser fiel.

+ Busca el Espíritu Santo cada día. Él es el que da el valor. Como a Pedro y Juan. Sin Él, todo testimonio se vuelve discurso vacío.

+ Recuerda que tu voz puede ser la única Biblia que otros lean. Alguien necesita escuchar de tus labios que Jesús ha resucitado. No lo prives de ese regalo.

“Por nuestra parte, no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído”. Que esta sea también nuestra respuesta, cada día.

Y que nunca falte en nuestra boca el nombre que salva: Jesús.

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