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NO ES UN ADIÓS, ES HASTA UN PRONTO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 31 may
  • 5 Min. de lectura

El Evangelio de San Lucas termina con un gesto desconcertante pero lleno de luz: Jesús, después de hablar con sus discípulos, “se separó de ellos y fue llevado al cielo” (Lc 24, 51). A simple vista, podría parecer una despedida, el cierre definitivo de una etapa. Sin embargo, la Ascensión no es el fin, sino la puerta hacia una presencia distinta y más profunda de Cristo en la vida del creyente y en la historia de la humanidad.

Jesús asciende al cielo no para alejarse, sino para que, desde el corazón del Padre, pueda estar más cerca de todos. Ya no camina por Palestina, limitado por el espacio y el tiempo, sino que se vuelve accesible para todos los que lo buscan con fe, desde cualquier rincón del mundo.

La Ascensión no sólo es un hecho, es una promesa. Jesús no asciende sin antes recordar a sus discípulos que "yo enviaré sobre ustedes la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 49). Este Espíritu Santo —esperado, anunciado, ardientemente necesario— será el vínculo nuevo y potente entre Dios y su Iglesia.

En este momento de transición, Cristo no deja huérfanos a los suyos. Les promete una fuerza que viene de lo alto, una energía divina que transformará su debilidad en testimonio ardiente, su miedo en misión universal. Pero hay una condición: esperar. Permanecer en Jerusalén hasta recibirla.

¿Cuántas veces en nuestra vida deseamos acción inmediata, soluciones rápidas, caminos despejados? Sin embargo, Dios nos invita muchas veces a la Jerusalén de la paciencia, del silencio, de la espera activa. Porque antes de hablar al mundo, el discípulo necesita ser habitado por el fuego del Espíritu.

Una de las escenas más sorprendentes de este pasaje es que los discípulos, después de ver a Jesús ascender, "se volvieron a Jerusalén con gran alegría" (Lc 24, 52). ¿Cómo es posible que una separación genere alegría? ¿Cómo puede la ausencia ser motivo de júbilo?

La clave está en la fe. Ya no lo ven, pero saben que Él está vivo. Ya no lo tocan, pero confían en su promesa. Han sido testigos de la Resurrección, y ahora entienden que su misión es continuar la obra de Jesús, con el respaldo invisible pero real del Resucitado.

En una cultura marcada por la orfandad espiritual, la Ascensión nos recuerda que no estamos solos. No tenemos que cargar el mundo sobre nuestros hombros. Cristo está a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros (cf. Rm 8,34), y ha puesto su Espíritu en nuestra historia. La alegría brota cuando se sabe que nada, ni la muerte ni el cielo, pueden separarnos del amor de Dios.

Lucas dice que los discípulos estaban “continuamente en el templo alabando a Dios” (Lc 24, 53). No se encerraron a llorar la ausencia. No se paralizaron esperando instrucciones. Tampoco salieron de inmediato a evangelizar sin estar preparados. Optaron por adorar.

La adoración es el lenguaje del alma que ha comprendido que todo depende de Dios. Adorar no es evasión, es alinearse con el cielo. Es el acto más revolucionario de una humanidad que a menudo busca en sí misma su propia salvación.

Hoy necesitamos creyentes que adoren. Que permanezcan en el templo interior del corazón, que eleven su mirada al cielo no para evadir el mundo, sino para vivirlo con el Espíritu de Cristo. La adoración es el combustible de la misión.

Jesús les dice claramente: "Ustedes son testigos de estas cosas" (Lc 24, 48). No les da un diploma ni les felicita por su asistencia a los milagros. Les da una responsabilidad.

Un testigo no es sólo alguien que ha visto algo, sino quien da fe de ello con su vida. La Iglesia no está formada por espectadores del pasado, sino por testigos del presente. Y testificar sobre Jesús no es repetir datos, es vivir de tal modo que otros descubran en ti la presencia de ese Dios que ascendió, pero que sigue actuando.

El gran desafío de la fe no es entender el misterio, sino encarnarlo. ¿Soy yo, hoy, testigo de su amor en mi entorno? ¿Ven en mí los demás el reflejo de una esperanza viva?

Aunque Lucas no lo menciona explícitamente aquí, sabemos por otros relatos que Jesús resucitado conserva sus heridas (cf. Jn 20,27). Y así asciende al cielo: con llagas. Esto dice mucho.

La gloria no borra el dolor, lo transforma. La victoria no oculta la cruz, la ilumina. Cristo no es un triunfador que olvida su sufrimiento, sino un Redentor que lo lleva a lo alto para que nadie dude de su amor. Las heridas de Jesús glorificado son eternas pruebas de amor, abiertas para siempre en el cielo.

En nuestras propias heridas, también hay gloria posible. El dolor vivido con fe no es inútil. Subido con Cristo, puede volverse oración, intercesión, redención. ¿Qué pasaría si aprendiéramos a mirar nuestras propias cicatrices como promesas de resurrección?

La Ascensión no significa que el Reino se aplaza para otro mundo. Al contrario, inaugura una nueva forma de presencia de Dios en el mundo: a través de su Iglesia, de los sacramentos, de la caridad, del testimonio de los creyentes, de la oración continua.

Jesús ha plantado su Reino en la historia, y nos ha encomendado hacerlo visible. Subió al cielo para que su Reino bajara a nuestras calles. Para que no digamos: “Allá está Dios”, sino: “Aquí viene el Reino, cuando amo, cuando sirvo, cuando perdono”.

Hoy, muchos piensan en el “cielo” como una metáfora romántica o una evasión infantil. Pero para el cristiano, el cielo no es un consuelo, es un destino. “Fue llevado al cielo” dice Lucas, no como dato geográfico, sino como verdad espiritual: allí donde está el Hijo, también está el futuro del creyente.

La Ascensión no es un capítulo decorativo en el Evangelio. Es el anuncio de lo que vendrá para nosotros. Lo que le pasó a Cristo es una anticipación de nuestra propia vocación final. Subiremos con Él, si vivimos en Él.

No se trata de vivir mirando al cielo con nostalgia, sino de vivir en la tierra con dirección. La fe no nos quita los pies del suelo, pero sí nos eleva el horizonte.

El texto de Lucas 24, 46-53 es una joya compacta, breve, pero rebosante de enseñanzas. De entre ellas, podemos destacar algunas claves prácticas:

1. Acepta las partidas necesarias. Jesús se va, y eso duele. Pero es parte del camino. Hay momentos en los que Dios “se retira” para enseñarte a madurar, a esperar, a confiar.

2. No temas la espera. Permanecer en Jerusalén hasta que venga el Espíritu es una invitación a no correr sin fuego, a no hablar sin Palabra viva. Esperar en Dios nunca es pérdida de tiempo.

3. Vuelve al templo. En tiempos de ruido y confusión, vuelve al lugar del silencio, la oración, la adoración. Solo desde ahí nace la verdadera misión.

4. No vivas como huérfano. Jesús ascendió, pero no desapareció. Vive en ti, en la Iglesia, en los sacramentos, en los pobres, en la Palabra. Descúbrelo cada día.

5. Vive como testigo. Tu vida, tus decisiones, tus palabras y tus gestos deben hablar de Cristo. No te escondas, no maquilles la fe. Sé luz donde estés.

La Ascensión del Señor no es un paréntesis litúrgico. Es el GPS de nuestra fe. Nos recuerda de dónde venimos, dónde estamos y hacia dónde vamos. Jesús ha subido al cielo, pero no para dejarnos abajo, sino para elevarnos con Él. Y mientras caminamos, adoramos, esperamos, y damos testimonio.

Como los discípulos, también nosotros hoy podemos volver a nuestra “Jerusalén” con alegría, sabiendo que el que subió, un día volverá. Y mientras tanto, nos toca a nosotros: encender la tierra con el fuego que viene de lo alto.

“Varones de Galilea, ¿por qué están mirando al cielo? Este Jesús… vendrá así, como lo han visto ir al cielo.”

(Hechos 1,11)

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