MÁS ALLÁ DE LA SOBERBIA DEL MUNDO
- estradasilvaj
- 30 abr
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“El que viene de lo alto está por encima de todos; el que es de la tierra, es de la tierra y habla cosas terrenales. El que viene del cielo está por encima de todos. Da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios envió, habla palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él.” (Juan 3,31-36)
Desde el comienzo del pasaje, Juan nos plantea una confrontación esencial: el que viene de lo alto vs. el que es de la tierra. No es un mero contraste poético. Es una descripción cruda de la gran tensión que atraviesa toda la historia humana: lo divino y lo mundano, lo eterno y lo transitorio, la verdad revelada y la lógica deformada del mundo.
“El que viene de lo alto” —es decir, Jesús— no es simplemente otro maestro moral o un profeta entre muchos. Él está por encima de todos. Su origen no es humano, su mensaje no es opinable, su autoridad no es delegada. Su voz no compite con otras: es la única que conoce verdaderamente al Padre (cf. Mateo 11,27).
En cambio, “el que es de la tierra” representa a todos los que, aferrados a lo inmediato, lo visible y lo superficial, hablan desde su limitada experiencia humana. Aun los más sabios de este mundo —sin la iluminación de Dios— están sumergidos en una perspectiva estrecha.
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice el Señor” (Isaías 55,8).
Esta advertencia es profundamente crítica para nuestro tiempo, donde muchos predican desde lo “terrenal”, usando el nombre de Dios para justificar ideologías, negocios o poder. Hablan de Dios, pero no desde Dios.
Juan afirma algo alarmante: “da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie acepta su testimonio”. Esta es una crítica aguda no solo al mundo de entonces, sino también al presente. La Verdad no es rechazada por falta de pruebas, sino por falta de humildad.
Jesús no teoriza sobre Dios: Él ha visto y oído al Padre. Habla desde la fuente misma de la divinidad. Y sin embargo, el mundo no lo quiere oír. Como escribió San Juan en su prólogo: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (Juan 1,11).
Esta resistencia no es neutra. Es activa. Es el rechazo del amor, de la luz, de la vida. Es el escándalo de una humanidad que, al enfrentar la claridad absoluta del Evangelio, prefiere vivir en la penumbra cómoda de sus propias verdades.
“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3,19).
Sin embargo, Juan afirma algo profundamente hermoso: “El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz”. Aquí se revela la dinámica íntima de la fe. Creer en Cristo no es solo aceptar una doctrina, es sellar con nuestra vida que Dios es veraz, fiel, confiable.
En otras palabras, quien cree le dice a Dios: “Te creo porque eres digno de confianza”. Esta fe no es emocional, sino existencial. Es una adhesión total al Dios que se reveló en Jesucristo. Por eso la fe verdadera no puede ser tibia. Es un acto de entrega radical.
La Escritura nos confronta una y otra vez con esta exigencia de autenticidad:
“Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11,6).
Y más aún: la fe verdadera transforma. Cambia prioridades, rompe con el pecado, orienta toda la vida.
Una de las frases más asombrosas del texto es: “Porque aquel a quien Dios envió, habla palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida”. Aquí se rompe el esquema limitado del Antiguo Testamento, donde el Espíritu se daba solo a algunos, por momentos, con propósitos específicos.
Con Jesús, el Espíritu no se da en cuotas, no se dosifica. Se da sin medida. Esto implica dos cosas:
Jesús está lleno del Espíritu en plenitud, eternamente.
Él también da ese Espíritu sin restricción a quienes creen en Él.
San Pablo retoma esta idea cuando dice:
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5,5).
Aquí hay una promesa inmensa y muchas veces olvidada: todo cristiano que vive en gracia puede vivir con el Espíritu sin medida. No estamos llamados a una vida mediocre, sino a una plenitud espiritual real. El problema es que a menudo preferimos los entretenimientos de la carne que el gozo del Espíritu.
Esta afirmación es clave para entender la unicidad de Cristo: todo ha sido entregado al Hijo. Jesús no es un eslabón entre Dios y nosotros: es el Dios que nos ha sido entregado.
Por eso San Pablo proclamará con fuerza:
“Dios lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble” (Filipenses 2,9-10).
Nada queda fuera del señorío de Cristo: ni la historia, ni la ciencia, ni la política, ni tu vida personal. Todo le pertenece. Y el verdadero cristianismo es reconocer eso y actuar en consecuencia.
El texto termina con una frase que desafía frontalmente el cristianismo “light” de nuestro tiempo:
“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él.”
Aquí no hay medias tintas. No existen zonas grises. O se cree y se vive, o se rechaza y se permanece en la ira de Dios. Este lenguaje puede resultar incómodo para una sociedad que idolatra la tolerancia mal entendida y el “todo vale”.
Pero la Escritura es clara: la vida eterna no es automática. Es fruto de una decisión, de una fe, de una relación con Cristo. Negarse a creer —es decir, rechazar, resistir, endurecerse— tiene consecuencias eternas.
La ira de Dios no es un arrebato emocional, sino la justicia divina ante el pecado no arrepentido. No es que Dios “quiera” castigar, sino que el ser humano, al rechazar la vida, se queda con la muerte. Como dirá más adelante Jesús:
“El que no permanece en mí, será echado fuera como rama, y se secará” (Juan 15,6).
¿Qué podemos aprender para nuestra vida cristiana?
1. No confundas lo terrenal con lo celestial.
Pregúntate: ¿Desde dónde estoy hablando, viviendo, eligiendo? ¿Desde lo que el mundo espera de mí o desde lo que Dios dice? El cristiano debe aprender a discernir y a resistir el lenguaje de moda cuando contradice el Evangelio.
“No os conforméis a este mundo” (Romanos 12,2).
2. No endulces el Evangelio: proclámalo entero.
Jesús fue claro: o se cree o se rechaza. No tenemos derecho a maquillar el mensaje para que sea más aceptable. La caridad no se opone a la verdad. Al contrario, “el amor se goza en la verdad” (1 Corintios 13,6).
3. El Espíritu no es una opción decorativa.
Vive en oración constante. Pide al Espíritu Santo que actúe en tu vida, que te transforme. Su presencia no es para místicos lejanos, sino para todo creyente que desea ser discípulo.
“¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo?” (1 Corintios 6,19)
4. Cree con todo tu ser, no con retazos.
La fe no es un adorno: es la raíz de la existencia cristiana. Creer es confiar, obedecer, entregarse. Si Jesús tiene “todo en sus manos”, entrégale también tu pasado, tus heridas, tus decisiones. No retengas nada.
5. Predica a tiempo y a destiempo.
El mundo necesita escuchar que hay vida eterna y que no todo termina aquí. No es fanatismo hablar de salvación y juicio; es amor. Si ves a alguien caminar hacia el abismo, ¿no gritarías?
“¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Corintios 9,16)
Juan 3,31-36 no es un pasaje para leer de forma superficial. Es una declaración de guerra espiritual contra la mediocridad, la ambigüedad y la fe descafeinada. Es un grito que dice: “¡Despierta!”
Cristo no vino a darnos opiniones, sino a revelarnos la verdad. No vino a enseñarnos a flotar en la tibieza, sino a sumergirnos en el fuego del Espíritu. No vino a decirnos lo que queremos oír, sino lo que necesitamos para vivir eternamente.
La pregunta final es tan incómoda como necesaria: ¿Estoy viviendo como quien cree verdaderamente en el Hijo, o como quien simplemente simpatiza con Él?
Recuerda: el que cree tiene vida. El que no cree, permanece en la muerte.
¿Y tú, de qué lado estás?




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