LOS PEQUEÑOS OLVIDADOS
- estradasilvaj
- 29 abr
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En cierto país —no importa cuál, porque podría ser cualquiera donde la lógica del poder se impone sobre la lógica del bien—, miles de niños y niñas viven un abandono tan real como silenciado.
No se trata solo de huérfanos ni de los que viven en la calle. Hay una clase más invisible de abandono: el de aquellos que viven en sus hogares, entre cuatro paredes que deberían ser abrigo y terminan siendo cárceles emocionales.
El drama no es nuevo, pero lo que lo vuelve especialmente monstruoso es que, en este país, ayudar a esos niños puede ser motivo de persecución legal.
Sí, has leído bien: la bondad espontánea, la compasión práctica, la acción directa del ciudadano preocupado... todo eso es una amenaza para un sistema político que se alimenta del control, el miedo y la ignorancia.
Muchos de estos niños no viven en orfanatos ni en albergues, sino en casas con padres presentes físicamente, pero emocionalmente ausentes o agresivamente destructivos.
Conflictos familiares perpetuos, violencia doméstica, adicciones, explotación infantil disfrazada de “trabajo necesario”... todo esto ocurre entre cortinas cerradas, bajo techos que ocultan más que protegen.
En teoría, tiene estructuras para intervenir. En la práctica, sus instituciones están desbordadas, mal gestionadas o interesadas en todo menos en el bienestar real de la infancia.
Los trabajadores sociales no dan abasto o están adoctrinados; las leyes de protección infantil existen, pero se aplican de forma selectiva y oportunista. A veces, proteger a un niño significa enfrentarse a un aparato legal que castiga al que ayuda y protege al que abusa.
Este país ha aprendido a temer a la compasión activa.
Muchos ciudadanos de buen corazón eligen no involucrarse porque saben que una denuncia puede volverse en su contra. El miedo no es abstracto: tiene nombres, códigos penales y funcionarios represivos.
Ayudar a un niño, intervenir en una situación de abuso, abrir las puertas de tu casa, levantar una voz en la comunidad... todo eso puede ser interpretado por las autoridades como “intervención indebida”, “manipulación ideológica”, “inducción a creencias contrarias al Estado”.
¿El resultado?
-Gente buena que calla.
--Vecinos que miran a otro lado.
Maestros que bajan la cabeza.
-Religiosos que actúan en la sombra, porque salir a la luz puede significar el cierre de sus obras o la cárcel.
El régimen de este país —aunque hable en nombre del pueblo— sabe perfectamente que una población con escaso acceso a educación es más fácil de controlar.
La ignorancia no es solo resultado de la pobreza, sino una estrategia. Porque mientras la gente no sepa qué derechos tiene, ni cómo reclamar, ni qué hacer cuando ve una injusticia, el sistema puede seguir funcionando con impunidad.
Los sectores más golpeados por el abandono infantil son, justamente, aquellos donde la educación ha sido sistemáticamente devaluada:
-Barrios periféricos.
-Comunidades rurales.
-Familias numerosas sin acceso a servicios.
-Zonas sin conectividad ni infraestructura básica.
Allí, el miedo y la ignorancia se abrazan.
Muchos padres no saben a quién acudir. Otros, simplemente temen que si denuncian, les quiten a sus hijos por “negligencia”, cuando en realidad son víctimas de un sistema que nunca los ayudó a criar con dignidad.
Este país no tolera la bondad autónoma.
Las ONG que no se pliegan al discurso oficial son acusadas de adoctrinamiento, infiltración extranjera o perturbación del orden público.
Grupos religiosos que acogen niños sin papeles perfectos son multados, clausurados o investigados.
Voluntarios que intentan rescatar a niños de contextos abusivos sin esperar permiso estatal, son tildados de agitadores o incluso procesados judicialmente.
Todo está diseñado para que la ayuda pase por los canales “certificados”, es decir, controlados.
Y esos canales, por supuesto, funcionan con la velocidad de un caracol alcohólico y la eficiencia de un ventilador en invierno.
La lógica es perversa:
-Quien ayuda demasiado bien, molesta.
-Quien actúa con eficacia, deja en evidencia al Estado.
-Quien se preocupa por un niño, amenaza la narrativa de que “todo está bajo control”.
Pero hay algo aún más siniestro: la infancia no solo es abandonada, sino instrumentalizada.
El Estado usa el discurso de “protección infantil” para justificar intromisiones arbitrarias, pero en realidad no protege, adoctrina.
Los programas escolares están saturados de consignas políticas, y vacíos de contenidos humanistas reales.
La cultura del pensamiento crítico ha sido reemplazada por la repetición mecánica de lemas vacíos.
El niño deja de ser sujeto de derechos y pasa a ser un objeto de propaganda.
Y todo aquel que intente rescatarlo no solo enfrenta al sistema legal, sino al peso de la narrativa oficial:
“Si no estás con nosotros, estás contra los niños.”
Como si ayudar por cuenta propia fuera un crimen y no un deber moral.
No podemos continuar bajo esta estela oscura, porque el futuro son ellos, los pequeños, y de continuar así, no habrá país con futuro, más que una nación perdida.
Este es el momento, y está en nuestras manos, en manos de los adultos, de todos nosotros. Callarlo, no actuar, será nuestro mayor pecado.




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