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LO QUE NO SABEMOS DE LA RESURRECION

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 4 Min. de lectura

La Resurrección de Jesucristo es el corazón palpitante del cristianismo. Es el misterio que sostiene la fe, que alimenta la esperanza y que inspira el amor. San Pablo lo dijo sin rodeos: “Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Corintios 15,14). Sin embargo, tras siglos de proclamación y celebración, parece que sabemos poco de la Resurrección. La hemos convertido en un dogma, en un icono pascual, en una fiesta litúrgica. Pero su profundidad, su audacia y sus implicaciones siguen siendo en gran parte inexploradas, incluso por los propios creyentes.

A diferencia de la crucifixión, narrada con detalle y testigos, la Resurrección carece de una narración ocular directa de su instante clave. Nadie vio a Jesús salir del sepulcro. Lo que tenemos son consecuencias: el sepulcro vacío, las apariciones posteriores, el cambio radical en los discípulos.

Los evangelios presentan relatos divergentes: ¿cuántas mujeres fueron al sepulcro? ¿Uno o dos ángeles? ¿Cuándo fue la primera aparición? Estas discrepancias, lejos de debilitar el testimonio, revelan un hecho tan impactante que desbordó las categorías de la narrativa humana. No estamos ante un mito construido con lógica, sino ante el eco de una irrupción que rompió todos los esquemas.

La Resurrección no es una reanimación como la de Lázaro. Jesús no volvió a la vida anterior para morir de nuevo. Inauguró una forma de existencia glorificada, transfigurada, inmortal. El cuerpo resucitado es la primera señal de la nueva creación (cf. 1 Cor 15,20-23).

Aquí lo no dicho: la Resurrección es más que un milagro. Es una nueva ontología. Cristo no simplemente revive: ¡estrena una forma de ser que desafía toda comprensión humana!

Antes de la Pascua, los discípulos están temerosos, escondidos, desilusionados. Después, los vemos predicando en público, desafiando al Sanedrín, aceptando el martirio. ¿Qué los transformó? Algo poderoso, convincente, real.

No se trata de una alucinación colectiva. Se trata de una experiencia transformadora que los llevó de la desesperación a la certeza. La Resurrección ocurrió también dentro de ellos. Fue un fuego que prendó en su corazón y les dio una nueva identidad.

San Pablo no conoció al Jesús terreno, pero tuvo una experiencia del Resucitado que lo convirtió radicalmente. “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20). Esta afirmación no es metafórica: es literal en clave espiritual.

Aquí lo olvidado: la Resurrección no es sólo un hecho histórico; es una dinámica espiritual que se activa en los que creen. Cristo vive, y vive en los suyos.

Jesús resucitado come con sus discípulos, muestra sus llagas, pero también atraviesa paredes, aparece y desaparece. No es un fantasma, pero tampoco un cuerpo ordinario. Es el cuerpo glorioso, anunciado por Pablo (cf. 1 Cor 15,35-49): incorruptible, poderoso, espiritual.

“Seremos semejantes a él porque lo veremos tal como es” (1 Juan 3,2). La Resurrección no es una excepción, sino el inicio de una promesa universal. El cuerpo de Cristo es la semilla de la nueva humanidad.

Esto rara vez se predica: la Resurrección es también sobre nosotros. Es un espejo hacia nuestro futuro glorificado.

Jesús resucitado no se aparece en masa, ni se presenta ante Pilato o Herodes. Se muestra a quienes le aman, a quienes estaban dispuestos a creer. Esta pedagogía de lo secreto revela un Dios que no se impone, sino que se revela por amor.

Los discípulos de Emaús lo reconocen al partir el pan (Lucas 24). María Magdalena lo reconoce al oír su nombre (Juan 20). Tomás necesita tocar sus heridas (Juan 20). La Resurrección requiere un proceso de apertura, de escucha, de intimidad.

Aquí una enseñanza silenciosa: el Resucitado no se reconoce por la vista, sino por el corazón.

“El primero y el último, el que estaba muerto y ahora vive” (Apocalipsis 1,17-18). Cristo es el nuevo Adán (cf. Romanos 5,12-21), iniciador de una nueva humanidad. La Resurrección no es sólo redención del alma: es la promesa de restauración de toda la creación (cf. Romanos 8,19-23).

La muerte ya no tiene la última palabra. La Resurrección es la victoria de la vida. No de cualquier vida, sino de la vida en Dios. Es una afirmación radical: el amor tiene futuro.

Vivimos en una época que celebra la duda, el absurdo y la desesperanza. El existencialismo ateo, el relativismo y el materialismo han vaciado de sentido muchas vidas. En este contexto, la Resurrección no es una creencia religiosa más: es una afirmación escandalosa de sentido.

Abortos, guerras, eutanasia, violencia, ecocidio. En un mundo que normaliza la muerte, la Resurrección es resistencia. Es el grito de un Dios que dice: "No fue así como los creé. Estoy reconstruyéndolo todo."

Los pobres, los migrantes, los marginados. Cristo resucitado se identifica con ellos. Sus llagas siguen abiertas en cada ser humano herido. La Resurrección no les ignora: les promete redención.

“Id y haced discípulos” (Mateo 28,19). La misión cristiana no es conquista ni proselitismo. Es compartir una vida nueva. Si Cristo vive, entonces todo puede cambiar.

¿Qué hemos olvidado?

1. La fe no es alienación, sino revolución espiritual

Creer en la Resurrección no es evadirse del mundo, sino comprometerse con él desde una fuerza que lo trasciende.

2. La cruz y la gloria están unidas

No hay Pascua sin Viernes Santo. La fe madura abraza el sufrimiento con esperanza. La Resurrección nos enseña que las heridas pueden convertirse en fuentes de vida.

3. El cristiano es un testigo de lo imposible

No anunciamos una doctrina, sino un acontecimiento: "Jesús ha resucitado". Eso cambia todo. Eso exige una vida coherente, alegre, audaz.

La tumba vacía no es un final: es el principio. Es el lugar donde termina la lógica del miedo y comienza la libertad de los hijos de Dios. Es el grito silencioso que rompe cadenas, que anuncia que la historia está abierta al milagro.

Cristo ha resucitado. Y eso, aunque no se diga siempre, lo cambia todo. Incluido a ti. Incluido al mundo.

Y si todo esto fuera cierto —como creemos—, entonces no hay herida que no pueda ser sanada, ni noche que no conozca el alba.

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