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LIBERTAD Y RESISTENCIA

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 3 may
  • 6 Min. de lectura

De nuevo la liturgia nos coloca este domingo este pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Me parece interesante, en el contexto en que muchos cristianos sea plantean su fe como fidelidad a Cristo, y no como una obediencia ciega a los dictámenes de los hombres.

“Pedro y los apóstoles replicaron:

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.

El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús,

a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero.

Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador,

para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados.

Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo,

que Dios da a los que lo obedecen».”

(Hechos 5, 29-32)

Hay momentos en la historia en los que la conciencia y la fe se convierten en trincheras. No por deseo de guerra, sino por necesidad de fidelidad. Hechos de los Apóstoles 5,29-32 nos sitúa precisamente en uno de esos momentos: los seguidores de Jesús, perseguidos, cuestionados, llamados a callar por las autoridades religiosas y civiles, se alzan con una respuesta tan simple como poderosa: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

No es un capricho espiritual. Es un acto de lucidez. Pedro no pronuncia esa frase con arrogancia, sino con la serena convicción de quien ha sido testigo de la verdad y no puede retractarse sin traicionar lo que ha visto, lo que ha tocado, lo que ha transformado su vida para siempre.

La obediencia a Dios, en este contexto, no es una rebeldía ciega contra la autoridad humana. Es una clarificación del orden de fidelidades. Los cristianos no son anárquicos por naturaleza, pero tampoco pueden ser cómplices de un sistema que les exige sacrificar su alma, su dignidad y su esperanza a cambio de seguridad o aceptación.

Obedecer a Dios en tiempos de represión es, en el fondo, elegir una libertad más alta. Una libertad que no depende de las leyes humanas, sino de una relación viva con lo divino. Pero esa elección tiene un precio.

Los apóstoles fueron perseguidos. Muchos de ellos murieron. Lo mismo ha sucedido a lo largo de la historia con quienes han decidido ser fieles a Dios antes que someterse al poder injusto: mártires cristianos bajo Roma, monjes ejecutados en la Revolución Francesa, cristianos bajo regímenes totalitarios del siglo XX, testigos de la fe asesinados por defender la dignidad humana en contextos de dictaduras y guerras.

¿Eran desobedientes civiles? Sí. ¿Eran criminales? No. La diferencia radica en que su “desobediencia” no nace del ego, sino del Espíritu. No se rebelan por orgullo, sino por fidelidad a una voz más alta, que les dice que ningún sistema tiene derecho a robar el alma.

Toda sociedad necesita leyes. Pero cuando las leyes son dictadas por un sistema político que busca uniformar, controlar y dominar la conciencia de los ciudadanos, algo sagrado se viola. El espíritu humano no fue creado para el sometimiento absoluto al Estado, ni para una obediencia sin pensamiento, sin juicio moral.

El sistema político dominante que adormece el espíritu es aquel que, bajo el disfraz de orden, seguridad o prosperidad, impone una cultura de silencio, de miedo, de anestesia moral. Enseña a la gente a no preguntar, a no discernir, a aceptar todo lo que se impone desde arriba como si fuera voluntad de los cielos.

En este tipo de sociedades, hablar de Dios no es solo una cuestión religiosa: es un acto político. Porque afirmar que hay una autoridad superior a la del Estado es dinamitar la base del totalitarismo. Es decir: “Tú no eres dios. Tú no eres el juez último. Tú no eres el dueño de mi alma”.

Por eso se persigue a los que, como Pedro, se atreven a decir: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Porque esa frase destruye el monopolio del poder sobre la conciencia.

El Concilio Vaticano II, en la Dignitatis Humanae, dice algo crucial: “En lo más profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que no se ha dado a sí mismo, sino a la que debe obedecer”. Esa ley es la voz de Dios. Cuando las leyes humanas contradicen esa voz, la fidelidad a la conciencia se convierte en deber.

No se trata de relativismo moral, ni de hacer de cada uno su propio dios. Se trata de reconocer que en el corazón del ser humano habita una chispa de eternidad que no puede ser confiscada por ningún sistema, por más eficiente, moderno o patriótico que se proclame.

La obediencia a Dios pasa por escuchar esa voz, incluso cuando implica ponerse en contra del consenso social o del poder establecido. Por eso los santos incomodan. Por eso los profetas terminan en el desierto… o en la cárcel.

El modelo supremo de esta obediencia rebelde es Jesús mismo. Él no buscó la confrontación con Roma, pero tampoco la evitó cuando fue necesario. No encabezó una revolución política, pero su forma de amar, de perdonar, de desenmascarar la hipocresía de los poderosos, fue profundamente subversiva.

Jesús obedeció a su Padre hasta la muerte, y esa obediencia fue precisamente lo que le llevó a enfrentarse con las estructuras corruptas del poder religioso y político de su tiempo. Lo colgaron de un madero, creyendo que con eso callaban su voz. Pero Dios lo resucitó, y lo exaltó.

Este es el núcleo del mensaje apostólico: Jesús, el obediente, es también el insumiso. Y en Él, todos los que obedecen a Dios por encima de los hombres, encuentran fuerza, sentido y victoria.

El texto de Hechos añade algo fundamental: “Somos testigos de esto, y también el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen”.

El Espíritu Santo no es solo consuelo; es fuego. No es solo paz; es fuerza para resistir. Es el Espíritu el que da a los creyentes la capacidad de discernir cuándo una ley es justa o injusta, cuándo una obediencia es virtud o traición.

Quien recibe el Espíritu ya no puede vivir en la tibieza. Sabe que la verdad no se negocia, que la justicia no es una opción, que la fe no puede ser relegada a lo privado cuando el mundo está en llamas.

Pero, ¿qué pasa cuando, por miedo o comodidad, el cristiano decide callar? ¿Qué sucede cuando las iglesias optan por la neutralidad en nombre de la prudencia, mientras el espíritu humano es sofocado por regímenes que promueven la injusticia, la mentira y la opresión?

Sucede lo mismo que en tiempos de Pedro: la verdad queda sin voz. Y un mundo sin verdad es un mundo que se desmorona.

El silencio de los justos es una traición. Más aún cuando ese silencio es adornado con discursos de “prudencia pastoral”, “acomodación cultural” o “evangelización indirecta”. No, Pedro no fue prudente. Fue valiente. Porque la fe, cuando se convierte en cálculo, deja de ser fe.

Hoy no siempre se cuelga a los profetas de un madero. A veces se les cancela, se les silencia con leyes ambiguas, se les ridiculiza en medios, se les arrincona con discursos progresistas que venden libertad pero fabrican esclavos del confort, del consumo, de la ideología.

El sistema político dominante ya no siempre se presenta con tanques y botas militares. A menudo viene con discursos de inclusión, de bienestar, de neutralidad ideológica… pero exige lo mismo: renunciar a la verdad última, negociar los principios, no hablar de Dios en público, no molestar con la conciencia.

Y es aquí donde la obediencia a Dios se convierte, una vez más, en un acto de resistencia.

¿Obedecer a Dios o a los hombres?

La pregunta no siempre tiene una respuesta fácil, pero el criterio está en el discernimiento profundo del Espíritu. Si la ley humana exige traicionar la verdad revelada, entonces la fidelidad a Dios exige desobedecer con amor, con firmeza, sin odio, pero sin claudicar.

+ La fe no es privada.

Quien cree de verdad no puede vivir su fe como un asunto íntimo e invisible. La fe verdadera transforma la sociedad, incomoda al poder, y exige compromiso público.

+ La libertad interior es sagrada.

Un sistema que exige obediencia absoluta no es un gobierno: es una idolatría. Y el cristiano no se arrodilla ante ídolos, aunque se disfracen de ley o progreso.

+ La obediencia auténtica nace del amor.

Pedro obedecía a Dios no por miedo, sino porque había sido amado por Él. Esa es la raíz de toda obediencia verdadera: no el temor a castigo, sino la gratitud por la redención.

+ Hoy más que nunca, se necesitan testigos.

No basta con ser creyentes. Hoy el mundo necesita testigos como Pedro: valientes, claros, dispuestos a decir, aun frente a los poderosos: “Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído” (cf. Hechos 4,20).

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