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LA TRISTEZA SE CONVERTIRA EN GOZO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 may
  • 5 Min. de lectura

La vida tiene momentos que parecen desmentir todo lo que creemos. Hay días en que la oscuridad se instala como huésped permanente, donde la esperanza se encoge, y las promesas parecen haber sido palabras lanzadas al viento. Esos días en que la fe tiembla, no por falta de amor, sino por el peso del dolor.

El Evangelio según san Juan 16, 20-23a es una perla escondida entre palabras de despedida. Jesús está a punto de entregar su vida. Sabe que sus discípulos están al borde de un abismo emocional y espiritual. Y no les promete evitar el sufrimiento; les promete algo más grande: que su tristeza se convertirá en gozo.

Este pasaje, aunque breve, está cargado de una sabiduría que atraviesa los siglos. Vamos a desentrañarlo palabra por palabra, pero sobre todo, vamos a dejar que nos atraviese a nosotros.

“En verdad, en verdad os digo: lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo se alegrará. Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo.” (Jn 16,20)

El Evangelio de Juan nos lleva al corazón de la Última Cena. Jesús, sabiendo que su Pasión está cerca, prepara a sus discípulos para el impacto. No usa eufemismos. No disfraza la realidad con optimismo barato. Les dice la verdad con ternura: van a llorar, el mundo se alegrará, y ustedes estarán tristes.

Este versículo es una radiografía espiritual de lo que significa seguir a Jesús. En un mundo que celebra el éxito, la fama, el poder y la autosuficiencia, los discípulos de Cristo están llamados a una lógica distinta. Mientras el mundo parece triunfar —porque el Bien ha sido crucificado—, el verdadero creyente pasa por el valle del llanto.

Pero aquí está el giro teológico del texto: no dice que la tristeza será sustituida por el gozo, sino que será transformada en gozo. Es un verbo radical: convertir. Lo que parecía terminal, se vuelve semilla. Lo que parecía derrota, se vuelve resurrección.

“La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ya no se acuerda del dolor por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo.” (Jn 16,21)

Jesús recurre a una imagen poderosa: el parto. No solo por ser una experiencia universalmente entendida (aunque no universalmente vivida), sino porque une dos dimensiones en tensión: el dolor más agudo con la vida más esperada.

Cuando una mujer está en trabajo de parto, no es simplemente que le “duele algo”. Está atravesando una experiencia límite, donde su cuerpo se desgarra y su alma se abre para dar paso a otra vida. No hay analgesia emocional suficiente que elimine ese sufrimiento.

Pero apenas el niño nace, el dolor no es solo olvidado; es transfigurado. No se trata de negar que dolió. Se trata de que ese dolor tenía un sentido, una finalidad: el nacimiento.

Esta imagen no es casual. Es una clave de lectura del misterio cristiano. La cruz no es un accidente trágico. Es un parto doloroso del Reino. La resurrección no es una sorpresa que vino a corregir el fracaso; es el fruto del sufrimiento redentor.

“También vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a ver, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría.” (Jn 16,22)

La tristeza que menciona Jesús es legítima. No es una señal de debilidad espiritual, ni una falta de fe. Es el resultado natural de la ausencia del amado. Es el corazón que se duele porque ama.

Sin embargo, Jesús no los deja en ese estado. Les hace una promesa: “os volveré a ver”. Y esta es una promesa con múltiples niveles:

-Histórico: Jesús resucita, y efectivamente, vuelve a aparecerse a ellos.

-Espiritual: Jesús está presente en la vida del creyente mediante el Espíritu Santo.

-Escatológico: un día lo veremos cara a cara en la plenitud del Reino.

Esa alegría, dice Jesús, nadie podrá quitárnosla. En un mundo donde todo se roba —la paz, la salud, el tiempo, los sueños—, la alegría que nace del encuentro con el Resucitado es invulnerable.

Esto no significa que no habrá más lágrimas, sino que ya no serán lágrimas vacías. Serán como las lágrimas del parto: saben a esperanza, a certeza, a plenitud futura.

“Aquel día no me preguntaréis nada.” (Jn 16,23a)

Esta frase parece extraña. ¿No es natural que tengamos preguntas? ¿No son los discípulos conocidos precisamente por no entender del todo?

Pero aquí Jesús está hablando del día en que el corazón comprenderá sin necesidad de palabras. Cuando Él vuelva, el dolor ya no será un enigma. Las piezas encajarán. El corazón descansará.

Es como si Jesús dijera: “Todo lo que hoy es confuso, oscuro o contradictorio, ese día lo verán con la luz del Amor consumado.”

No es que ya no tengamos inteligencia o deseo de saber. Es que el conocimiento será pleno, no por acumulación de datos, sino por comunión total.

Este texto no es solo una preparación para la Pasión de Jesús. Es también un mapa para todo creyente que atraviesa el misterio del sufrimiento. Porque la vida del discípulo, como la de su Maestro, está marcada por pasajes de cruz y de gloria.

Hay momentos donde Dios parece callar, donde la oración se vuelve eco, donde el alma se pregunta si ha sido olvidada. Son momentos de noche oscura, donde uno se siente extraño incluso a su propia fe.

Pero en esos momentos, este Evangelio susurra:

“Tu tristeza no será en vano. Está gestando algo. Y ese algo será alegría que nadie te podrá arrebatar.”

Esto es revolucionario. No estamos llamados a negar el dolor, ni a anestesiarlo con espiritualidad superficial. Estamos llamados a vivirlo en clave pascual, como una mujer en labor, como una semilla enterrada, como un Viernes Santo que aún no ha llegado a domingo, pero que tiene promesa de Resurrección.

Aquí tienes algunas enseñanzas para tu vida:

1. Aceptar la tristeza como parte del camino espiritual

No todo en la vida cristiana es consuelo y dulzura. El mismo Jesús promete el llanto. La tristeza no es signo de fracaso espiritual, sino a veces señal de madurez: cuando el alma reconoce que el Reino aún no ha llegado en plenitud.

2. Recordar que el dolor tiene propósito en Dios

Como el parto, como la cruz, el sufrimiento en Cristo no es absurdo. Puede convertirse en el crisol donde nace una nueva vida, una fe más sólida, una esperanza más fuerte.

3. Aferrarse a la promesa del gozo

La alegría cristiana no es emocionalismo. Es la certeza de que la última palabra no la tiene el dolor, sino el amor resucitado. Esa alegría —aunque hoy esté cubierta de lágrimas— está en camino.

4. La visión de Cristo lo transformará todo

“Os volveré a ver”, dice Jesús. Y ese día será el amanecer eterno. No más preguntas, no más oscuridad. Solo la claridad de su rostro y la plenitud del amor.

5. Nadie podrá quitarte lo que Dios te ha dado

Ni la muerte, ni el pecado, ni el mundo, ni los poderes de este siglo pueden arrebatar la alegría que nace de haber visto al Señor. Esa es la perla escondida. Esa es la promesa.

Juan 16, 20-23a no es solo un consuelo; es una profecía. Es la palabra de un Dios que no evita el dolor, sino que entra en él para redimirlo. Es la historia del cristiano: llorar con sentido, sufrir con esperanza, esperar con certeza.

En tiempos donde la tristeza parece el telón de fondo del mundo —guerras, enfermedades, pérdidas, soledades—, este Evangelio nos recuerda que lo que duele ahora será gozo mañana, si permanecemos en Él.

Porque en Cristo, incluso nuestras lágrimas saben a resurrección.

¿Quieres una vida sin dolor? Probablemente no la encontrarás en este mundo.

¿Quieres una vida donde el dolor no sea el fin? Entonces escucha a Jesús:

“Vuestra tristeza se convertirá en gozo.”

Y cuando llegue ese día, no necesitarás hacer más preguntas. Solo contemplar.

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