LA REVOLUCION DEL ESPIRITU
- estradasilvaj
- 11 may
- 6 Min. de lectura
El pasaje de Hechos de los Apóstoles 11,1-18 es un punto de inflexión trascendental en la historia del cristianismo primitivo. En él se narra cómo Pedro, apóstol de Jesucristo, explica y defiende ante la comunidad de Jerusalén la extraordinaria acción del Espíritu Santo al descender sobre los gentiles, es decir, sobre aquellos que no pertenecían al pueblo judío. Este momento no es una anécdota menor, sino una auténtica revolución espiritual que transforma para siempre el horizonte del cristianismo, rompiendo las fronteras étnicas y religiosas para abrir el Reino de Dios a toda la humanidad.
Este pasaje pone sobre la mesa temas clave: la fidelidad a la tradición frente a la novedad de Dios, el discernimiento del Espíritu Santo, la obediencia a lo divino frente a los prejuicios humanos, y el misterio de una gracia que precede nuestras categorías. .
El capítulo 11 de los Hechos comienza con una situación conflictiva. Pedro ha estado en la casa del centurión Cornelio, un oficial romano piadoso pero incircunciso, y ha comido con él y su familia. Para los judíos cristianos de Jerusalén, esto es escandaloso. “Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos” (v. 3), le reprochan con tono acusatorio.
La crítica es comprensible desde la perspectiva de la tradición judía. Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel había sido llamado a la pureza ritual y a no mezclarse con las naciones paganas (cf. Lev 11; Dt 7,3-6). La observancia de la Ley, incluida la circuncisión y las normas alimenticias, definía la identidad del pueblo elegido. La apertura a los gentiles no era un paso obvio; representaba una ruptura.
Pedro, sin embargo, no actúa por capricho. En el capítulo anterior (Hechos 10), se narra con detalle la visión que tiene: un lienzo que baja del cielo con toda clase de animales, algunos considerados impuros según la Ley. Una voz le dice: “Levántate, Pedro, mata y come” (10,13). Él se resiste, pero la voz responde: “Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú profano” (10,15). Es el comienzo de una pedagogía divina que desmantela los muros de separación y anticipa el Pentecostés de los gentiles.
En Hechos 11, Pedro explica todo esto como una cadena de acontecimientos guiados por Dios: su visión, la llegada de los enviados de Cornelio, la orden del Espíritu para que vaya con ellos “sin vacilar”, y finalmente el descenso del Espíritu Santo sobre los gentiles, “como también sobre nosotros al principio” (v. 15). Ante esta evidencia, Pedro lanza una pregunta que desarma toda resistencia: “¿Quién era yo para oponerme a Dios?” (v. 17).
Este pasaje nos sitúa ante uno de los grandes mensajes del Nuevo Testamento: el Espíritu Santo no se sujeta a las categorías humanas, ni a nuestros sistemas religiosos, ni a nuestras fronteras mentales. Aquí no son los apóstoles quienes deciden si los gentiles pueden recibir el Espíritu: es el Espíritu quien los invade, los santifica y confirma que Dios ha roto los límites.
El Espíritu no consulta a Jerusalén antes de actuar. No pide permiso a Pedro para visitar a Cornelio. No exige que el centurión se circuncide ni que adopte primero la Ley mosaica. Simplemente desciende, tal como lo hizo sobre los judíos en Pentecostés. Esta acción soberana de Dios desconcierta y transforma. Obliga a la comunidad a un proceso de discernimiento, no sobre lo que ellos creen correcto, sino sobre lo que Dios está haciendo más allá de sus esquemas.
Lo que encontramos en Hechos 11 es un eco del discurso de Jesús a Nicodemo: “El viento sopla donde quiere” (Jn 3,8). El Espíritu, como el viento, se mueve con libertad divina, desbaratando las rigideces de la religión para introducir la novedad del amor universal de Dios. Pedro, al reconocer esto, se convierte no solo en apóstol de Cristo, sino en testigo de una libertad que supera su propia comprensión.
Otro elemento fascinante de este texto es la reacción de la comunidad de Jerusalén. Al principio, como se ha dicho, acusan a Pedro. Pero cuando escuchan su relato, se produce un cambio decisivo: “Se calmaron y glorificaron a Dios, diciendo: ‘Así que también a los gentiles les ha concedido Dios la conversión que lleva a la vida’” (v. 18).
Este viraje no es menor. Es el paso de la sospecha al reconocimiento, del juicio a la alabanza. Es el momento en que la comunidad deja de resistirse a la novedad del Espíritu para dejarse guiar por Él. Este movimiento es clave para toda comunidad cristiana. No se trata solo de conservar lo recibido, sino de estar abiertos a lo que Dios está revelando hoy, de formas inesperadas y en lugares impensados.
Este discernimiento exige humildad, escucha profunda y capacidad de asombro. Lo que hace Pedro es compartir su experiencia, no imponerla. Y lo que hace la comunidad es escuchar y dejarse interpelar. En un tiempo como el nuestro, donde las polarizaciones y desconfianzas son moneda corriente, este pasaje es una escuela de diálogo espiritual.
La conversión de Cornelio y su familia es uno de los grandes relatos misioneros del Nuevo Testamento. Cornelio no es un idólatra, sino un hombre “piadoso y temeroso de Dios” (Hech 10,2). Su corazón ya estaba inclinado hacia la verdad. Dios ve ese deseo sincero y lo colma con la plenitud del Evangelio.
Este “Pentecostés de los gentiles” revela algo profundo: Dios no es propiedad de nadie, pero se deja encontrar por todo el que lo busca con corazón sincero. Cornelio representa a todos aquellos que, fuera de los márgenes visibles de la religión, viven en la verdad, en la compasión, en el deseo del bien. Y Pedro, al reconocer la acción del Espíritu en ellos, rompe con el exclusivismo religioso.
Este pasaje no elimina la importancia de la Iglesia ni de los sacramentos, pero sí nos recuerda que el Espíritu puede anticiparse a nuestras mediaciones, preparando el terreno para la gracia. Cornelio es una figura profética para el diálogo interreligioso y para la misión de la Iglesia en un mundo plural. No vamos a llevar a Dios a los otros; vamos a reconocerlo ya presente en sus caminos, y a anunciar con humildad la plenitud del amor revelado en Cristo.
Este relato, con su fuerza revolucionaria, ofrece múltiples enseñanzas para la vida personal, comunitaria y pastoral. Veamos algunas que pueden iluminar nuestro camino hoy:
1. La gracia no tiene fronteras.
Dios actúa donde quiere, en quien quiere y como quiere. A veces lo hace en personas que consideramos “fuera” de la fe, de la Iglesia o de nuestras normas. Reconocer esto no relativiza la verdad cristiana, sino que nos sitúa en actitud de humildad ante la libertad divina. El Espíritu no está encadenado.
2. Discernir no es juzgar.
Pedro no condena lo que no entiende: discierne. La comunidad no se atrinchera en sus certezas: escucha y alaba. Hoy necesitamos comunidades que se atrevan a discernir los signos del Espíritu en medio de la incertidumbre, la diversidad y los desafíos del mundo contemporáneo.
3. La misión no es imponer, sino reconocer.
Evangelizar no es llevar “algo que el otro no tiene”, sino ayudar a que lo que Dios ya ha sembrado en su corazón florezca. Pedro no lleva el Espíritu a Cornelio: lo reconoce descendiendo sobre él. Nuestra misión es testimoniar a Cristo con verdad y amor, no conquistar almas como si fueran trofeos.
4. Cuando el Espíritu actúa, las reglas cambian.
No todo cambio es del Espíritu, pero cuando Él actúa, suele romper estructuras que se habían vuelto ídolos. Así como Jesús cuestionó legalismos en nombre del amor, el Espíritu sigue desconcertando a quienes absolutizan las normas por encima de las personas. Hay que estar atentos: a veces resistimos a Dios en nombre de Dios.
5. Toda conversión es un milagro.
Tanto la de Cornelio como la de Pedro y la comunidad. Porque no solo se convirtió el pagano, sino también el apóstol, al abrirse a una nueva comprensión de Dios. Y se convirtió la Iglesia, al dejarse sacudir por la novedad del Espíritu. La conversión no es solo del “pecador”, sino de toda la Iglesia, cuando se deja interpelar por la vida.
Esta pregunta de Pedro puede ser el lema de una vida cristiana auténtica. Es una frase que contiene humildad, reverencia y apertura. Es también una denuncia contra el fariseísmo religioso, que pretende encerrar a Dios en fórmulas humanas. Y es, finalmente, una confesión de fe: Dios está vivo, actúa, sorprende, y su misericordia es más grande que nuestras fronteras.
En un mundo que aún hoy margina, etiqueta y excluye, este texto es un grito de inclusión divina. En una Iglesia tentada por cerrarse sobre sí misma, es una llamada a la reforma interior. En una humanidad que busca sentido más allá de las religiones institucionales, es un anuncio esperanzador: la vida está abierta para todos, porque Dios ha concedido también a los gentiles la conversión que lleva a la vida.
¿Estás dispuesto a dejar que el Espíritu Santo te sorprenda, te saque de tus esquemas, te lleve a territorios inexplorados de fe, de diálogo, de amor? ¿Podrías tú también decir: “¿Quién soy yo para oponerme a Dios?”




Comentarios