LA RESTAURACION DE ISRAEL
- estradasilvaj
- 29 abr
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Ezequiel 37,21-23
"Esto dice el Señor Dios: Recogeré a los hijos de Israel de entre las naciones adonde han ido, los reuniré de todas partes para llevarlos a su tierra. Los haré una sola nación en mi tierra, en los montes de Israel. Un solo rey reinará sobre todos ellos. Ya no serán dos naciones ni volverán a dividirse en dos reinos. No volverán a contaminarse con sus ídolos, sus acciones detestables y todas sus transgresiones. Los liberaré de los lugares donde habitan y en los cuales pecaron. Los purificaré; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios."
Desde el principio, Dios ha manifestado su deseo de tener un pueblo unido, santo, suyo. La historia de Israel está marcada por la dispersión y la división, consecuencias del pecado, la idolatría y la desobediencia. Sin embargo, la promesa de Dios en Ezequiel es clara: “recogeré… reuniré… llevaré…”. Estas acciones revelan el corazón de un Dios que no abandona, sino que sale al encuentro.
El verbo "recoger" implica ternura, como el pastor que recoge a la oveja dispersa (cf. Ezequiel 34,11-16). “Yo mismo buscaré a mis ovejas y las cuidaré”, dice el Señor. Esto anticipa el papel mesiánico de Jesús, quien proclama: “Yo soy el buen pastor” (Juan 10,11). Así, el Antiguo Testamento se abre como una promesa que encuentra cumplimiento en el Nuevo.
Reunir es más que una acción geográfica; es una acción espiritual. Dios no solo lleva a su pueblo a una tierra, sino que lo lleva a su corazón. El exilio, físico y moral, termina cuando el pueblo vuelve a Dios. Como dice Oseas: “Después volverán los hijos de Israel, buscarán al Señor su Dios… temblorosos acudirán al Señor y a su bondad” (Oseas 3,5).
Y llevar a su tierra no es meramente un acto político. Es una vuelta a la promesa, al pacto, a la vocación. La tierra prometida es símbolo de la herencia divina, pero sobre todo de la comunión con el Dios que salva.
La división del reino de Israel en el Norte (Israel) y el Sur (Judá) fue consecuencia del pecado y la soberbia. Desde Salomón en adelante, las tensiones políticas y religiosas provocaron una fractura profunda. Dios no se resigna a esa división. “Ya no serán dos naciones”, dice. El deseo de Dios es la unidad.
Esta unidad es signo de redención. Jesús mismo lo proclama: “Habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Juan 10,16). En Cristo, la dispersión se acaba. Como profetizó Simeón al ver al Niño en el templo: “Él será luz para revelación a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2,32).
La figura del rey único es mesiánica. Ezequiel está anunciando un reino que no será como los anteriores. No será un reinado de opresión o de tronos humanos, sino el reinado de Dios por medio de su Ungido. Este Rey será justo, humilde, fiel. “Mira que viene tu rey a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un asno” (Zacarías 9,9). Jesús es ese Rey. En la cruz, bajo el letrero “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, se cumple esta profecía en clave pascual.
El texto de Ezequiel subraya que Dios no solo reunirá, sino que purificará a su pueblo. El problema de Israel no era solo político, era espiritual. La idolatría lo había corrompido. Los ídolos, esas creaciones humanas a las que el hombre se somete, contaminaban su vocación de ser un pueblo santo.
“Los purificaré… serán mi pueblo… yo seré su Dios.” Esta es la culminación de todo el plan divino. Es el lenguaje de la alianza. Dios toma la iniciativa para liberar, no solo físicamente, sino moralmente. Como dirá Isaías: “Aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve quedarán blancos” (Isaías 1,18). El perdón de Dios no es un barniz superficial, es una transformación profunda.
El término hebreo usado para purificar tiene connotaciones sacerdotales. El pueblo será santificado, como un nuevo templo donde habite la gloria de Dios. Por eso, Jesús viene no solo a anunciar el Reino, sino a purificar al templo (cf. Juan 2,13-22), símbolo del corazón del pueblo.
Desde la destrucción del templo en el año 70 d.C., Israel ha experimentado una dispersión que parece confirmar el dolor de Ezequiel. Sin embargo, también ha vivido un retorno progresivo a su tierra. En 1948, se fundó el Estado de Israel, y muchos vieron en ello un cumplimiento profético.
No obstante, es clave interpretar esto con sabiduría. El verdadero cumplimiento de Ezequiel no se limita a lo político. La promesa de Dios es integral: unidad, santidad, comunión. Un retorno geográfico no basta si no hay retorno del corazón.
San Pablo, en su carta a los Romanos, se duele por sus hermanos: “Les doy testimonio de que tienen celo por Dios, pero no conforme al verdadero conocimiento” (Romanos 10,2). Pero también proclama: “Todo Israel será salvo” (Romanos 11,26), en una apertura al misterio del plan divino, donde todos —judíos y gentiles— están llamados a ser un solo pueblo.
Esta profecía tiene resonancias profundas para nosotros hoy. No somos solo espectadores de una historia antigua. También nosotros somos parte del Israel espiritual (cf. Gálatas 6,16), llamados a vivir la unidad, la pureza y la comunión.
Vivimos en un mundo disperso, dividido, fracturado por ideologías, egos y heridas. Pero Dios sigue diciendo: “Recogeré… reuniré… llevaré”. Él es especialista en recomponer lo roto. ¿Hay fracturas en tu familia? ¿Divisiones en tu comunidad? ¿Alejamientos en tu corazón? Este mensaje es para ti: Dios te quiere reunir, te quiere sanar.
Jesús es el único Rey capaz de unir sin uniformar, de integrar sin aplastar. Nos invita a dejar de lado nuestras banderas para abrazar su cruz. “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti” (Juan 17,21). Esta es la meta del cristiano: vivir la unidad como testimonio del Reino.
No podemos vivir una fe auténtica si seguimos aferrados a nuestros ídolos: éxito, poder, placer, control. Dios quiere purificarnos, pero eso requiere entrega. Como dice el Salmo: “¿Quién puede subir al monte del Señor? El limpio de manos y puro de corazón” (Salmo 24,3-4). La conversión es el camino.
Ezequiel habla de una promesa que parecía imposible: ¡una nación unida, purificada, libre! Hoy, Dios también quiere renovar nuestra historia. No importa cuán dispersos hayamos estado, cuán divididos nos sintamos o cuán contaminados por nuestros errores. Dios puede hacer nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21,5).
La Iglesia no reemplaza a Israel, sino que es su plenitud en Cristo. Como afirma el Catecismo: “La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, pero no se debe olvidar que las promesas de Dios a Israel no han sido revocadas” (cf. CIC 839-840).
Jesús vino “a buscar a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mateo 15,24), y a través de su muerte y resurrección, derribó el muro de separación (cf. Efesios 2,14). La cruz es el nuevo monte donde el pueblo se reúne, el lugar de purificación y reconciliación.
Por eso, el mensaje de Ezequiel es también el nuestro:
— Estamos llamados a vivir como un solo cuerpo (1 Corintios 12),
— bajo un solo Señor (Efesios 4,5),
— con un solo propósito: ser su pueblo y que Él sea nuestro Dios.
El texto de Ezequiel 37,21-23 no es una reliquia del pasado. Es un grito profético que resuena en cada época, cada corazón, cada pueblo. Es la voz de un Dios que no se cansa de reunir, de reinar, de purificar.
En un mundo de muros, banderas y corazones divididos, la Palabra nos llama a dejar que Dios nos recoja, nos una y nos limpie. Porque solo cuando Él reina en nosotros, dejamos de ser fragmentos rotos y comenzamos a ser pueblo, cuerpo, templo, familia.
“Ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios.”
¿Qué más podríamos desear?




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