LA PREGUNTA QUE REVELA EL CORAZON
- estradasilvaj
- 4 may
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En el Evangelio según san Juan, capítulo 6, nos encontramos con una escena aparentemente sencilla, pero que encierra una profundidad espiritual desconcertante. Tras el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús cruza el mar, y la multitud que lo había seguido se da cuenta de que ya no está allí. Lo buscan, lo encuentran en la sinagoga de Cafarnaún y le preguntan:
«Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» (Jn 6,25).
Es una pregunta cargada de una aparente ingenuidad, pero que encubre una inquietud mucho más profunda: ¿Dónde está Dios cuando no lo vemos? ¿Por qué se aleja cuando creemos haberlo entendido? ¿Por qué lo buscamos, y qué estamos esperando recibir?
La respuesta de Jesús no es lo que ellos —ni nosotros— esperaban:
«En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros».
Este breve diálogo desencadena una enseñanza poderosa sobre la autenticidad de la fe, la diferencia entre lo visible y lo eterno, y la verdadera obra que agrada a Dios.
La escena se desarrolla después del milagro de los panes y los peces (Jn 6,1-15), un signo que causó gran asombro entre la gente. Jesús, al darse cuenta de que querían hacerlo rey a la fuerza, se retira solo al monte. Sus discípulos, mientras tanto, cruzan el lago. Jesús aparece caminando sobre las aguas y llega con ellos al otro lado. La gente, al notar su ausencia, lo busca.
El interrogante que le hacen —«¿cuándo has venido aquí?»— puede parecer trivial. Pero en realidad es revelador: ellos no entienden su modo de actuar. Jesús no responde a sus expectativas. Lo buscan con los ojos de la carne, pero no con el hambre del alma. Y entonces Él desvela la intención oculta:
“Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”.
Aquí hay una clave espiritual crucial. Jesús distingue entre dos tipos de búsqueda:
-La búsqueda superficial: motivada por lo que obtenemos —pan, seguridad, milagros—.
-La búsqueda profunda: motivada por la revelación de quién es Él, el Enviado de Dios.
Jesús no condena la necesidad humana de comer. Él mismo alimentó a la multitud. Pero denuncia la actitud de quienes se aferran a los beneficios sin querer comprender el signo. En otras palabras: desean los dones, pero no al Dador.
El milagro de la multiplicación del pan no era un simple acto de caridad alimentaria. Era un signo. En el Evangelio de Juan, los milagros no son llamados “milagros” sino “signos”, porque apuntan más allá de sí mismos. Son gestos que revelan la identidad de Jesús.
Así como el maná en el desierto apuntaba a la fidelidad de Dios, este nuevo pan apunta al verdadero Pan de Vida, que es Cristo mismo. Pero la multitud no entendió el signo, porque solo se quedó en la satisfacción material.
Este punto interpela fuertemente al cristiano de hoy: ¿estamos buscando a Dios como un proveedor de soluciones, o como el Señor de nuestra vida? ¿Nos quedamos en los beneficios, o entramos en el misterio?
Aquí, Jesús cambia radicalmente el enfoque de la conversación:
“Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna”.
La palabra “trabajad” alude a un esfuerzo sostenido, a un compromiso activo. Jesús está hablando de una reorientación del deseo humano. No basta con desear cosas buenas; hay que orientar la vida hacia lo que realmente permanece.
El contraste es brutal: el alimento que perece (lo material, lo inmediato, lo que nos da seguridad temporal), y el alimento que perdura (la comunión con Dios, la vida eterna, la fe). En un mundo que nos empuja a satisfacer cada deseo al instante, esta exhortación es profundamente contracultural.
¿Qué es ese alimento que no perece? Jesús lo revela:
“…el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”.
Cristo mismo es el pan que da la vida. Él es el don de Dios, sellado (un término legal que indica autenticación). Solo Él puede saciar el hambre de eternidad que llevamos dentro. Lo que el maná fue para los israelitas en el desierto, lo es Cristo para nosotros: el Pan bajado del cielo.
Esta pregunta revela otra tensión espiritual presente en todos los tiempos: el deseo de “hacer” para agradar a Dios. Hay una inclinación humana a pensar que la salvación se gana a través del cumplimiento de obras, normas o prácticas religiosas. El pueblo pregunta con buena intención, pero desde una lógica de méritos:
“¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?”
Jesús da una respuesta que desarma todo esquema legalista:
“La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado”.
Aquí se nos ofrece una revolución espiritual. No se trata de acumular obras, sino de abrazar la fe en Jesús. No es el activismo religioso lo que salva, sino la relación viva con el Enviado del Padre.
La fe no es un esfuerzo intelectual, ni una emoción pasajera. Es un acto existencial de adhesión, de entrega, de confianza total. Es vivir en Él, dejar que Él viva en nosotros. En palabras de san Pablo:
“Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Este breve diálogo, si lo leemos con detenimiento, nos deja tres claves fundamentales para el crecimiento espiritual:
1. Discernir la intención de nuestra búsqueda.
¿Buscamos a Jesús como una respuesta a nuestras necesidades, o como el Señor de nuestra vida? ¿Lo seguimos por lo que da, o por lo que es?
La auténtica fe comienza cuando dejamos de tratar a Dios como un “medio para” alcanzar nuestras metas, y lo reconocemos como el fin último.
2. Revisar el alimento que consumimos.
Hoy más que nunca, vivimos saturados de "alimentos que perecen": noticias instantáneas, placeres efímeros, reconocimiento social, entretenimiento vacío. Jesús nos llama a trabajar —es decir, a orientar nuestros esfuerzos— hacia un alimento diferente: la Palabra, la oración, los sacramentos, la caridad. Cosas que no pasan de moda, ni caducan, ni se agotan.
3. Replantear nuestras “obras”.
Muchos cristianos sinceros viven con el peso de “hacer” muchas cosas para Dios. Jesús nos simplifica el camino: la obra fundamental es creer. Esa fe, si es auténtica, se traducirá naturalmente en obras. Pero el centro es creer, confiar, abandonarse.
Como escribió santa Teresa de Lisieux:
“La santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en confiar en Dios hasta en lo más ordinario”.
.A la luz de este pasaje, ¿cómo podemos encarnar su mensaje en nuestra vida cotidiana? Aquí algunas enseñanzas concretas:
1. Hazte la pregunta que Jesús respondería.
Cada vez que busques a Dios, pregúntate: ¿Lo estoy buscando porque quiero algo, o porque quiero a Alguien? No es malo pedir. Jesús mismo enseñó a hacerlo. Pero la madurez espiritual empieza cuando oramos no solo para pedir, sino para estar.
2. Aliméntate cada día de lo que no perece.
Haz un pequeño “ayuno espiritual” de todo aquello que llena, pero no alimenta: redes sociales, ansiedad por el éxito, comparaciones, distracciones. Dedica 15 minutos diarios a leer el Evangelio, contemplar en silencio, o agradecer.
3. Cree en medio de la oscuridad.
La fe verdadera no es la que aparece cuando todo es claro, sino la que permanece cuando no vemos. Cree incluso cuando Jesús “ha cruzado al otro lado”, cuando no entiendes sus caminos, cuando no responde como esperas. Allí es donde tu fe se convierte en luz.
4. Transforma tus obras desde la fe.
No hagas cosas “para ganar puntos con Dios”. Hazlas porque crees. Que tu servicio, tu oración, tu esfuerzo cotidiano broten de una relación, no de una transacción. Cuando la fe es el motor, el resultado es la alegría de saberse hijo, no esclavo.
5. Busca los signos, no solo los panes.
Detente en tu día a día a contemplar los signos de la presencia de Dios: una palabra que te consuela, una situación que se abre, una persona que aparece. No todo milagro es espectacular. A veces el mayor signo es una paz inexplicable en medio del caos.
VIII. Conclusión: La fe que sacia.
Jesús no responde a la pregunta inicial: “¿cuándo has venido aquí?” No porque no quiera, sino porque la verdadera respuesta no es cronológica, sino espiritual. Él viene siempre que lo buscamos con un corazón sincero. Él se da como Pan vivo cada vez que renunciamos a lo superficial y abrazamos lo eterno.
Este pasaje nos recuerda que Jesús no quiere simplemente que lo sigamos. Quiere que creamos. Que comamos de Él. Que vivamos en Él. Solo entonces el hambre profunda del corazón humano será saciada. No con pan que perece, sino con un amor que nunca se acaba.




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