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LA MENTE CRIMINAL

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 6 Min. de lectura

La humanidad siempre se ha preguntado qué lleva a un ser humano —dotado de razón, afecto y sentido moral— a cruzar el umbral del crimen. ¿Por qué algunos hombres cometen actos de violencia extrema, delinquen o asesinan, mientras otros, expuestos a las mismas condiciones, eligen caminos distintos?

Las neurociencias han demostrado que ciertas áreas del cerebro están asociadas al autocontrol, la empatía y la regulación emocional. El lóbulo prefrontal, en particular, actúa como una especie de "director ejecutivo" que ayuda a tomar decisiones racionales y morales. Cuando esta zona presenta una actividad reducida o anomalías estructurales, la persona puede mostrar una tendencia marcada a la impulsividad y a una falta de remordimiento.

Según el Dr. Adrian Raine, profesor de Criminología en la Universidad de Pensilvania y pionero en el estudio del cerebro criminal, los asesinos tienen una actividad reducida en el lóbulo prefrontal y una amígdala hiperactiva. La amígdala, relacionada con el procesamiento del miedo y la agresión, al estar hiperactiva sin la moderación del lóbulo prefrontal, puede desencadenar actos violentos impulsivos.

"Estamos hablando de cerebros que, literalmente, funcionan de forma diferente", sostiene Raine en su libro The Anatomy of Violence (2013).

También se ha observado que quienes sufren traumas cerebrales durante la infancia o adolescencia pueden presentar cambios en la conducta, especialmente si la lesión afecta áreas frontales o temporales del cerebro.

Aunque no existe un "gen del crimen", sí hay evidencia de que ciertos marcadores genéticos pueden incrementar la probabilidad de comportamientos violentos. Un ejemplo es la variante MAOA-L, apodada el "gen guerrero", que afecta la degradación de neurotransmisores como la dopamina y la serotonina. Individuos con esta variante genética, especialmente si han sufrido abusos en la infancia, muestran una mayor predisposición a conductas agresivas y antisociales.

La psiquiatra Danielle Posthuma, de la Universidad Libre de Ámsterdam, advierte:

"La genética puede predisponer, pero no predestina. La interacción con el ambiente es determinante."

Esto subraya la importancia de comprender la genética como un terreno de vulnerabilidad y no como una condena inevitable. Muchos hombres con predisposición genética no se convierten en criminales si se desarrollan en entornos saludables.

Uno de los factores más contundentes en la explicación del crimen violento es la existencia de trastornos de la personalidad antisocial. La psicopatía, en particular, representa un perfil clínico que combina egocentrismo, manipulación, impulsividad y una asombrosa ausencia de empatía.

El psicólogo canadiense Dr. Robert Hare, creador de la PCL-R (Escala de Evaluación de Psicopatía), sostiene que los psicópatas representan aproximadamente el 1% de la población general, pero cometen una proporción significativamente mayor de crímenes graves y reinciden con más frecuencia.

“No todos los psicópatas son criminales, pero muchos criminales son psicópatas”, afirma Hare.

El psicópata no siente culpa ni remordimiento, y sus crímenes pueden ser fríamente planificados. Por otro lado, el sociópata, que también pertenece al espectro del trastorno antisocial, suele actuar de forma más impulsiva y reactiva.

John Bowlby, pionero de la teoría del apego, argumentó que las relaciones afectivas tempranas configuran la base del desarrollo emocional. Niños que crecen en entornos caóticos, con padres negligentes o abusivos, pueden desarrollar estilos de apego inseguros o desorganizados.

Mary Main, discípula de Bowlby, descubrió que estos patrones de apego desorganizado están asociados con una mayor tendencia al comportamiento desregulado, incluyendo conductas criminales en la adultez. La incapacidad para regular emociones, establecer relaciones de confianza y manejar la frustración puede traducirse en agresión o delincuencia.

La exposición constante a la violencia normaliza el uso de la agresión como medio de resolución de conflictos. James Gilligan, psiquiatra que trabajó con criminales violentos en cárceles de EE.UU., afirmó:

“La violencia es el resultado de la vergüenza crónica, la humillación y la desesperación. Los hombres matan porque han perdido toda forma simbólica de autoestima”.

Cuando un niño crece en un entorno donde la ley del más fuerte rige, y donde el crimen ofrece poder y respeto, difícilmente encontrará alternativas más saludables. La pobreza, la marginalidad y la falta de oportunidades son ingredientes explosivos cuando se combinan con un entorno familiar violento.

La educación tiene un papel protector. Sin embargo, en zonas de exclusión social, la escuela no siempre representa una alternativa real. Muchos jóvenes abandonan el sistema escolar para integrarse en economías informales o redes criminales. Según datos del National Institute of Justice (EE.UU.), más del 70% de los jóvenes encarcelados provienen de familias desestructuradas, con figuras parentales ausentes o abusivas.

Vicente Garrido, criminólogo español, sostiene:

"No se trata de justificar el crimen, sino de entender que nadie nace asesino: se forma lentamente, a través de una cadena de carencias."

La cultura juega un rol importante. En muchos contextos, la masculinidad se construye a partir de la fuerza, la dominación y la capacidad de imponer miedo. Esta forma de masculinidad tóxica lleva a muchos hombres a reprimir emociones, evitar la vulnerabilidad y recurrir a la violencia para validarse.

El psicólogo Michael Kimmel, en su libro Guyland, sostiene que la presión por demostrar masculinidad empuja a muchos jóvenes a conductas de riesgo. En ausencia de modelos masculinos positivos, los adolescentes aprenden que ser hombre implica dominar y nunca mostrar debilidad.

"La masculinidad mal enseñada puede volverse una cárcel: una presión que empuja a los más inseguros a cometer actos extremos para demostrar que son 'hombres de verdad'."

Esta dinámica es particularmente visible en crímenes sexuales, violencia de género y crímenes de honor, donde el cuerpo de la mujer se convierte en el campo de batalla del ego masculino.

Muchos criminales fueron primero víctimas. El trauma infantil —abuso físico, sexual, negligencia o violencia doméstica— altera profundamente la arquitectura cerebral y el desarrollo psicoemocional.

El Dr. Bessel van der Kolk, autor del influyente libro The Body Keeps the Score, afirma que el trauma no resuelto se almacena en el cuerpo y en el sistema nervioso, condicionando las respuestas del individuo ante el estrés, la frustración o el rechazo.

“El cuerpo y el cerebro de los niños traumatizados registran la violencia como una forma de vida. No conocen otra cosa.”

En muchos casos, la agresividad no es maldad, sino un mecanismo de defensa distorsionado. No se trata de justificar, sino de entender que si el trauma no se trata, tiende a repetirse.

El consumo de drogas y alcohol está presente en un alto porcentaje de crímenes. Estas sustancias disminuyen la capacidad de juicio, aumentan la impulsividad y desinhiben la agresividad.

El psiquiatra español Enrique Rojas sostiene:

“La adicción no es solo una enfermedad del deseo; es un catalizador del crimen cuando borra los frenos internos que nos impiden hacer daño.”

En contextos de exclusión, las drogas cumplen funciones compensatorias: alivian el dolor, generan pertenencia y permiten transgredir sin culpa. Pero también destruyen los últimos frenos morales.

No todos los criminales son producto del trauma. Algunos se integran al crimen por cálculo y ambición. El crimen organizado funciona como un sistema paralelo donde se invierten los valores: matar no es delito, sino mérito.

La socióloga Misha Glenny, en su obra McMafia, explica cómo los grupos criminales ofrecen identidad, propósito y seguridad económica a jóvenes sin opciones. Son estructuras jerárquicas con códigos internos, rituales de iniciación y recompensas.

En estos contextos, el criminal no es impulsivo ni descontrolado, sino racional, estratégico y, a veces, carismático. Se convierte en un "empresario del mal".

La evidencia científica es clara: nadie nace asesino, pero algunos nacen con mayor vulnerabilidad a serlo. El crimen es la expresión final de múltiples fracturas acumuladas: biológicas, emocionales, sociales, culturales y morales. Comprender su origen no equivale a justificar, pero sí a prevenir.

Una sociedad verdaderamente humana no se limita a castigar, sino que trabaja por sanar. Prevenir el crimen exige inversión en salud mental, educación, inclusión social y modelos afectivos sanos.

¿Qué podemos hacer?

-Invertir en la infancia: la prevención comienza en el hogar, con apego seguro, nutrición, cuidado emocional y límites claros.

-Tratar el trauma: ofrecer terapias accesibles a víctimas y agresores para interrumpir la cadena de repetición.

-Redefinir la masculinidad: promover modelos de masculinidad emocionalmente sanos, empáticos y responsables.

-Combatir la pobreza estructural: ofrecer oportunidades reales y dignas a quienes viven en la marginación.

-Rehabilitar con dignidad: transformar las cárceles en espacios de recuperación, no de castigo y degradación.

El crimen es un síntoma. Si solo tratamos el síntoma, seguirá reapareciendo. Pero si atendemos las raíces, quizá logremos que menos hombres crucen el umbral de la oscuridad.

_____________________________

Raine, A. (2013). The Anatomy of Violence: The Biological Roots of Crime. Pantheon Books.

Hare, R. D. (1999). Without Conscience: The Disturbing World of the Psychopaths Among Us. The Guilford Press.

Bowlby, J. (1969). Attachment and Loss. Basic Books.

Van der Kolk, B. (2014). The Body Keeps the Score: Brain, Mind, and Body in the Healing of Trauma. Viking.

Gilligan, J. (1996). Violence: Reflections on a National Epidemic. Vintage Books.

Glenny, M. (2008). McMafia: A Journey Through the Global Criminal Underworld. Vintage.

Kimmel, M. (2008). Guyland: The Perilous World Where Boys Become Men. Harper.

Garrido, V. (2006). El psicópata: Un camaleón en la sociedad actual. Ariel.

Posthuma, D. et al. (2005). Genetic and environmental influences on brain structure. Neuroscience & Biobehavioral Reviews.

Rojas, E. (2009). Remedios para el desamor. Planeta.

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