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LA LUZ SIGUE BRILLANDO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

n todo el vasto océano de la Escritura, hay pasajes que resplandecen como faros inextinguibles. Juan 3,16-21 es uno de ellos. Este texto no es simplemente una joya literaria del evangelio, sino el corazón palpitante de la fe cristiana. Allí se condensa la razón de la encarnación, el propósito de la redención y la esperanza de la humanidad. Es un mensaje eterno que, al igual que la luz, nunca deja de alumbrar incluso en medio de las noches más oscuras.

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Este versículo ha sido llamado por muchos “el evangelio en miniatura”, pero en realidad es un resumen de toda la historia de salvación, un compendio de gracia, un estallido de amor divino hacia una humanidad muchas veces indiferente, perdida, o rebelde.

El verbo amar en griego es agapáō, un amor que no depende del mérito del amado sino de la generosidad del que ama. No es amor porque el mundo sea hermoso, sino porque Dios es amor (1 Jn 4,8). En el contexto del Evangelio de Juan, el “mundo” (kósmos) representa la humanidad en su conjunto, a menudo en su estado de oposición a Dios. Y sin embargo, ¡es a este mundo rebelde al que Dios ama!

Ese amor no es teórico ni sentimental. Se concreta en una entrega: “entregó a su Hijo único”. Aquí se manifiesta la dimensión sacrificial del amor de Dios. No se trata de un gesto romántico, sino de una decisión trágicamente hermosa: dar lo más preciado por quienes lo habían rechazado. El “dar” a su Hijo no es solo el envío al mundo, sino también su entrega en la cruz. Como diría san Pablo:

«Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8).

Este versículo también destruye la imagen de un Dios castigador. No es el Padre quien desea condenar, sino salvar. Es el mundo el que, muchas veces, se encierra voluntariamente en su oscuridad. Dios no ama desde lejos. Se involucra, se encarna, se humilla… y se deja crucificar.

El amor de Dios se ofrece a todos, pero no se impone a nadie. La salvación es un don, pero requiere una apertura: la fe. Esta fe no es un mero asentimiento intelectual, sino un acto de confianza, de adhesión, de entrega. Creer en el Hijo es entrar en una relación transformadora con Él.

La fe auténtica implica un movimiento de todo el ser hacia Cristo. No se trata de creer “que” existe, sino de creer “en” Él, como quien se lanza en brazos de alguien confiable. En griego, el verbo pisteúō indica una entrega personal. Quien cree, se pone en camino, comienza una vida nueva.

El texto no dice que los que no creen serán castigados, sino que ya están condenados (Jn 3,18). ¿Cómo es posible esto? Porque quien rechaza a Cristo está rechazando la vida, la verdad, la luz. No es una condena impuesta desde fuera, sino una consecuencia interna. Quien se aparta del sol, no puede evitar las sombras. El rechazo de la fe es, en última instancia, un rechazo del amor.

Cristo no vino al mundo como juez en su primera venida, sino como Salvador. Esta afirmación desmantela toda teología del miedo. Jesús no es un fiscal que busca culpables, sino un médico que busca sanar. Su misión es la de atraer, curar, redimir.

«El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Mc 2,17).

Esta perspectiva debe transformar profundamente nuestra imagen de Dios y nuestra predicación. Si anunciamos un Cristo amenazante, estamos falsificando el Evangelio. El Jesús de Juan 3,17 es el que llora por Jerusalén, el que perdona al ladrón en la cruz, el que carga con nuestros pecados. No vino con una espada de juicio, sino con una cruz de amor.

Aquí entra en juego uno de los temas preferidos del evangelista Juan: la luz. Jesús es la luz que vino al mundo, pero “los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (Jn 3,19). El amor a la oscuridad no es ignorancia, sino una elección. Hay un misterioso drama en el corazón humano: muchas veces, preferimos el pecado porque la luz nos revela lo que no queremos ver.

La luz no solo ilumina: también revela, desnuda, incomoda. Por eso muchos la evitan.

«Todo aquel que obra el mal aborrece la luz y no se acerca a ella, para que no se descubran sus obras» (Jn 3,20).

El rechazo de Cristo no siempre es teórico. A menudo es existencial. Se rechaza a Jesús porque su palabra exige conversión. Porque mirar la cruz nos confronta con nuestra soberbia, nuestro egoísmo, nuestra pereza espiritual. La luz no juzga con palabras: juzga simplemente por su presencia. Pero a quien la acoge, le concede la libertad.

5. Obrar en la verdad: vida en la luz

Frente a quienes huyen de la luz, están los que “obran la verdad”. Esta hermosa expresión implica coherencia, integridad, sinceridad de vida. No basta con profesar una fe; hay que vivirla. La verdad no es solo algo que se cree: es algo que se hace.

«Pero el que obra conforme a la verdad viene a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,21).

Vivir en la luz significa abrirse a una vida transparente, guiada por la gracia. Es una existencia sin máscaras, sin dobles intenciones, sin hipocresía. Quien vive en la luz no tiene miedo de ser examinado, porque sabe que sus obras brotan de Dios. Esta es la vocación cristiana: ser hijos de la luz (Ef 5,8), reflejar la luz de Cristo en medio de las tinieblas del mundo (Mt 5,14-16).

Este pasaje nos deja desafíos profundos y actuales:

+ Volver a la fuente del amor.

La raíz de la vida cristiana es saberse amado por Dios. Todo comienza allí. Antes de cualquier moral, hay una certeza: soy amado, gratuitamente, sin merecerlo. Este amor nos sana, nos reconstituye, nos lanza hacia los demás. Nadie que se sepa amado puede vivir encerrado en sí mismo.

+ Aceptar la salvación, no como recompensa, sino como don.

La fe no es una moneda de cambio. No creemos para ganar algo, sino porque hemos sido alcanzados por la luz. Nuestra tarea no es salvarnos a nosotros mismos, sino abrirnos al que ya nos salvó.

+ Romper con las tinieblas interiores.

Todos llevamos zonas de sombra: resentimientos, pecados, miedos, apegos. Jesús no vino a condenarnos por ellos, sino a iluminarlos. Pero la luz exige coraje: mirar dentro de uno mismo, dejarse transformar, confesar, sanar.

+ Dar testimonio con obras que nacen de Dios.

La fe no se prueba por los discursos, sino por el fruto. Quien ha recibido la luz, debe ser luz. En un mundo plagado de oscuridades —odio, mentira, indiferencia— estamos llamados a irradiar verdad, justicia, misericordia. Como dice san Francisco de Asís: “Prediquen el Evangelio en todo momento, y si es necesario, usen palabras.”

+ Anunciar un Dios que salva, no que condena.

Nuestro mundo necesita escuchar esta Buena Noticia: Dios no te quiere castigar, ¡te quiere abrazar! No te persigue con furia, sino con ternura. No se complace en tus caídas, sino que celebra tu regreso.

«No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Lc 5,32).

Juan 3,16-21 es mucho más que un versículo famoso. Es un manifiesto del amor de Dios. Es la carta de un Padre a sus hijos. Es el anuncio de una salvación que no se compra, sino que se recibe. Es una llamada a salir de las sombras, a abrazar la luz, a vivir con propósito.

Y sobre todo, es una promesa:

«La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido» (Jn 1,5).

¿Lo dejamos entrar? ¿O seguiremos escondidos entre nuestras sombras?

La decisión está en nuestras manos.

Pero la Luz… ya ha venido. Y no dejará de alumbrar.

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