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LA HUMANIDAD DEL ENEMIGO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 13 may
  • 4 Min. de lectura

En cualquier choque, lo primero es recordar que tras el rostro opuesto hay un ser humano con temores, heridas y anhelos. Jesús no amó a “los buenos” por ser buenos, sino a quienes lo rodeaban con todas sus fallas (Jn 15,13). Ante el manifestante que vocifera, el político adversario o el familiar que ofende, podemos detenernos un instante y preguntarnos:

¿Qué dolor lo mueve?

¿Qué verdad, aunque parcial, contiene su posición?

Ese gesto de atención rompe el hielo del odio y planta la semilla del diálogo. Sí: puede sonar ingenuo, pero el primer paso de la paz suele ser un hábito tan simple como “mirar al otro a los ojos”.

Vivimos en la era del “scroll infinito”: pulsamos “me gusta” antes de comprender, compartimos antes de escuchar. El amor cristiano nos reclama una pausa radical: escuchar de veras a quien piensa distinto. Eso implica:

-Silenciar el teléfono (al menos mentalmente).

-No preparar la réplica mientras el otro habla.

-Formular preguntas honestas: “¿Qué te lleva a sentirte así?”

Cuando Jesús conversó con la samaritana en el pozo (Jn 4), empezó escuchando. Un corazón que escucha es un corazón que ama y, curiosamente, un corazón que suele ser escuchado.

Entre el filo de la agresión y la blandura de la pasividad, el lenguaje cristiano busca ser preciso y compasivo. San Pablo aconseja: “Que vuestra palabra sea siempre con gracia, sazonada con sal” (Col 4,6). Así:

-Evitar el insulto: erosiona al otro y al que lo lanza.

-No edulcorar la verdad: el amor es firmeza, no ambigüedad.

-Buscar reconciliación, no victoria: la meta no es “ganar el debate”, sino restaurar la comunión.

Un comentario ofensivo deja cicatrices; una palabra de ternura puede abrir un corazón cerrado.

En contextos de violencia política o familiar, el perdón parece un anzuelo oxidado. Pero es la única arma que desmonta la lógica de la venganza. Enseña Jesús: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Esto no significa olvidar ni trivializar el daño, sino:

-Reconocer la herida. Admitir el dolor real.

-Soltar la ira. No cargarle a tu prójimo una mochila emocional eterna.

-Abrir una puerta a la sanación. El perdón es semilla de paz; a veces germina rápido, otras veces tarda años, pero nunca es estéril.

El amor cristiano florece en comunidad. Frente a conflictos locales o globales, no basta la heroicidad individual: necesitamos redes de acompañamiento. Algunas claves:

-Grupos de diálogo intergeneracionales y/o interconfesionales.

-Proyectos solidarios que nos unan trabajando codo a codo por un bien común.

-Oración compartida, donde hombres y mujeres de diferentes historias unan sus voces pidiendo luz para el conflicto.

Jesús envió a los Doce de dos en dos (Mc 6,7). No porque hicieran turismo misionero, sino para sostenerse mutuamente en las crisis.

La no violencia no es pasividad: es actividad sabia. Desde Martin Luther King hasta Laudato si’, la tradición cristiana nos recuerda que hay mil formas creativas de resistir el mal sin reproducirlo. Ejemplos:

+Marchas pacíficas que iluminan al agresor con la fuerza ética de la masa serena.

+Desobediencia civil cuando las leyes son inmorales, acompañada de plena disposición a asumir consecuencias.

+Boicot o consumo responsable para desarticular estructuras de violencia económica o ecológica.

Es el “poder blando” que Isaías imaginó: “Convertid vuestra espada en rejas de arado” (Is 2,4).

En un mundo hiperconectado, la guerra de Ucrania o el conflicto de Gaza no son “problemas de otros”: son crisis de la humanidad entera. El amor cristiano nos impulsa a:

-Informarnos bien, huyendo de bulos y narrativas maniqueas.

-Orar y ayunar por quienes sufren lejos de nuestro horizonte inmediato.

-Apoyar proyectos humanitarios que atiendan víctimas de todos los bandos.

-Sensibilizar nuestras redes: compartir testimonios, datos rigurosos y voces de paz.

Así ejercitamos la fraternidad universal, esa que no entiende de pasaportes.

El amor cristiano no es ingenuo; está cimentado en la resurrección, donde la última palabra la tiene la vida, no la muerte. En tiempos de desesperanza:

Recordar acontecimientos históricos donde el diálogo y la misericordia vencieron guerras fratricidas (p.ej., Sudáfrica post-apartheid).

Reconocer pequeños avances cotidianos: un gesto de rehabilitación en un penal, un programa de reinserción de excombatientes, un niño que estudia en lugar de portar un fusil.

Enraizarse en la certeza de que el Espíritu acompaña a los que sueñan la paz.

Aplicar el amor cristiano en medio del fuego cruzado no es un ideal romántico, sino un compromiso radical. Es resistencia frente al cinismo, hospital de la esperanza frente al abatimiento, “arquitectura de paz” frente al derrumbe. Cada palabra, cada silencio, cada gesto encarna la fuerza de un Evangelio que pelea contra la violencia a punta de misericordia.

Al final, ser cristiano en la grieta del conflicto significa convertirse en “hacedor de paz” (Mt 5,9), no con armas convencionales, sino con esas balas de ternura, perdón y valentía que solo brotan del amor que permanece. Porque, como dijo Juan 15, quien en verdad ama, no vive ya para sí mismo, sino para el otro y para Aquel que nos amó primero.

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