LA FIDELIDAD DE DIOS
- estradasilvaj
- 29 abr
- 5 Min. de lectura
Génesis 17,7-8
"Mantendré mi alianza contigo y con tu descendencia en futuras generaciones, como alianza perpetua. Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros. Os daré a ti y a tu descendencia futura la tierra en que peregrinas, la tierra de Canaán, como posesión perpetua, y seré su Dios."
Dios no es un ser lejano ni un espectador indiferente de la historia humana. Desde los primeros capítulos del Génesis se nos revela como un Dios que busca relación, que toma la iniciativa, que llama al ser humano a entrar en alianza. En el capítulo 17 del libro del Génesis, esta verdad resplandece con una fuerza particular: el Dios eterno establece un pacto eterno con un hombre llamado Abram, al que transformará en Abraham, padre de una multitud.
Esta promesa, que parece localizada en el tiempo y el espacio, contiene en realidad una proyección universal y eterna. La alianza no es solo para Abraham, sino para sus descendientes en futuras generaciones. La tierra prometida no es solo Canaán, sino toda realidad donde Dios quiere reinar. El pacto no es solo un contrato, sino una relación de amor, marcada por la fidelidad divina y la respuesta humana.
La palabra “alianza” es clave en toda la Biblia. En hebreo, berit, significa literalmente “cortar una alianza”, lo cual recuerda los antiguos ritos en que dos partes se comprometían mediante sacrificios y señales. Pero lo impresionante de esta alianza es que es Dios quien la propone, la establece y la sostiene. Abraham no hace méritos para recibirla; simplemente cree y obedece (cf. Gn 15,6).
San Pablo, comentando este mismo pasaje, afirmará con fuerza: “No fue por la ley como Abraham y su descendencia recibieron la promesa de ser herederos del mundo, sino por la justicia de la fe” (Romanos 4,13). La alianza de Dios se basa en su amor gratuito, no en las obras humanas. Es un don.
Esta alianza es perpetua. No caduca, no se revoca, no depende de las modas del mundo ni de los errores del pueblo. Dios se compromete con toda su persona: “Seré tu Dios y el de tus descendientes”. Y este es el núcleo de toda fe: tener a Dios como Dios, dejar que Él sea el centro, el Señor, el que guía, provee y salva.
A menudo, espiritualizamos tanto la fe que olvidamos que Dios también se preocupa por nuestra vida concreta. La promesa a Abraham incluye una tierra: “Os daré la tierra en que peregrinas, la tierra de Canaán, como posesión perpetua”.
Esta tierra simboliza muchas cosas. Representa un hogar, una identidad, una estabilidad, una misión. Para los israelitas, Canaán era el lugar donde vivir la alianza, donde construir una sociedad según los mandamientos de Dios, donde hacer presente su gloria en medio de los pueblos.
Para nosotros hoy, la tierra prometida puede tener muchos rostros:
-La familia que construimos con amor.
-El corazón transformado por la gracia.
-La comunidad cristiana donde servimos.
-El cielo, meta última de nuestro caminar.
Lo importante es entender que Dios no solo promete cosas “espirituales”. Él quiere reinar en toda nuestra existencia, darnos paz, justicia, libertad. Jesús lo dirá así: “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10,10).
Uno de los aspectos más hermosos del texto de Génesis es su proyección hacia el futuro: “con tu descendencia en futuras generaciones”. Dios no piensa solo en individuos aislados, sino en linajes, en familias, en pueblos. Su alianza es familiar, comunitaria, histórica.
Esto nos interpela profundamente. ¿Qué fe estamos transmitiendo a nuestros hijos, a los jóvenes, a quienes vienen detrás de nosotros? La promesa de Dios no se agota en nuestra vida. Somos parte de una historia mayor.
En el Salmo 78 encontramos esta enseñanza:
“Lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a nuestros hijos. Lo contaremos a la próxima generación: las alabanzas del Señor, su poder, las maravillas que realizó” (Sal 78,3-4).
La fe se transmite por testimonio, por palabra viva, por ejemplo. No es herencia genética, sino don que se comunica. Y si nosotros hemos recibido esta fe de generaciones pasadas, también debemos pasarla con creatividad y pasión a quienes nos siguen.
Una de las mayores maravillas de la alianza divina es que Dios permanece fiel aunque nosotros no lo seamos. Lo afirma Pablo: “Si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2,13).
En la historia del pueblo de Israel, muchas veces se rompió la alianza. Hubo idolatría, rebeldía, injusticia. Pero Dios siempre buscó restaurarla. En el libro de Oseas, por ejemplo, se presenta a Dios como un esposo traicionado que busca reconciliarse con su esposa infiel. ¡Qué imagen tan fascinante!
Esto tiene un mensaje para nosotros hoy: nuestra infidelidad no cancela la fidelidad de Dios. Siempre podemos volver. Siempre podemos reiniciar. La alianza está viva, disponible, ofrecida.
En la cruz de Cristo, esta alianza se renueva de forma definitiva. Jesús mismo dice en la Última Cena: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lucas 22,20). Y con esa sangre se selló para siempre el amor de Dios por nosotros.
El texto de Génesis habla de “la tierra en que peregrinas”. ¡Qué hermosa expresión! Abraham no era un terrateniente poderoso ni un conquistador. Era un peregrino, alguien que camina, que confía, que espera.
Nosotros también somos peregrinos en esta vida. No tenemos ciudad permanente aquí. Como dice la carta a los Hebreos: “Confesaron que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11,13).
Pero no caminamos al azar. Tenemos una promesa. Y eso cambia todo. La promesa de una tierra, de una presencia, de un Dios que es fiel. Como dice san Pedro: “Según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2 Pedro 3,13).
Ser peregrinos con promesa es vivir con esperanza. Es saber que, aunque haya desiertos, no caminamos solos. Es confiar en que Dios cumple lo que promete, aunque a veces tarde más de lo que quisiéramos.
La reflexión sobre la alianza de Dios con Abraham no es solo un ejercicio teológico o literario. Tiene implicaciones muy concretas para nuestra vida:
a) Confía aunque no veas
Abraham creyó sin tener hijos, sin tierra, sin garantías humanas. Pero esperó contra toda esperanza (cf. Rm 4,18). La fe auténtica se prueba en la espera. Dios no se olvida. Dios actúa.
b) Forma parte de algo más grande que tú
Tu vida tiene sentido dentro de un plan mayor. La alianza de Dios te incluye, pero no gira solo en torno a ti. Eres parte de un pueblo, de una historia de salvación. ¡No camines solo!
c) Transmite la fe con pasión
No te guardes la fe como un tesoro escondido. Háblala, vívela, compártela. Sé parte del eslabón que une generaciones en el amor de Dios.
d) Vuelve si te has alejado
La alianza de Dios es firme. Si la rompiste, Él la quiere restaurar. Su misericordia es nueva cada mañana (cf. Lm 3,22-23). Solo necesitas volver con corazón sincero.
e) Vive con esperanza concreta
La tierra prometida no es una utopía irreal. Es tu vida llena de Dios. Es tu familia sanada. Es tu corazón transformado. Empieza a habitar esa tierra desde ahora.
La frase final del texto es la más breve y la más grandiosa: “Seré su Dios”. Esta es la promesa más grande, la más dulce, la más firme. No se trata solo de tierras, generaciones o méritos. Se trata de Dios mismo.
Tener a Dios como Dios, dejar que Él sea el centro de nuestra vida, confiar en su fidelidad, vivir como pueblo suyo, caminar en su promesa... Eso es vivir en alianza.
Y como dice Apocalipsis, en la plenitud de los tiempos se oirá esta voz poderosa:
“He aquí la morada de Dios entre los hombres. Él morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos” (Ap 21,3).
La alianza eterna no es solo un recuerdo. Es una realidad viva que se cumple en cada corazón creyente. Y tú, ¿estás viviendo como alguien que tiene un Dios que ha prometido serlo por siempre?




Comentarios