LA EUCARISTÍA: CORAZÓN DE LA FE
- estradasilvaj
- 29 abr
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"Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: 'Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía'. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: 'Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía'. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva." (1 Corintios 11:23-26)
El pasaje que san Pablo transmite a los corintios es más que una fórmula litúrgica: es el relato de un legado divino. Nos encontramos ante una escena cargada de peso espiritual, histórico y escatológico. La Última Cena no es un mero recuerdo piadoso; es una actualización mística del misterio central de la fe cristiana: la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús.
Desde el prisma de la tradición hebrea, las palabras "haced esto en memoria mía" resuenan con ecos del zikkaron (זִכָּרוֹן), una "memoria activa" que no se limita al recuerdo, sino que reactualiza los hechos salvadores de Dios en el presente. Y desde la teología católica, la Eucaristía se convierte en el "sacrificio perpetuo" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1323), memorial de la Pascua del Señor hasta su regreso glorioso.
Jesús celebra su Última Cena en el contexto de la Pascua judía (*Pésaj*), el recuerdo de la liberación de Egipto. En Éxodo 12, el cordero pascual es sacrificado y su sangre protege a los israelitas de la muerte. Esta tradición es clave para entender la profundidad de la Eucaristía.
En la tradición hebrea, zéjer li-yetsiat Mitsrayim ("en memoria de la salida de Egipto") no es un recuerdo distante. Según la Mishná (Pésajim 10:5), "En cada generación, cada persona debe considerarse como si ella misma hubiera salido de Egipto." De igual manera, el cristiano no solo recuerda la cruz; vive como si estuviera presente en ella.
En el contexto judío, el pan sin levadura (*matzá*) y el vino forman parte esencial del Séder. Pero Jesús eleva estos signos a una nueva realidad. No son solo símbolos de una historia pasada, sino presencia real de su cuerpo y sangre.
En hebreo, "cuerpo" es guf (גוּף) y "sangre" es dam (דָּם). Cuando Jesús dice: "Este es mi cuerpo... esta es mi sangre", está usando un lenguaje cargado de identidad. En la tradición bíblica, la sangre es la vida (Levítico 17:11). Así, compartir la sangre del Mesías es compartir su vida misma.
En el monte Sinaí, Moisés selló la antigua alianza con sangre (Éxodo 24:8). Jesús, al hablar del "cáliz de la nueva alianza en mi sangre", está proclamando un nuevo pacto, no escrito en piedra, sino inscrito en los corazones (Jeremías 31:31-33).
San Ireneo de Lyon dirá: "La Eucaristía es el resumen de nuestra fe". Y el Concilio de Trento defenderá la presencia real como "verdadera, real y substancial". No estamos ante un símbolo vacío, sino ante una actualización sacramental del sacrificio de Cristo.
Cuando Pablo afirma: "Proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva", une tres tiempos: el pasado (la cruz), el presente (la Eucaristía) y el futuro (la parusía).
La Eucaristía no es un banquete melancólico, sino una esperanza activa. Cada misa es un anticipo del banquete eterno (Apocalipsis 19:9), un pedazo del cielo insertado en el tiempo.
Pablo escribe estas palabras en medio de una corrección a los corintios por trivializar la cena del Señor. La Eucaristía no es un acto privado: es comunión con Cristo y con los hermanos. De ahí que la falta de caridad desvirtúe el sacramento (1 Cor 11:29).
San Juan Crisóstomo dirá: "¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo ves desnudo en los pobres". La comunión eucarística nos lanza a la comunión social y caritativa.
Los Padres de la Iglesia sostienen con firmeza la fe en la presencia real:
- San Ignacio de Antioquía (siglo I): "La Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo" (Carta a los Esmirniotas, 7:1).
- San Justino Mártir (siglo II): "Este alimento... es la carne y sangre de ese Jesús encarnado" (Apología, I, 66).
Desde los primeros siglos, la liturgia se estructura en torno a la fracción del pan y la oración eucarística. La Didaché ya en el siglo I menciona la acción de gracias sobre el cáliz y el pan como parte del culto cristiano.
Qué prácticas concretas podemos hacer:
1. Participación consciente y frecuente en la misa: No como obligación, sino como encuentro. Ir con el corazón preparado, meditar las lecturas, ofrecer nuestra vida con el pan y el vino.
2. Adoración eucarística* Pasar tiempo frente al Santísimo. Escuchar en el silencio la voz del que dijo: "Esto es mi cuerpo".
3. Examen de conciencia y confesión frecuente: San Pablo nos invita a no comulgar indignamente. La Eucaristía nos llama a la conversión constante.
4. Compromiso con los más necesitados: La comunión eucarística es inseparable de la comunión solidaria. Visitar, servir, dar tiempo, recursos, escucha.
5. Vivir en "memoria activa": Recordar a Cristo no como idea, sino como presencia viva que transforma cada acción. Que cada día sea vivido en memoria suya.
Jesús no nos dejó una estatua, ni un libro, ni una reliquia. Nos dejó una mesa y un pan partido. En esa fracción, su cuerpo nos une, nos alimenta y nos transforma.
Cada vez que celebramos la Eucaristía, el pasado se hace presente, y el cielo toca la tierra. No vamos a misa a recordar algo lejano: vamos a encontrarnos con el Viviente, que se da como alimento.
Y así, mientras comemos este pan y bebemos este cáliz, no solo anunciamos su muerte. Proclamamos que la vida ha vencido, y que Él volverá.




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