LA ESQUIZOFRENIA ESPIRITUAL
- estradasilvaj
- 29 abr
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Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que las iglesias se llenan los domingos, se multiplican los retiros espirituales, las procesiones son masivas, y las redes sociales están repletas de frases de Jesús sobre amor, paz y humildad. Pero, paradójicamente, esos mismos tiempos están manchados de corrupción institucional, guerras “justificadas”, manipulación mediática, explotación laboral, desigualdades obscenas, tráfico humano, y un largo etcétera que haría temblar al profeta Amós.
La pregunta que nos convoca hoy no es cómoda, pero es urgente: ¿cómo puede tanta gente que aparentemente cree en Jesús —y participa en ceremonias religiosas, misas, cultos y ritos— continuar promoviendo o permitiendo, directa o indirectamente, la esclavitud moderna, el engaño y el ultraje a los pueblos? ¿No es esto una especie de esquizofrenia espiritual?
Jesús dijo claramente: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16). Y no hablaba de frutos rituales ni de liturgias bien coreografiadas, sino de justicia, misericordia y fidelidad (Mt 23,23). Pero en muchos sectores del poder político, económico y hasta eclesial, lo que abunda son apariencias de piedad, pero negando su eficacia (2 Tim 3,5). Es como si el cristianismo hubiera sido domesticado para funcionar como etiqueta social, no como camino de transformación radical.
Los gobiernos mencionan a Dios en sus discursos. Los líderes juran sobre la Biblia. Algunas corporaciones financian templos… pero todo eso, sin una conversión del corazón, es marketing religioso. Jesús no vino a fundar una institución para lavar la conciencia de los poderosos, sino a instaurar el Reino de Dios: un orden nuevo donde los últimos son los primeros, y la verdad se impone sobre la hipocresía.
No hay que ser muy perspicaz para ver que el poder corrompe. Pero lo más preocupante es que el poder espiritual también puede ser seducido por los tentáculos del dominio político y económico. En muchos países, iglesias enteras han hecho pactos con gobiernos injustos a cambio de privilegios, subvenciones o impunidad. Y cuando la fe se vuelve cómplice del poder, se traiciona a sí misma.
Recordemos que Jesús fue tentado por Satanás con “todos los reinos del mundo y su gloria” (Mt 4,8). ¿Qué le ofrecía? El poder de controlar sin tener que pasar por la cruz. Hoy muchos siguen cayendo en esa trampa. Prefieren una fe cómoda, adaptada al sistema, que no cuestione la explotación ni la mentira. Una fe que no molesta, no incomoda, no denuncia. Pero esa no es la fe del Evangelio.
Isaías gritó: “¡Qué me importa la multitud de sus sacrificios!… Aprended a hacer el bien, buscad la justicia, enderezad al opresor” (Is 1,11.17). En otras palabras: si tus ceremonias no te mueven a luchar contra la injusticia, son humo. La verdadera adoración no se mide por la intensidad de la alabanza ni la belleza de la liturgia, sino por la transformación del corazón y el compromiso con el prójimo.
Hoy en día, muchas personas viven una religiosidad superficial, emocionalmente intensa pero éticamente vacía. Cantan a Jesús con lágrimas, pero luego tratan con desprecio a los pobres, al extranjero, al diferente. Esa contradicción es idolatría: adoran una imagen de Dios a su medida, pero no al Dios vivo que pide justicia, humildad y misericordia (Miq 6,8).
El gran drama de nuestro tiempo no es la falta de fe, sino el divorcio entre fe y vida. Mucha gente va a misa, reza el rosario, asiste al culto… pero su vida laboral, política, familiar y social sigue regida por la ley del más fuerte. Han privatizado la fe: es algo íntimo, personal, desconectado del mundo real. Es como si Dios habitara solo en los templos, pero no en los mercados, en los parlamentos ni en los barrios marginados.
Jesús, sin embargo, se metió en la vida. Tocó a los leprosos, lloró con las viudas, confrontó a los poderosos, defendió a los oprimidos. Su fe no era una doctrina abstracta, sino una praxis liberadora. Si queremos seguirlo de verdad, no basta con “creer en Jesús”: hay que vivir como Jesús.
Hay una diferencia entre ser cristiano y usar el cristianismo. Lo primero es una conversión de vida, lo segundo es una estrategia. Muchos políticos, empresarios y hasta influencers descubrieron que el discurso religioso tiene un alto retorno de inversión: da votos, seguidores, simpatía popular. Así, lo sagrado se convierte en espectáculo, y el nombre de Jesús en marca publicitaria.
¿Y qué dice la Escritura de esto? Que no se puede servir a dos señores (Mt 6,24). Cuando la fe se convierte en adorno del sistema injusto, deja de ser levadura y se vuelve decorado. Y lo más trágico es que muchos creyentes sinceros se dejan engañar por estas apariencias: aplauden a líderes que citan la Biblia, aunque sus decisiones pisoteen la dignidad humana.
Pablo lo advirtió: “Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina... se rodearán de maestros que les digan lo que quieren oír” (2 Tim 4,3). Y aquí estamos: llenos de predicadores que suavizan el Evangelio, lo adaptan a los intereses del momento, y callan ante la injusticia para no perder likes ni diezmos.
Uno puede asistir a mil ceremonias religiosas y seguir siendo el mismo. ¿Por qué? Porque el culto sin conversión no cambia nada. La liturgia más solemne, la predicación más emotiva, el rito más antiguo… son inútiles si no pasan por el corazón y lo reordenan. Jesús no fundó una religión de ritos, sino un movimiento de transformación interior que desemboca en acción.
Cuando un gobernante, empresario o militar dice creer en Jesús pero promueve leyes injustas, encubre corrupción, explota trabajadores o desprecia al pobre, está evidenciando que su “fe” no ha tocado su alma. Lo suyo es una fe domesticada, superficial, decorativa. En palabras de Santiago: “Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. También los demonios lo creen… y tiemblan” (St 2,19).
El cristiano verdadero se reconoce no por lo que dice, sino por lo que hace: “La religión pura y sin mácula delante de Dios consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (St 1,27). ¿Cuántos de los que se golpean el pecho en el templo, luego pisan a los débiles con sus decisiones?
Hay una tentación recurrente: pensar que el poder en sí mismo corrompe. Pero muchas veces lo que hace es revelar lo que ya estaba oculto en el corazón. Cuando alguien llega a una posición de influencia y comienza a actuar con prepotencia, injusticia o crueldad, no es que el poder lo transformó: es que el poder le quitó el disfraz.
Esto nos lleva a una pregunta clave: ¿cómo se está formando el corazón de los creyentes de hoy? ¿Qué tipo de Evangelio estamos predicando en nuestras iglesias? ¿Uno que invita al seguimiento radical de Cristo, o uno que simplemente promete éxito, bendiciones materiales y una vida “confortablemente cristiana”?
Porque si el Evangelio que predicamos no tiene la fuerza para cambiar vidas, entonces no es el Evangelio de Jesús. Es una caricatura: un placebo espiritual que entretiene pero no transforma. Jesús no llamó a sus discípulos a “sentirse bien” sino a “tomar la cruz y seguirlo” (Lc 9,23). Y eso implica confrontar al mundo, no adaptarse a él.
Sí, es cómodo decir que uno es cristiano. Es cómodo asistir a una celebración, cantar un par de canciones, y luego volver a la rutina sin cuestionarse nada. Pero el Evangelio no fue diseñado para darnos comodidad, sino para despertarnos. Y a veces, ese despertar duele.
Muchos creen que basta con no hacer mal a nadie. Pero Jesús no dijo: “No molesten”, sino: “Amen hasta dar la vida” (Jn 15,13). No dijo: “Sean neutrales”, sino: “Sean sal y luz” (Mt 5,13-14). No dijo: “Sigan la corriente”, sino: “Entren por la puerta estrecha” (Mt 7,13). Si tu cristianismo no te incomoda, quizás no sea cristianismo, sino autoayuda con incienso.
Martin Luther King lo expresó sin rodeos: “No me preocupa tanto la maldad de los malos como el silencio de los buenos.” Y ese silencio es uno de los grandes pecados del cristianismo contemporáneo. Ante la injusticia, ante el sufrimiento de pueblos enteros, ante las guerras absurdas, muchos creyentes optan por callar. “No me meto en política”, dicen. Pero Jesús se metió. Y por eso lo mataron.
Ser discípulo de Cristo implica levantar la voz, denunciar el pecado estructural, tomar partido por los pobres, los migrantes, las víctimas del sistema. No es “hacer política partidista”, es vivir el Evangelio con coherencia. Jesús dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí… me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos” (Lc 4,18). ¿Dónde están hoy los cristianos que asumen esa misión?
En tiempos bíblicos, cuando el pueblo se desviaba, Dios no enviaba influencers ni celebridades religiosas: enviaba profetas. Hombres y mujeres de fuego, con el corazón incendiado por la Palabra, que no temían hablar claro aunque eso les costara todo. Amós denunció a los ricos que oprimían a los pobres mientras cantaban salmos (Am 5,21-24). Isaías gritó contra el culto vacío: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13). Jeremías lloró por la idolatría del poder. Y Jesús, el profeta definitivo, fue crucificado por enfrentarse a la hipocresía religiosa y al sistema político.
¿Dónde están hoy esos profetas? No los que hacen shows ni reparten promesas mágicas, sino los que están dispuestos a ser incómodos, perseguidos, rechazados… por amor a la verdad. ¡Cuánto necesita hoy la Iglesia de profetas que no se vendan ni se alquilen! Que no callen ante los abusos del poder, que no bendigan la injusticia ni legitimen la violencia con discursos religiosos.
Porque si no hay profecía, lo sagrado se convierte en espectáculo. Y el Evangelio se vuelve un eco más del sistema que Jesús vino a cuestionar.
El verdadero seguimiento de Cristo implica cruz, no confort. Pero en muchos ambientes religiosos se ha diluido el mensaje hasta convertirlo en un coaching espiritual: fórmulas para “tener paz interior”, “mejorar relaciones”, “atraer bendiciones”… ¿Y la cruz? ¿Y el servicio? ¿Y la justicia? ¿Dónde quedó el clamor por los que sufren, la entrega a los últimos, el amor que se gasta?
San Pablo decía: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1 Cor 1,23). Y todavía hoy lo es. Porque el Cristo crucificado denuncia los sistemas que crucifican: los que matan con hambre, con mentiras, con guerras, con indiferencia.
Un cristianismo sin compromiso con los crucificados de hoy —migrantes, víctimas del racismo, pueblos oprimidos, niños sin futuro, mujeres maltratadas, ancianos descartados— no es el de Jesús. Es una caricatura. Un disfraz. Una blasfemia.
¿Y entonces? ¿Estamos condenados a esta incoherencia?
No. Nunca. Porque el Espíritu Santo sigue actuando, incluso cuando todo parece desmoronarse. En medio de tanta apariencia, siguen surgiendo comunidades vivas, creyentes comprometidos, jóvenes con hambre de verdad, líderes que no se venden. Tal vez no salgan en los medios ni llenen estadios, pero son la sal de la tierra (Mt 5,13). La semilla del Reino sigue germinando, silenciosa pero poderosa.
El reto es no conformarse. No callar. No mirar hacia otro lado. Porque cada cristiano auténtico, con su vida, con su voz, con su decisión de vivir el Evangelio con coherencia, puede ser un punto de quiebre. Un “ya basta” al cristianismo superficial. Un testimonio que incomoda a los poderosos y consuela a los oprimidos.
13. ¿Qué podemos hacer entonces? Propuestas concretas
Aquí van algunas pistas prácticas, por si esta reflexión ha removido corazones y alguien se pregunta: ¿y ahora qué?
Examina tu fe. Pregúntate: ¿mi fe transforma mi vida o es solo una etiqueta? ¿Me lleva a amar más, a ser más justo, a denunciar lo que está mal?
Lee los Evangelios. Sin filtros. Sin edulcorantes. Jesús no vino a fundar una religión light, sino a anunciar el Reino. Y su estilo es revolucionario: pobreza, servicio, verdad.
Cuestiona los discursos cómodos. No todo el que dice “Señor, Señor” entrará en el Reino (Mt 7,21). Discierne: ¿este predicador, este político, esta institución… reflejan realmente el rostro de Cristo?
Involúcrate. No te quedes en la queja. Participa en iniciativas de justicia, solidaridad, educación, defensa de la vida y la dignidad humana. El cristianismo no es un club espiritual, es una misión.
Sé incómodo. No temas ser “el raro” que defiende la verdad, que dice lo que otros callan, que incomoda con su coherencia. Jesús lo fue. Los mártires lo fueron. Los santos lo siguen siendo.
A pesar de todo, no podemos perder la esperanza. Porque nuestra fe no está puesta en los poderosos de turno, ni en las estructuras caducas, ni en las modas religiosas. Nuestra esperanza es Cristo, el crucificado-resucitado, que venció al mundo (Jn 16,33), que juzgará con justicia, y que un día enjugará toda lágrima de los ojos de los pobres.
Sí, el mundo está lleno de contradicciones. Pero también de luces. De testimonios heroicos. De cristianos anónimos que se la juegan cada día por amor, por justicia, por fidelidad al Evangelio. Y cada uno de ellos es una bofetada a la hipocresía y una señal de que el Reino sigue avanzando.
Cristianos que no usen a Jesús como escudo, sino que vivan como Él. Que no se escondan detrás de rezos, sino que se ensucien las manos por amor. Que no teman perder privilegios por decir la verdad. Que no tengan miedo de vivir el Evangelio con todas sus consecuencias.
Porque al final, lo único que el mundo respeta —y que Dios premia— no es la apariencia, sino la coherencia.
Como decía san Óscar Romero: “Una Iglesia que no sufre persecución, sino que está cómoda con el poder, es una Iglesia sospechosa.”
Y como diría el mismo Jesús, con su eterna lucidez: “Por sus frutos los conocerán” (Mt 7,16).
Que los nuestros sean frutos de justicia, verdad y amor.




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