LA ESPERANZA A LA QUE HEMOS SIDO LLAMADOS
- estradasilvaj
- 31 may
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La Carta del Apóstol San Pablo a los Efesios es uno de los textos más elevados y místicos del Nuevo Testamento. En particular, el pasaje de Efesios 1, 17-23 es una joya de oración y teología. No solo expresa la profundidad de la vida cristiana, sino que nos abre una ventana al misterio de Dios, de la Iglesia y del destino que nos aguarda como creyentes.
Pablo no escribe desde la superficialidad ni desde la doctrina seca, sino desde la contemplación profunda. Este fragmento es una oración dirigida directamente al Padre, y por eso mismo tiene el tono de una súplica íntima y esperanzada:
“Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo verdaderamente” (Ef 1,17).
Aquí no se trata de acumular información sobre Dios, como si bastara con aprender conceptos teológicos o doctrinas. Pablo habla de un "espíritu de sabiduría y revelación", es decir, de un conocimiento que brota del encuentro, de la experiencia, de la gracia. No es un saber humano, sino una iluminación divina que se da a quienes se abren con humildad y fe.
La palabra griega que Pablo usa para “conocer” es epignosis, que implica un conocimiento pleno, vivencial, personal. El cristianismo no es una ideología ni un sistema moralista: es comunión con una Persona. Conocer verdaderamente a Dios es ser tocado por su amor y dejarse transformar por Él.
Enseguida, Pablo eleva su súplica:
“Ilumine los ojos de su corazón, para que comprendan cuál es la esperanza a la que han sido llamados, cuál la riqueza de la gloria que da en herencia a los santos” (Ef 1,18).
¡Qué expresión tan hermosa y profunda! “Ilumine los ojos de su corazón”. Porque no basta con ver con los ojos físicos ni razonar con la mente lógica. Es necesario que el corazón vea, que se despierte esa capacidad interior que nos permite reconocer la acción de Dios en lo cotidiano, en lo invisible, en lo que no es evidente a simple vista.
Solo con los ojos del corazón podemos comprender “la esperanza a la que hemos sido llamados”. Y esta esperanza no es una ilusión vacía ni un consuelo emocional. Es la certeza firme de que Dios actúa, de que Cristo ha vencido la muerte y de que nuestra vida está destinada a una plenitud más allá de la imaginación.
En un mundo saturado de desesperanza, este versículo resuena como un bálsamo. ¡Cuántos viven sin rumbo, con el alma apagada! San Pablo nos recuerda que fuimos llamados a algo grande: a vivir como hijos de Dios, a heredar su gloria, a caminar con sentido incluso en medio de las pruebas.
Luego, el apóstol se detiene en otro punto clave:
“Y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa” (Ef 1,19).
¡El poder de Dios actúa en los creyentes! No estamos solos ni indefensos. Hay una fuerza divina que opera en lo profundo de nuestra existencia, que nos capacita para resistir el mal, para perdonar, para levantarnos después de cada caída.
Este poder, dice Pablo, es el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos. Es decir, no se trata de una fuerza simbólica o débil. Es el poder de la resurrección, el que venció al pecado, al odio, al infierno. Y ese poder —nos dice el apóstol— está “para con nosotros”. ¡Maravilla de maravillas! Dios no se guarda su poder para sí, sino que lo pone al servicio de nuestra salvación.
Esto debería revolucionar nuestra manera de vivir. Ya no somos esclavos del miedo, ni del pasado, ni de nuestras limitaciones. El poder de Dios está actuando en nuestra historia, aunque muchas veces no lo veamos.
San Pablo sigue profundizando:
“Dios lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, autoridad, poder y dominación, y de todo nombre que se pueda nombrar, no solo en este mundo, sino también en el futuro” (Ef 1,20-21).
Esta visión majestuosa de Cristo como Señor absoluto del cosmos es un ancla para nuestra fe. En un tiempo en el que todo parece estar en manos del caos, de los intereses, del mal, Pablo proclama que Jesús está por encima de todo poder humano o espiritual. No hay fuerza que escape a su señorío.
Esta afirmación no es solo una declaración teológica, sino una fuente de paz. Porque si Cristo reina, entonces el mal no tiene la última palabra. La historia, aunque muchas veces incomprensible, está en manos de Aquel que fue crucificado por amor y resucitado por el Padre.
Finalmente, el pasaje culmina con una afirmación deslumbrante:
“Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1,22-23).
Aquí el misterio se vuelve aún más profundo. Cristo es la Cabeza de la Iglesia, y la Iglesia es su Cuerpo. No como una metáfora poética, sino como una realidad espiritual concreta. Lo que Cristo es, se extiende a su Cuerpo. Y así, la Iglesia participa de su plenitud, de su autoridad, de su vida.
Esto significa que la Iglesia no es simplemente una institución, ni una organización humana. Es el lugar donde habita Cristo, donde su vida sigue fluyendo. Por eso, quien se une verdaderamente a la Iglesia, se une a la misma vida de Cristo resucitado.
Esta visión exige de nosotros una fe más honda y un amor más comprometido con la Iglesia. No una fe infantil, que se decepciona por los pecados de los hombres. Sino una fe madura, que reconoce el misterio divino que habita en esta comunidad peregrina, imperfecta pero santa.
Este pasaje de Efesios 1, 17-23 nos ofrece al menos cinco enseñanzas clave para nuestra vida cristiana:
1. La vida cristiana es iluminación y sabiduría: necesitamos pedir a Dios que abra nuestros ojos del corazón, para no vivir en la ceguera espiritual.
2. Tenemos una esperanza firme: no importa cuán incierta parezca nuestra vida, fuimos llamados a una herencia gloriosa.
3. El poder de Dios actúa en nosotros: no estamos solos en la lucha; la fuerza de la resurrección nos sostiene.
4. Cristo reina por encima de todo: ni la política, ni la economía, ni el mal tienen la última palabra. Jesús es el Señor del universo.
5. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo: participar en ella no es un acto opcional, sino una conexión viva con el Resucitado.
En tiempos de confusión y de tantas voces contradictorias, este texto de San Pablo es una brújula. Nos recuerda que no estamos solos, que fuimos llamados a la gloria, que hay un poder que nos transforma desde dentro, que Cristo reina y que formamos parte de un Cuerpo vivo que lleva en sí la plenitud de Dios.
Por eso, como el apóstol, elevemos también nuestra oración:
“Señor, abre los ojos de nuestro corazón, para que podamos verte, seguirte, y vivir en la esperanza a la que nos has llamado.” Amén.




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