LA ENTRADA TRIUNFAL DEL REY MANSO Y HUMILDE
- estradasilvaj
- 29 abr
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El Domingo de Ramos marca el inicio de la Semana Santa, el tiempo más sagrado del calendario litúrgico cristiano. Es un día cargado de simbolismo, emoción y profundidad espiritual. Conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, montado en un borrico, mientras la multitud lo aclama con ramas de palma y gritos de júbilo: «¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor» (Marcos 11,9). Pero tras la alegría aparente se oculta el drama de una semana que culminará en la cruz.
Todos los evangelios sinópticos (Mateo 21,1-11; Marcos 11,1-11; Lucas 19,28-44) y el evangelio de Juan (12,12-19) relatan la entrada de Jesús en Jerusalén. En ella, Jesús cumple la profecía de Zacarías: «Mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un asno» (Zacarías 9,9).
La escena es desconcertante: el Mesías esperado, el Hijo de Dios, entra en la ciudad santa no en un carro de guerra, sino en un borrico, símbolo de paz. Las multitudes lo reciben como a un rey, pero no comprenden la naturaleza de su reinado.
Este gesto, deliberado y profético, manifiesta el tipo de Mesías que Jesús es: no un conquistador político, sino un Siervo Sufriente (cf. Isaías 53), cuya victoria se realizará a través de la cruz.
El Domingo de Ramos combina dos momentos litúrgicos intensos: la procesión con palmas y la lectura de la Pasión. Este contraste dramático entre la gloria aparente y el sufrimiento inminente resume toda la paradoja del cristianismo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12,10).
La procesión, en la que los fieles portan ramos bendecidos, recuerda la aclamación popular a Cristo. Pero en la misa, la liturgia nos lleva inmediatamente a contemplar su pasión y muerte. El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica así:
«La liturgia del Domingo de Ramos inaugura la Semana Santa, cuyo centro es el Triduo Pascual. A través de la liturgia, el pueblo cristiano entra espiritualmente en los acontecimientos de la Pasión de Cristo» (CEC, 560).
Esta liturgia no es teatro: es participación viva en el misterio pascual, donde el creyente se une a Cristo en su entrega.
a. Jesús como Rey mesiánico y siervo sufriente
La entrada de Jesús en Jerusalén no fue una improvisación. Fue una manifestación mesiánica cargada de sentido bíblico. San Juan Pablo II afirmó:
«Jesús acepta las aclamaciones del pueblo como Mesías, pero redefine radicalmente el sentido de su mesianismo. Su trono será la cruz» (Homilía, Domingo de Ramos, 8 de abril de 2001).
Este Rey no se impone con violencia, sino con amor. No conquista con espadas, sino con la entrega de su vida.
El Domingo de Ramos es también la realización de las promesas mesiánicas. Jesús entra en la ciudad de David como el esperado, pero en formas inesperadas. La profecía de Zacarías se hace carne en este gesto. No solo se cumplen las Escrituras, sino que Jesús mismo las lleva a su plenitud: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mateo 5,17).
El Domingo de Ramos pone en evidencia la ambivalencia del corazón humano. La misma multitud que aclama a Jesús el domingo gritará “¡Crucifícalo!” el viernes. ¿Qué pasó entre esos días?
El Papa Benedicto XVI, en su homilía del Domingo de Ramos de 2006, dijo con claridad:
«Las aclamaciones del Domingo de Ramos son como un preludio del juicio. Nos enfrentan con la pregunta decisiva: ¿quién es Jesús para mí?»
La Iglesia ha ofrecido numerosas reflexiones sobre este día. En su Carta Apostólica Dies Domini, San Juan Pablo II recuerda:
«La Semana Santa comienza con el “Domingo de la Pasión del Señor, o de Ramos”, que une en sí el triunfo real de Cristo y el anuncio de la Pasión» (Dies Domini, n. 38).
La Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II señala:
«Cristo Jesús, el Sumo Sacerdote de los bienes futuros, al entrar en el mundo, dijo: “He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad”. Y con su oblación realizada una vez para siempre en la cruz, realizó la obra de la redención humana» (SC, 5).
El Catecismo también destaca que:
«El Mesías entra en su ciudad, montado en un asno. Es aclamado por los niños y los humildes de corazón. Su realeza es la de un Rey que ofrece la paz, no como la da el mundo» (CEC, 559).
Los ramos de palma o de olivo que se bendicen y se llevan en procesión son más que un gesto pintoresco. Representan la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. Son símbolo de nuestra adhesión a Él como Rey y Salvador. También nos recuerdan que estamos llamados a dar frutos:
«Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto» (Juan 15,5).
Llevar un ramo no es un amuleto; es una profesión de fe. Y como toda profesión, requiere coherencia de vida.
Este día es un llamado a entrar con Cristo en Jerusalén, no como espectadores, sino como discípulos. Es tiempo de preguntarnos:
¿Reconozco a Jesús como Rey de mi vida?
¿Estoy dispuesto a seguirlo también en el camino de la cruz?
¿Vivo una fe superficial o comprometida?
Santa Teresa de Ávila decía: «El que a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta». El Domingo de Ramos nos invita a elegir de nuevo a Dios como el centro de nuestra existencia.
Al concluir este recorrido por el significado del Domingo de Ramos, podemos extraer varias enseñanzas prácticas para nuestra vida de fe:
- Elige la mansedumbre
Jesús entra en la ciudad montado en un asno, no en un caballo de guerra. ¿Qué montura eliges tú para entrar en tus relaciones, tus conflictos, tu vida diaria? La mansedumbre no es debilidad, es fuerza contenida, es dominio propio, es amor sin estridencias. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29).
- No te dejes llevar por la multitud
La misma gente que gritaba “Hosanna” terminó gritando “Crucifícalo”. La fe auténtica no se deja llevar por las modas espirituales ni por la presión del entorno. Vive tu fe con convicción, incluso cuando no es popular. «No os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente» (Romanos 12,2).
- Sigue a Cristo también en la cruz
El Domingo de Ramos nos recuerda que no hay resurrección sin pasión. Seguir a Jesús implica cargar la cruz cada día. No huyas del sufrimiento con sentido; abrázalo con esperanza. «Si alguno quiere seguirme, que tome su cruz cada día» (Lucas 9,23).
- Participa activamente en la liturgia
No te contentes con ir a misa. Vive la liturgia como un encuentro con Cristo. El Domingo de Ramos es una oportunidad para renovar tu compromiso con la comunidad, con la Palabra, con la Eucaristía.
- Prepara tu corazón para la Pascua
El Domingo de Ramos no es un punto de llegada, sino de partida. Es la puerta de la Semana Santa. Aprovéchala para reconciliarte con Dios, vivir el Triduo Pascual y celebrar con alegría la Pascua. La Pascua no se improvisa; se prepara con fe, oración y conversión.
El Domingo de Ramos es un día de contrastes: júbilo y tragedia, aclamación y traición, triunfo y cruz. Pero en esa tensión se revela el corazón del cristianismo. Cristo no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida por todos. Su entrada en Jerusalén es la manifestación de un amor sin medida.
Vivir este día con profundidad es dejarnos interpelar por su mensaje, comprometernos con su causa y caminar con Él, desde la aclamación del pueblo hasta el silencio del sepulcro, esperando la luz de la resurrección.
Como decía San Juan Pablo II:
«No tengáis miedo de seguir a Cristo hasta la cruz. En ella no hay derrota, sino victoria; no hay muerte, sino vida. El que pierde su vida por amor a mí, la encontrará» (cf. Mateo 10,39).




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