LA CONVERSION COMO COMUNION
- estradasilvaj
- 29 abr
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"Ahora —oráculo del Señor— convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos; y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo. ¡Quién sabe si cambiará y se arrepentirá dejando tras de sí la bendición, ofrenda y liberación para el Señor, vuestro Dios!"
(Joel 2,12-14)
Hay palabras que no se pueden leer con indiferencia. Hay oráculos que nos alcanzan como una flecha encendida al centro del alma. Este es uno de ellos. Joel no está escribiendo una nota devocional para una pared motivacional. Está transmitiendo el latido urgente de Dios, que clama desde las entrañas de la historia: “Ahora”. No mañana. No cuando estés listo. No cuando hayas resuelto tus asuntos o encuentres tiempo. Ahora. Porque el momento de la conversión no es una oportunidad entre muchas, sino el momento divino en el que la misericordia de Dios se inclina sobre el barro humano.
El profeta no escribe desde una torre, sino desde la hondura de un pueblo herido. Israel había experimentado el castigo de una plaga devastadora, pero Joel no reduce el sufrimiento a una consecuencia mecánica del pecado. Más bien lo transforma en una oportunidad sagrada para volver a Dios. Y esa vuelta no es simplemente un cambio de costumbres, sino un regreso del corazón, ese núcleo misterioso donde se cuece lo mejor y lo peor del ser humano. El corazón en la Escritura es el centro de la persona, el lugar donde se decide todo. Por eso Joel insiste: “Convertíos a mí de todo corazón”. No de manera parcial, ni por costumbre, ni por miedo. Sino con todo el ser.
Este llamado no es un grito de amenaza, sino un susurro de amor. Es el susurro del Dios que no se cansa de llamar, incluso cuando nosotros nos cansamos de oír. Es el mismo tono que resuena en Apocalipsis 3,20: “Mira que estoy a la puerta y llamo”. Dios no derriba puertas. Llama. Espera. Seduce. Como en Oseas 2,14: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. El desierto es lugar de prueba, sí, pero también de intimidad. Allí donde todo ruido se apaga, Dios comienza a hablar.
Cuando Joel menciona el ayuno, el llanto y el luto, no está proponiendo una estética del sufrimiento, sino una pedagogía del alma. Ayunar es aprender a decirle "no" a lo inmediato para decirle "sí" a lo eterno. Es entrenar la libertad interior. El llanto purifica, lava la mirada, nos devuelve la capacidad de asombro. Y el luto, tan ajeno a nuestra cultura que idolatra la diversión, es la forma más humana de reconocer que hemos perdido algo valioso: la comunión con Dios.
Pero Joel va más allá de los signos externos. Dice con fuerza: “Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos”. En la tradición hebrea, rasgarse las vestiduras era un signo de duelo. Pero Dios no se conforma con lo visible. Quiere verdad. Quiere interioridad. Quiere que lo que parezca dolor por dentro, lo sea también por fuera. Que no haya divorcio entre lo que mostramos y lo que somos. Jesús mismo denunció con fuerza esa duplicidad: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15,8). La conversión verdadera no se mide por la cantidad de ritos realizados, sino por la profundidad del amor recuperado.
Y aquí llegamos al centro del mensaje: “Convertíos al Señor, vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor”. Qué belleza. Qué alivio. Qué contradicción para tantas ideas erradas que a veces tenemos de Dios. No es un justiciero implacable, ni un vigilante cósmico. Es compasivo. Tiene entrañas de misericordia. Es lento para enojarse. ¡Lento! En un mundo tan impaciente para condenar, Dios se toma su tiempo para amar. Y su cólera, cuando aparece, nunca es irracional ni vengativa: es el ardor del amor herido.
Este retrato de Dios no es invención de Joel. Es una tradición que atraviesa toda la Escritura. Ya en Éxodo 34,6 Dios se presenta a Moisés con esas mismas palabras. Es como si el mismo Dios, cada vez que el pueblo duda de Él, dijera: “Deja que te recuerde quién soy”. No soy el que castiga con placer. Soy el que ama con pasión. Y cuando castigo, lo hago como un padre que corrige para sanar, no para herir.
En este contexto se entiende la frase enigmática: “¡Quién sabe si cambiará y se arrepentirá…!”. No se trata de que Dios sea voluble o cambie de parecer como un humano caprichoso. Es una forma de decir que la misericordia de Dios siempre tiene la última palabra, pero que no puede forzarse. Porque el amor no se impone: se implora, se acoge, se corresponde. Como dice el salmo: “El Señor se arrepintió del castigo que había pensado” (Sal 106,45). No porque haya cometido un error, sino porque el amor encontró una rendija para entrar.
Y si Él deja “una bendición tras de sí, una ofrenda y una liberación”, no es sólo un regalo. Es también una misión. Porque el corazón convertido no se guarda para sí mismo. Se ofrece. Se vuelve liturgia viva. Como enseña Pablo: “Ofreced vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom 12,1). No basta con evitar el mal. Hay que convertirse en bien para los demás, en presencia que sana, en palabra que levanta, en gesto que consuela.
Volver a Dios, entonces, no es sólo cuestión de evitar el infierno. Es recuperar el cielo ya aquí. Es reencontrarse con la alegría de saberse amado. Es descubrir que no hay pecado que supere la gracia, ni noche que impida el amanecer. En palabras del papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”.
Este texto de Joel resuena especialmente hoy, en un mundo que ha perdido el sentido de lo sagrado, que celebra la apariencia y teme al silencio. Nos hemos vuelto expertos en maquillajes del alma, pero pobres en profundidad. Por eso esta palabra es urgente: “Rasgad el corazón”. No pongas filtros al alma. No simules santidad. Dios no se escandaliza de tu miseria, pero sí se entristece por tu indiferencia. Porque sabe que puedes más. Que fuiste creado para más.
Y es precisamente en esa conversión del corazón donde nace la verdadera libertad. No la libertad de hacer lo que uno quiera, sino la de ser quien uno está llamado a ser. Porque el pecado, aunque se presente como libertad, es una esclavitud disfrazada. Sólo el amor libera. Sólo el perdón ensancha el alma.
Por eso, quien se convierte de verdad, no se convierte solo. Su cambio arrastra a otros. La conversión auténtica es como el fuego: se contagia. No impone, pero ilumina. No obliga, pero atrae. Como decía San Francisco de Asís: “Predica el Evangelio en todo momento; si es necesario, usa palabras”.
Convertirse de todo corazón es, finalmente, volver a abrazar la vida con el amor con que Dios nos mira. Es dejarse mirar por Aquel que, aún conociendo nuestras sombras, nos llama por nuestro nombre y nos levanta. Es caminar con humildad, sabiendo que el camino de la fe no es de perfección inmediata, sino de confianza perseverante. Como escribe el salmista: “El Señor sostiene al que cae y endereza al que está encorvado” (Sal 145,14).
Así, Joel no solo nos llama a arrepentirnos. Nos llama a renacer. A vivir de manera nueva. A redescubrir que incluso en los momentos de juicio, la última palabra la tiene la gracia. Y que toda conversión verdadera termina en alabanza, porque quien ha sido rescatado no puede callar la misericordia que lo alcanzó.
En un mundo lleno de ruido, de máscaras y de carreras hacia ninguna parte, esta palabra profética de Joel llega como agua fresca a un corazón sediento. Nos invita a parar. A mirar hacia adentro. A llorar lo que hemos perdido. Pero, sobre todo, a volver. A volver con todo el corazón al Dios que nunca dejó de amarnos.
Volver no es una derrota. Es una victoria del amor. Y ese amor tiene un nombre: Jesucristo, el rostro visible de la misericordia invisible. Él es el camino de regreso, la puerta abierta, la luz que no se apaga. Por eso, si hoy escuchas su voz, no endurezcas tu corazón (cf. Heb 3,15). No pongas excusas. No esperes sentirte digno. Basta con querer. Basta con dar un paso. El resto lo hace Él.
Y quién sabe… tal vez, como dice Joel, Dios deje tras de sí la bendición. O mejor dicho: tal vez descubras que Él mismo es la bendición que estabas buscando.




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