LA CONSPIRACION EN LA CIUDAD PEQUEÑA - VI LA IGLESIA SEGUN JESUS
- estradasilvaj
- 19 may
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La imagen del papado de León XIV que el mundo tenía del papado, sí cambió.
Y eso fue providencial.
Al terminar el Concilium Libertatis, León XIV se retiró por unos días a Castel Gandolfo. No lo hizo por miedo, ni por fatiga, sino por obediencia a una voz interior que parecía haber dirigido cada uno de sus movimientos desde el inicio de su pontificado:
“Vuelve al monte, como Elías.”
Durante su ausencia, Roma ardía en debates. Los medios hablaban de un “Papa apocalíptico”. Las redes sociales se llenaban de memes, elogios y anatemas. Algunos lo llamaron “el nuevo Juan el Bautista”; otros, “el último hereje”. En las sombras, las facciones rebeldes afilaban sus argumentos con citas del Código de Derecho Canónico y teólogos del siglo XVI.
Pero mientras tanto, el pueblo sencillo oraba.
Rosarios se multiplicaban en las cárceles, en los hospitales, en las fronteras. Muchos que habían abandonado la fe regresaban con lágrimas. La Iglesia perseguida en Oriente Medio escribió una carta pública al Papa:
“Santidad: No temas a quienes matan el cuerpo. Su voz ha despertado a los huesos dormidos. Aquí, donde se nos corta la lengua, su palabra ha sido fuego.”
Y León XIV respondió, no con un documento magisterial, ni con una encíclica, sino con un gesto absolutamente fuera de protocolo:
Volvió a Roma descalzo.
Entró por la Vía Appia, acompañado de algunos jóvenes. No vestía ni sotana blanca ni mitra, sino una túnica sencilla y un bastón de pastor. Algunos lo confundieron con un monje. Otros, con un loco.
Pero en su mano derecha llevaba un libro. El único que no necesita glosa: El Evangelio.
Lo que siguió fue una escena tan inesperada como bíblica.
Cuando León XIV llegó a la Plaza de San Pedro, se encontró con miles de fieles esperando en silencio. Pero también con un pequeño grupo de religiosos extremistas que gritaban desde megáfonos:
“¡Antipapa! ¡Destruiste la Tradición! ¡Vuelve a la ortodoxia!”
Los medios captaron el momento exacto en que uno de ellos arrojó un libro grueso —el Catecismo del Concilio de Trento— directo al rostro del Papa.
El libro jamás lo tocó.
Un viento repentino —sin explicación física— lo desvió en el aire.
Y en medio del silencio atónito, el Papa simplemente se inclinó, lo recogió del suelo… y besó su portada.
“Gracias. Todo lo bueno de este libro vive en mí. Pero la Palabra de Dios no está encadenada.”
En ese momento, León XIV se dirigió a todos desde el atrio de la Basílica, y comenzó su discurso final. No se apoyó en una homilía escrita. No leyó una encíclica. No citó documentos vaticanos.
Citada fue la voz del mismo Cristo.
“Y tú eres Pedro…” (Mateo 16,18)
“Y yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,
y el poder del infierno no la derrotará.”
Estas palabras resonaron como un martillo contra las puertas del infierno. El Papa las proclamó en voz alta, como quien recuerda al mundo quién dio inicio a esta barca que aún flota en medio de tormentas.
Y luego añadió:
“Yo no soy Pedro por elección, ni por mérito. Soy Pedro por gracia.
Pero cada uno de ustedes también es piedra viva.
Esta Iglesia no pertenece a los puristas ni a los profetas de calamidades.
Esta Iglesia es de Cristo.
Y el infierno no la derrotará.”
Ese día se acuñó un nuevo término entre los creyentes:
“Resistencialismo evangélico” —la decisión de permanecer fieles al Evangelio incluso cuando todo parezca desmoronarse.
No por ideología. No por romanticismo espiritual.
Sino porque Cristo prometió estar con su Iglesia hasta el fin del mundo (Mateo 28,20).
El Papa citó luego el Evangelio de Juan 15,18-20:
“Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a mí antes que a ustedes.
Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya.
Pero ustedes no son del mundo, sino que yo los elegí.
Por eso el mundo los odia.”
Con voz pausada pero firme, miró a todos:
“Hermanos: Si alguna vez la Iglesia es amada por los poderosos,
si es aplaudida por los opresores,
si no molesta a nadie,
entonces habrá dejado de ser la de Jesús.”
Y con fuerza:
“¡Que nos odien, si es por causa del Evangelio!
¡Que nos persigan, si es por amor a los pobres!
¡Que nos excomulguen, si es por haber incluido a los excluidos!
¡Gloria a Dios, si nos insultan por seguir al Maestro crucificado!”
Las multitudes rompieron en aplausos. Algunos lloraban. Otros caían de rodillas. Los escépticos grababan. Los buscadores, se acercaban.
Y los conspiradores… guardaban silencio.
Como cierre, León XIV levantó la Biblia y leyó el final de la historia:
“Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén,
que bajaba del cielo, de parte de Dios,
embellecida como una novia preparada para su esposo.” (Ap 21,2)
Y añadió con los ojos encendidos:
“No somos nosotros quienes salvamos a la Iglesia.
Es Cristo quien la purifica.
No es la estructura la que triunfará.
Es la esposa, fiel, desnuda, sin maquillaje de poder,
que un día será vestida con gloria.”
Y entonces concluyó:
“Yo, León, soy simplemente un siervo.
Pero a ustedes les digo:
¡No teman a los lobos!
¡No teman a los Judas!
¡No teman a los escándalos!
Porque Jesús no fundó una empresa. Fundó un cuerpo.
Y su Cuerpo resucita.”
Y extendiendo sus manos:
“Ustedes son la Iglesia.
No la que traiciona, sino la que resiste.
No la que huye, sino la que ora.
No la que juzga, sino la que sirve.
Ustedes son el Evangelio con pies y manos.
Ustedes son la esperanza que no muere.”
Desde ese día, la Iglesia ya no volvió a ser la misma.
La conspiración no desapareció. De hecho, muchos de sus cabecillas aún están activos, disfrazados de piedad, escondidos tras latinajos y dogmas manipulados.
Pero algo había cambiado en el corazón de los fieles:
Habían visto a un Papa sin miedo. A una Iglesia herida pero viva. A una cruz que no era símbolo de derrota, sino de fidelidad.
Y ahora sabían una verdad irrefutable:
La Iglesia no es intocable porque es perfecta.
Es invencible porque es de Cristo.
Y mientras el Papa se alejaba caminando nuevamente hacia su residencia, alguien en la multitud gritó:
“¡Viva Pedro!”
Y otra voz replicó:
“¡Viva Cristo, cabeza de la Iglesia!”
Y así terminó el día en que el mundo quiso matar a la Iglesia...
...y Cristo, una vez más, la resucitó.




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