LA CONSPIRACION CONTRA JESUS
- estradasilvaj
- 29 abr
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La figura de Jesús de Nazaret sigue siendo, dos mil años después, piedra angular y piedra de escándalo (cf. 1 Pedro 2,7-8). El relato de los Evangelios sobre la conspiración que condujo a su pasión y muerte no es simplemente una historia del pasado: es una realidad que se reedita en múltiples formas a lo largo de la historia. Como dijo el papa Benedicto XVI: «La cruz está presente en todas las épocas. Pero también lo está la resurrección» (Jesús de Nazaret, II, p. 233). Esta reflexión nos invita a contemplar la conspiración contra Cristo en su contexto histórico y, al mismo tiempo, reconocer sus manifestaciones contemporáneas en la cultura, la política, la religión y la vida cotidiana.
La conspiración contra Jesús fue cuidadosamente tramada. El Evangelio de Mateo narra:
"Entonces los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del sumo sacerdote, llamado Caifás, y tramaron prender a Jesús con engaño y darle muerte" (Mt 26,3-4).
El problema de Jesús no era solo teológico. Era político, cultural y profundamente humano. Según el historiador Flavio Josefo, el sacerdocio judío en tiempos de Jesús estaba fuertemente vinculado al poder romano y temía todo lo que pudiera alterar el equilibrio de poder en Jerusalén. Jesús no solo cuestionaba prácticas religiosas externas vacías, sino que proclamaba un Reino que relativizaba cualquier autoridad humana que pretendiera ocupar el lugar de Dios. En este contexto, su mensaje era subversivo, y su creciente popularidad entre el pueblo lo convertía en una amenaza real.
El Evangelio de Juan es más explícito en revelar el motivo del complot:
"Si le dejamos seguir así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación" (Jn 11,48).
Esta frase revela el miedo de la élite religiosa a perder privilegios. En palabras del teólogo Romano Guardini:
“Lo que realmente les molestaba no era su doctrina, sino su libertad; no sus milagros, sino su poder sobre las conciencias” (El Señor, p. 278).
El miedo de los poderosos ha sido una constante en la historia. El poder no tolera rivales, y Cristo se presentaba como el único con verdadera autoridad (cf. Mt 7,29). De allí que la reacción no fuese solo de rechazo, sino de aniquilación. El complot no surgió de la ignorancia, sino del cálculo, la envidia y la necesidad de mantener un sistema injusto.
Hoy, Cristo es excluido sistemáticamente de espacios públicos en nombre de una mal entendida neutralidad. Las universidades, los medios de comunicación y muchas instituciones prefieren silenciar toda referencia a Dios. Como señala Joseph Ratzinger:
“La marginación de Dios lleva inevitablemente a una marginación del hombre. La cruz sigue siendo escándalo y necedad en una sociedad que no soporta el absoluto” (Introducción al cristianismo, p. 74).
Este silenciamiento no es siempre violento ni evidente. A menudo se presenta como "progreso", "inclusividad" o "tolerancia", cuando en realidad es una estrategia para desacreditar o ridiculizar los valores evangélicos, especialmente en temas como la vida, la familia, la verdad y la libertad religiosa. El relativismo ético se convierte así en una nueva forma de persecución, donde quien defiende la fe cristiana es tildado de intolerante o retrógrado.
Hoy, nuevas formas de totalitarismo se visten de democracia. Ideologías que parecen defender derechos humanos muchas veces esconden una agenda contraria al Evangelio. Juan Pablo II denunció:
“Se desarrolla una fuerte corriente cultural que quiere relegar la religión al ámbito de lo privado, pretendiendo eliminar todo influjo de la fe cristiana en la vida pública” (Ecclesia in Europa, n. 9).
El relativismo moral, la ideología de género, el transhumanismo, entre otros, pretenden redefinir la verdad del ser humano. Quien se opone es tachado de intolerante, retrógrado o fundamentalista. Es otra forma de clamar: “¡Crucifícalo!”.
El filósofo Charles Taylor advierte que vivimos en una "era secular" donde las creencias religiosas son vistas como opciones entre muchas, y por tanto, deben mantenerse fuera del debate público. Pero esto implica, de facto, la imposición de una visión atea o agnóstica del mundo como si fuera neutral.
No toda oposición a Jesús proviene de fuera. La traición de Judas es símbolo de las traiciones internas. No faltan quienes, desde dentro de la Iglesia, renuncian a la verdad del Evangelio para acomodarse al mundo.
“Entonces Judas Iscariote, uno de los doce, fue donde los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús” (Mc 14,10).
El papa Francisco lo ha denunciado con valentía:
“La mundanidad espiritual es una de las peores corrupciones. Es traición disfrazada de bien” (Evangelii Gaudium, n. 93).
Muchos escándalos eclesiales, especialmente los relacionados con el abuso, no son solo delitos humanos, sino conspiraciones contra la santidad de Cristo en su Cuerpo místico. Cuando la Iglesia pierde su horizonte trascendente, se convierte en una ONG más, sin alma ni misión.
La traición interna es más dolorosa que la persecución externa. Los santos han denunciado siempre este mal. Santa Catalina de Siena decía: “La podredumbre interna en la Iglesia hiere más al Cuerpo de Cristo que los clavos de la crucifixión”. Y san Juan Pablo II supo pedir perdón por los pecados cometidos por los miembros de la Iglesia, sin por ello renegar de su verdad divina.
La figura del "justo perseguido" ya estaba anunciada en los Salmos y en los profetas:
“Acechan al justo y buscan darle muerte, pero el Señor no lo dejará en sus manos” (Sal 37,32-33).
Jesús es el justo por excelencia. Y hoy, sus discípulos siguen siendo perseguidos. El cardenal Robert Sarah afirma:
“La mayor persecución no es la física, sino la del pensamiento único que ridiculiza y acalla todo lo que huele a cristiano” (Dios o nada, p. 152).
Miles de cristianos en el mundo son encarcelados, asesinados o marginados por su fe. La organización Open Doors informa anualmente de países donde ser cristiano es literalmente un delito. Pero también en Occidente se experimenta una persecución silenciosa: la exclusión de la vida pública, el desprecio cultural, la burla mediática. Es la nueva forma de martirio.
Pilato lavó sus manos. Nosotros también. Muchas veces preferimos callar antes que comprometernos. Como dice Edmund Burke:
“Para que el mal triunfe, basta con que los buenos no hagan nada”.
Cada vez que aceptamos una injusticia, una ley injusta, una enseñanza errónea, sin alzar la voz, contribuimos, sin querer, a conspirar contra Cristo. La indiferencia no es neutral. Es complicidad. Ser testigo del Evangelio exige valentía, y hoy más que nunca se necesita cristianos con coraje civil y espiritual.
Los discípulos huyeron. Pedro negó. Nosotros, ¿huimos también? ¿Nos escondemos en la tibieza? Jesús advirtió:
“El que se avergüence de mí y de mis palabras, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él” (Lc 9,26).
La cultura del anonimato y el miedo a la cancelación han generado una fe sin rostro. Pero el Evangelio exige dar la cara, confesar con la boca y con la vida que Jesús es el Señor (cf. Rm 10,9). Hoy se necesitan cristianos que vivan su fe con alegría, pero también con convicción.
La conspiración no triunfó. La cruz fue la derrota del mal:
“Desarmó a los poderes y autoridades, y los humilló públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col 2,15).
El teólogo Hans Urs von Balthasar escribió:
“La gloria de Dios se manifiesta más en la obediencia de Cristo hasta la muerte que en cualquier milagro” (La gloria del Señor, vol. VII).
La respuesta de Cristo no fue venganza, sino perdón:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
La cruz revela la verdad más profunda del amor: un amor que no se rinde, que no cede al odio, que se entrega hasta el final. En ella no solo se vence la conspiración contra Cristo, sino la conspiración del pecado que anida en todo corazón humano.
Hoy se necesita una Iglesia profética. No acomodada. No aliada del poder. El papa Francisco insiste:
“Prefiero una Iglesia accidentada por salir a la calle que enferma por quedarse encerrada” (Evangelii Gaudium, n. 49).
Ser profeta es incomodar, pero también encender luces. Es denunciar el pecado y anunciar la gracia. Es hablar con la voz de Dios, aunque el mundo no quiera oír.
No todo es conspiración. También hay hambre de verdad. De sentido. De redención. Y ahí debe estar la Iglesia: anunciando que Cristo ha vencido:
“El mundo actual necesita testigos, no maestros. Y si son maestros, que sean porque antes fueron testigos” (Pablo VI).
El cristiano debe ser un faro, no una sombra. Un puente, no un muro. Y la mejor forma de responder a la conspiración contra Cristo es vivir como si Él ya hubiera vencido… porque así ha sido.
La conspiración contra Jesús no terminó en el siglo I. Cambió de rostro. Hoy se disfraza de indiferencia, progresismo, incluso de bondad tergiversada. Pero Cristo sigue vivo. Y sigue buscando testigos valientes que no teman al escándalo de la cruz.
A nosotros nos toca elegir: ¿estamos con los que conspiran o con el que fue crucificado?
Como dijo san Ignacio de Antioquía:
“Dejadme ser pasto de las fieras, para que, por medio de ellas, llegue a Dios”.
La historia repite el juicio de Jesús cada día. Y cada día se alza un Gólgota donde el amor vence al odio. Que nosotros no faltemos al pie de esa cruz.




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