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JESUS REVELA EL CORAZON DEL PADRE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 12 may
  • 6 Min. de lectura

En Jerusalén se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo. El aire frío del invierno envolvía la ciudad santa, mientras Jesús paseaba por el pórtico de Salomón. Es una escena cargada de simbolismo, clima y misterio. No es solo un marco histórico: es una puerta a uno de los momentos más intensos del Evangelio. Allí, entre columnas que evocaban la antigua gloria del templo, se libra un diálogo que atraviesa los siglos, una revelación de fuego que brota en medio del hielo espiritual de muchos corazones.

El pasaje de Juan 10,22-30 no es solo un relato de una controversia más entre Jesús y los judíos. Es un compendio teológico, una síntesis del misterio de Cristo, un espejo para el alma, y una advertencia tan actual como luminosa. Es, en definitiva, una revelación del vínculo íntimo entre el Pastor y sus ovejas, entre el Hijo y el Padre, entre el Dios eterno y quienes se abren a escuchar su voz.

Vamos a sumergirnos en este pasaje, palabra por palabra, dejando que el eco de este encuentro nos transforme.

“Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno…”

Esta fiesta, conocida también como Janucá, no es una de las grandes solemnidades prescritas en la Torá, pero tenía un enorme valor simbólico para el pueblo judío. Conmemoraba la purificación y rededicación del templo en tiempos de los Macabeos, tras la profanación llevada a cabo por Antíoco Epífanes en el siglo II a.C. Era una celebración de luz, esperanza y fidelidad a Dios. Se encendían lámparas, se recordaban los milagros, y se renovaba la esperanza de que Dios no abandonaba a su pueblo.

Curiosamente, Jesús se presenta precisamente en esta fiesta como el verdadero Templo, la Luz del mundo, el enviado del Padre. Él, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9), camina ahora por el templo de piedra, mientras los corazones de muchos siguen cerrados como piedra helada por el invierno.

¿Puede haber mayor ironía espiritual? Celebran el templo, pero rechazan al Dios que ha venido a habitar entre ellos.

“…y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón.”

El pórtico de Salomón no era solo un lugar físico. Simbólicamente, evocaba el linaje real, la sabiduría y la presencia de Dios. Jesús, la Sabiduría hecha carne, camina entre las columnas como quien examina el corazón de los hombres. No huye, no se esconde. Se deja ver. Se deja encontrar.

Muchos lo rodean. Pero no todos lo reconocen.

Aquí está el primer mensaje profundo: puedes estar cerca de Jesús físicamente, puedes verlo, oírlo, e incluso cuestionarlo… y aun así no conocerlo.

“Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:

«¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente».”

La pregunta parece legítima. Casi respetuosa. Pero el contexto del Evangelio revela que no se trata de una búsqueda sincera, sino de un intento más por desacreditar o acusar a Jesús.

Este momento es clave. Jesús ha hecho milagros, ha enseñado con autoridad, ha perdonado pecados, ha alimentado multitudes. ¿Qué más necesitan?

Pero la ceguera espiritual no se rompe con pruebas racionales. No se trata de falta de datos, sino de disposición del corazón. A veces, el problema no es que Dios no haya hablado, sino que no queremos escuchar.

“Jesús les respondió:

«Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí.”**

La paciencia de Jesús es admirable. En lugar de cerrarse al diálogo, vuelve a insistir en que sus obras —y no solo sus palabras— dan testimonio de su identidad. La sanación del ciego, el paralítico, la multiplicación de los panes, todo estaba allí.

Pero hay una ceguera más dura que la física: la ceguera del alma que no quiere ver. La incredulidad no es simplemente una duda intelectual. Es muchas veces una decisión del corazón que prefiere no implicarse, no seguir, no amar.

“Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas.”

Este versículo es una daga para los que buscan un Jesús “políticamente correcto”. Jesús distingue. Jesús confronta. No todo el mundo está dentro del redil. No todas las ovejas lo siguen. No todos lo escuchan.

Esto no es exclusión arbitraria. Es el reconocimiento de un hecho espiritual: solo quien tiene un corazón abierto, humilde, y dispuesto a escuchar la voz del Pastor, puede reconocerlo y seguirlo.

La fe no se impone. Se acoge. Jesús no fuerza la entrada. Llama. Quien no es de sus ovejas es porque ha cerrado la puerta.

“Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen…”

Estas palabras son de una ternura y profundidad inmensas. Jesús no dice “yo las domino” o “yo las controlo”. Dice “yo las conozco”. Es decir, hay una intimidad, un vínculo de amor, una relación viva.

La voz del Pastor no es un sonido cualquiera. Es la voz que atraviesa las máscaras, que calma tempestades, que da seguridad, que llama por el nombre.

¿Quién no ha sentido alguna vez esa voz interior que llama a volver, a confiar, a dejarse amar? Esa es la voz del Buen Pastor.

“Y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano.”

Aquí Jesús revela la razón por la que vino: no a fundar una religión, sino a ofrecer vida verdadera, vida eterna.

Es una promesa extraordinaria. No se trata solo de vivir muchos años, sino de vivir una vida que no se agota, que es plena, que es comunión con Dios. La vida eterna no empieza después de la muerte. Empieza cuando escuchamos su voz y lo seguimos.

Y para que no haya dudas, añade: “nadie las arrebatará de mi mano”. Una promesa de seguridad, fidelidad, protección. La mano de Jesús es la mano del Pastor, del Salvador, del Esposo fiel.

“Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.”

Esta es la cumbre del pasaje. Jesús no es solo un maestro inspirado, un profeta admirable. Él es uno con el Padre. No en pensamiento, no en propósito, sino en esencia divina.

Estas palabras desataron la furia de sus opositores. No podían aceptar que un hombre se igualara a Dios. Pero Jesús no se retracta. Dice lo que es. No se esconde. No negocia la verdad. Porque amar es decir la verdad, aunque duela.

Reflexiones finales: ¿Escuchas la voz del Pastor?

Jesús sigue caminando entre nosotros, aunque sea invierno

El invierno espiritual de nuestra época —hecho de indiferencia, ruido, relativismo— no impide que Jesús se acerque y pasee por nuestros templos interiores. Él no se cansa. Nos busca.

Podemos estar rodeados de religión, y no reconocer a Jesús

Los judíos celebraban la fiesta del templo, pero no veían al Dios del templo delante de ellos. Cuidado con practicar una fe sin relación, sin escucha, sin conversión.

La fe es una respuesta a la voz del amor

Jesús no obliga, no impone. Llama. Su voz no es un trueno que aterra, sino un susurro que invita. Pero solo quien quiere escuchar puede oírla. Y seguirla.

Hay una diferencia entre creer en Jesús y pertenecer a Él

Muchos creen “en” Jesús, pero no todos son de sus ovejas. Pertenecerle implica conocerlo, seguirlo, vivir desde Él. La fe no es solo idea: es relación, entrega, comunión.

La seguridad más grande está en sus manos

El mundo ofrece seguridades frágiles. Jesús ofrece una promesa eterna: “nadie las arrebatará de mi mano”. No importa la persecución, el dolor, la muerte. Sus ovejas están en sus manos.

El misterio del Hijo revela el corazón del Padre

Jesús no es un mensajero más. Él es uno con el Padre. Conocerlo es conocer a Dios. Escucharlo es oír la voz del Amor eterno. Rechazarlo es rechazar la vida.

Enseñanzas para la vida

Vuelve a escuchar: Apaga el ruido del mundo por unos minutos cada día. Abre la Escritura. Pide escuchar la voz del Pastor. Él no deja de hablar. Somos nosotros los que hemos cerrado el oído.

Vive como oveja del Buen Pastor: No seas rebaño de modas, de ideologías, de intereses. Sé de Cristo. Escúchalo. Síguelo. Confía. Él conoce tu nombre.

Anuncia sin miedo que Jesús es uno con el Padre: El mundo necesita testigos, no simplemente opinadores. Sé luz en el invierno de otros.

Recuerda que nadie puede arrebatarte de su mano: Cuando la vida golpee, cuando el miedo apriete, repite esta verdad: “Estoy en sus manos. Nadie puede arrebatarme de ahí”.

Conclusión

En el pórtico de Salomón, bajo el cielo frío del invierno, Jesús pronunció palabras que siguen ardiendo con fuego eterno. No temas a la oscuridad. No te dejes congelar por la duda. El Pastor sigue llamando. Y si escuchas su voz, sabrás que tú también eres una de sus ovejas. Entonces, aunque todo se derrumbe, estarás en las manos que sostienen el universo.

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