HASTA EL CONFÍN DE LA TIERRA
- estradasilvaj
- 31 may
- 5 Min. de lectura
«Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?»
Una pregunta que podría haber sido formulada ayer. U hoy. O dentro de un suspiro en cualquier corazón creyente. Es la pregunta de los que esperan, de los que aún no comprenden del todo, de los que caminan con fe, pero tropiezan con la lógica humana. Es la pregunta de los discípulos, pero también la nuestra: ¿es ahora cuando vas a intervenir, Dios? ¿Es ahora cuando vas a restaurar el orden, sanar el mundo, terminar con la injusticia, darme la respuesta, revelarte en gloria?
En esa pregunta hay esperanza, pero también hay expectativa equivocada. Los discípulos, aún después de haber visto al Resucitado, seguían esperando una restauración política, nacionalista, visible. Seguían esperando a un Mesías que derrotara al Imperio romano y devolviera a Israel su esplendor terrenal. Y sin embargo, Jesús responde con una corrección amorosa y una promesa que trastoca toda agenda humana.
Jesús no responde con fechas ni programas. No les ofrece un cronograma ni un plan de acción. Les recuerda que hay una autoridad por encima de la suya, incluso después de resucitado. El Hijo glorioso sigue sometido a la voluntad del Padre. «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad».
Es una respuesta que frustra a los impacientes y libera a los fieles.
Nos recuerda que el Reino de Dios no sigue nuestras agendas políticas, personales ni espirituales. Que no se trata de “cuándo” como nosotros entendemos el tiempo, sino de “cómo” y “quiénes” participarán en la misión.
Esta palabra de Jesús es incómoda, porque nos despoja de la ilusión del control. Y sin embargo, es profundamente consoladora, porque nos ancla en la confianza. No necesitamos saber cuándo. Necesitamos saber quién es el que reina.
Y ahí, justo donde parece que Jesús les niega algo, les entrega todo. «En cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros...»
La promesa no es un reino político. La promesa no es venganza sobre Roma. La promesa es una Persona: el Espíritu Santo.
Dios no responde a la expectativa de poder humano. Él ofrece poder espiritual. Poder que no se impone, sino que transforma desde adentro. Poder que no se exhibe con espadas ni tronos, sino con mansedumbre, sabiduría, discernimiento, valentía en la predicación, amor a los enemigos, resistencia en la persecución, esperanza en el martirio.
El Reino que Jesús inaugura no está hecho de fronteras geográficas, sino de corazones conquistados por el fuego del Espíritu. Es un Reino en expansión, sin ejército, sin armaduras, pero con una fuerza que ningún imperio ha podido frenar: el testimonio de vidas transformadas.
Jesús les da un mapa. Pero no es el que esperaban. No es el mapa de las rutas militares ni el de los antiguos territorios de David. Es el mapa de la misión.
«...y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra.»
Una expansión que parte del centro de la fe (Jerusalén), atraviesa zonas de conflicto y desprecio (Samaría) y se lanza hacia lo desconocido (el confín de la tierra).
Es hermoso y desafiante que la misión no excluya ningún lugar ni ningún pueblo. Es una misión que no se limita a los “nuestros”, sino que exige cruzar las barreras étnicas, culturales, religiosas y geográficas. El Evangelio, en su naturaleza, es expansivo, universal, misionero. No se contenta con quedarse en Jerusalén.
Esto tiene consecuencias profundas. No podemos hablar del Reino sin hablar de misión. No podemos pedir que Dios restaure el mundo sin estar dispuestos a salir de nuestro círculo cómodo, de nuestra Jerusalén. El Reino no es un beneficio para disfrutar, sino una fuerza que nos lanza.
“Testigo” en griego es de donde viene la palabra mártir. Ser testigo no es simplemente “dar testimonio” con palabras. Es vivir de tal manera que tu vida sea una evidencia viva del Resucitado. Es proclamar con los labios, pero también con las heridas, con el amor, con la paciencia, con la entrega.
El Reino que Jesús promete no se impone desde arriba. Se testimonia desde abajo. Desde el servicio, desde la cruz, desde la caridad sin condiciones.
Por eso el Reino no llega cuando lo pedimos con tono político. Llega cuando vivimos como testigos del Crucificado y Resucitado. El Reino es restaurado en cada acto de fidelidad, en cada palabra de perdón, en cada gesto de amor que rompe barreras.
La pregunta de los discípulos —¿es ahora?— nos recuerda que hay una tensión continua en la vida cristiana. El Reino ya ha comenzado, pero aún no se ha consumado. Vivimos en el “ya pero todavía no”.
Jesús no les niega que el Reino será restaurado. Pero les enseña que ese Reino no es una estación final a la que se llega simplemente con esperar, sino un camino que se construye con el Espíritu y con testigos.
Esta tensión nos mantiene despiertos. Nos impide conformarnos. Nos invita a vivir con esperanza activa, con los pies en la tierra y los ojos en el cielo. No nos toca conocer los tiempos, pero sí nos toca vivir con sentido cada día.
Algunas aplicaciones para nuestra vida:
1. El Reino no es una respuesta fácil, sino una transformación profunda.
Muchas veces queremos que Dios intervenga según nuestros esquemas: que resuelva nuestras crisis, que derrote a nuestros enemigos, que nos devuelva el control. Pero Jesús no vino a darnos una versión mejorada de nuestros planes, sino a ofrecernos una realidad completamente nueva: su Reino que comienza en el alma y se extiende al mundo a través de testigos.
2. No necesitas saber cuándo. Necesitas saber a quién sigues.
La ansiedad por conocer los “tiempos” puede paralizarnos o desviarnos. Pero cuando confías en el Padre que establece los tiempos, puedes caminar con paz aunque no veas el horizonte claro. La fe no es conocer el calendario de Dios, sino seguirle con fidelidad en cada estación.
3. El Espíritu Santo no es un adorno devocional, es la fuerza de tu misión.
Sin el Espíritu, los discípulos habrían sido un grupo nostálgico. Con el Espíritu, se convirtieron en revolucionarios de la esperanza. No te conformes con una fe sin poder. Ruega al Padre por el fuego del Espíritu. Él no solo consuela: capacita, lanza, guía, fortalece, impulsa.
4. El testimonio es la forma más pura de evangelización.
Tu vida habla más fuerte que tus palabras. El mundo no necesita más argumentos, sino más testigos. ¿Qué dice tu vida sobre el Reino? ¿Qué revela tu manera de amar, de sufrir, de perdonar, de servir? Eres testigo... o no lo eres.
5,. Tu misión empieza donde estás, pero no termina ahí.
Jesús dice: “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el confín de la tierra”. Tal vez tu Jerusalén es tu familia, tu trabajo, tu parroquia. Pero no te estanques. El Reino te llama a cruzar límites: prejuicios, fronteras, lenguas, ideologías. Hasta los confines.
Este diálogo entre Jesús y sus discípulos antes de la Ascensión no es un episodio cerrado en la historia. Es una conversación abierta que sigue resonando en cada corazón creyente.
Hoy también hay quienes le preguntan: “¿Es ahora, Señor? ¿Es hoy cuando vas a arreglar el mundo, cuando vas a restaurar la justicia, cuando vas a sanar lo que está roto?”
Y Jesús, con la misma ternura de siempre, nos responde: “No os toca a vosotros conocer los tiempos... pero recibiréis la fuerza... y seréis mis testigos”.
Esa es la respuesta. Y es más que suficiente. Porque mientras el Reino no llega en su plenitud, el Espíritu ya ha venido. Y mientras esperamos el final glorioso, ya podemos vivir como testigos.
Testigos que aman sin medida.
Testigos que no retroceden.
Testigos que cruzan Jerusalén, Samaría y el mundo entero con una sola misión:
anunciar con su vida que el Reino está cerca... hasta el confín de la tierra.




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