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GUARDIANES DEL REBAÑO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 3 jun
  • 6 Min. de lectura

El pasaje citado, tomado de los Hechos de los Apóstoles, nos sitúa en uno de los momentos más intensos y conmovedores del ministerio de Pablo. No es una predicación para las multitudes ni un discurso teológico dirigido a los doctos; es una despedida íntima, una entrega personal y apasionada a los líderes de la Iglesia de Éfeso. Las palabras brotan con una mezcla de urgencia, ternura, profecía y profundo amor. Pablo, el apóstol de los gentiles, se despide sabiendo que no volverá a ver sus rostros. Y en ese contexto, deja un testamento pastoral que sigue latiendo con fuerza hasta nuestros días.

Sus palabras no son un mero consejo administrativo: son una advertencia profética y una llamada a la fidelidad radical. Habla de lobos feroces, de traiciones internas, de vigilancia constante, y de su propio testimonio marcado por las lágrimas. Pablo no busca impresionar, sino despertar. No está sembrando temor, sino conciencia. No se despide con retórica, sino con pasión pastoral.

“Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño”

Pablo comienza con una exhortación que es a la vez introspectiva y pastoral: “Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño”. En primer lugar, el apóstol advierte a los presbíteros que deben vigilarse a sí mismos. No se puede cuidar al pueblo de Dios sin primero cuidar el alma propia. Un pastor que no se examina, que no se purifica, que no ora, que no se deja corregir, acaba conduciendo a otros hacia el abismo, incluso sin querer.

La auto-vigilancia que pide Pablo no es obsesiva ni egocéntrica, sino humilde y madura. No es el cuidado narcisista de quien se cree superior, sino la conciencia de quien ha sido llamado a una misión que lo excede. El pastor no es dueño del rebaño, sino siervo del Dueño. El rebaño no es su posesión, sino la comunidad por la cual Cristo derramó su sangre. ¡Qué dignidad y qué responsabilidad tan grande!

La vigilancia sobre uno mismo va de la mano con la vigilancia sobre los demás. Aquí Pablo introduce un matiz tremendo: “el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes”. No se trata de una autoridad que nace del mérito o del carisma personal, sino de una misión conferida desde lo alto. El pastor no se auto-elige. Es llamado, y ese llamado implica ser guardián, es decir, centinela, defensor, servidor.

El verbo “pastorear” que aparece en el texto (“para pastorear la Iglesia de Dios”) evoca ternura, guía, protección y alimento. Pero es también un verbo que implica combate, pues las ovejas están expuestas a peligros. La Iglesia no es un jardín privado, sino un campo de batalla espiritual. Y el pastor debe estar en la primera línea.

Además, Pablo no habla de una Iglesia cualquiera. Él dice: “la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo”. No hay mayor peso para una misión pastoral. Este rebaño no es una empresa, ni una comunidad voluntaria, ni una ONG. Es el cuerpo por el cual Cristo murió. Cada alma que forma parte del pueblo de Dios tiene un valor infinito, porque ha sido redimida por la sangre divina. Por eso, el descuido pastoral no es solo negligencia, es traición. Y el celo pastoral no es solo una virtud, es una deuda de amor.

“Se meterán entre vosotros lobos feroces”

El tono del discurso cambia drásticamente. Del cuidado y la ternura, pasamos a la advertencia y la lucha. Pablo, con dolor pero con lucidez, anuncia que “cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño”.

Los lobos no vienen para dialogar ni para convivir. Vienen para devorar. Vienen disfrazados, a veces de pastores, a veces de ángeles de luz. Son, en esencia, los falsos maestros, los manipuladores, los que destruyen desde dentro la fe de los sencillos. Pablo no se anda con rodeos: hay enemigos externos y enemigos internos. Y ambos son letales.

El lobo no siempre ruge. A veces sonríe. Pero su intención es siempre la misma: dispersar, confundir, destruir. El pastor que no está en vela, que no ora, que no discierne, que no advierte, que no defiende, es cómplice involuntario del lobo. En cambio, el pastor fiel es aquel que, como Jesús, da la vida por las ovejas (cf. Jn 10,11).

Pero lo más duro viene a continuación: “incluso de entre vosotros mismos surgirán algunos que hablarán cosas perversas”. No son solo ataques externos. Hay una amenaza interna, desde dentro del propio cuerpo pastoral. Hay quienes, seducidos por el poder, la vanidad o el ego, deforman la verdad para atraer a los discípulos en pos de sí mismos, y no de Cristo.

Este es uno de los males más dolorosos de la Iglesia: la corrupción de los propios líderes. Cuando el guía se convierte en ídolo, el Evangelio se desfigura. Cuando el predicador busca seguidores para sí, y no para Jesús, se rompe la comunión. Cuando se tuerce la doctrina para agradar al mundo o para ganar adeptos, se pervierte la misión. Pablo no acusa a todos; pero no se calla ante la posibilidad real de que algunos se desvíen. Lo dice con claridad, para que no sorprenda ni paralice.

“Durante tres años… no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos”

En la parte final de este discurso, Pablo se ofrece a sí mismo como testigo. No presume. No se autopromociona. Habla con la humildad de quien ha derramado hasta la última gota por amor. “Durante tres años… no he cesado de aconsejar con lágrimas”.

La imagen es profundamente conmovedora. No se trata de un consejo superficial, ni de una prédica genérica. Pablo ha acompañado a cada uno “en particular”. Ha entrado en las historias concretas. Ha compartido el pan, el dolor, las dudas, los peligros. Y lo ha hecho llorando. Las lágrimas del apóstol son las lágrimas de Dios derramadas por su pueblo. No son debilidad, sino amor en carne viva.

El pastor verdadero no se limita a administrar. Se involucra. Se hiere. Se expone. Y, por eso, su autoridad no proviene de un cargo, sino de una vida entregada. La palabra de Pablo tiene fuerza porque ha sido sembrada con lágrimas.

En estas líneas, vemos también la espiritualidad del “acompañamiento personal”, tan valorada hoy, pero tan escasa en la práctica. El cuidado del alma no puede ser genérico ni programático. El pastor está llamado a mirar a cada uno como lo hace Cristo: con compasión, con tiempo, con verdad, con ternura. Esa es la “consejería con lágrimas” que sigue salvando vidas.

A la luz de este profundo pasaje, podemos extraer algunas enseñanzas fundamentales para la vida cristiana, especialmente para quienes tienen alguna responsabilidad pastoral o de liderazgo espiritual:

1. La vigilancia espiritual empieza por uno mismo

Antes de cuidar a los demás, es necesario cuidar el corazón propio. El pastor que no se examina a sí mismo, pronto pierde el rumbo.

2. La Iglesia no es nuestra: le pertenece a Cristo

Cada persona confiada a nuestro cuidado ha sido redimida con la sangre del Hijo de Dios. Este hecho confiere una dignidad inmensa al servicio pastoral y exige respeto, amor y responsabilidad.

3. El enemigo actúa desde fuera y desde dentro

No podemos ser ingenuos. Los lobos existen, y algunos llevan piel de oveja. El discernimiento y la fidelidad a la verdad son esenciales para no dejarse seducir por falsas doctrinas o líderes carismáticos pero corruptos.

4. La autoridad se gana con lágrimas, no con títulos

La fuerza del testimonio de Pablo no está en su poder, sino en su entrega. El verdadero liderazgo espiritual es humilde, cercano y compasivo.

5. La misión pastoral es una lucha continua

No es un descanso ni un prestigio. Es un combate diario contra el mal, el error y la tentación de usar el ministerio para fines personales. Requiere oración, ayuno, discernimiento, y sobre todo, amor.

6. La fidelidad a Cristo es el único criterio

Ni el éxito, ni la fama, ni el aplauso. Solo la fidelidad a la verdad del Evangelio y al bien de las almas es el camino del auténtico pastor.

Epílogo: Pastorear con lágrimas en los ojos

Las palabras de Pablo resuenan hoy con una urgencia profética. En un mundo donde la verdad es relativizada, donde las divisiones internas hieren a la Iglesia y donde muchos buscan líderes que confirmen sus deseos en lugar de pastores que los conduzcan a Cristo, este discurso es una brújula encendida. Nos recuerda que la misión pastoral es un acto de amor hasta las lágrimas. Que el cuidado del rebaño es una tarea divina. Y que la vigilancia no es temor, sino fidelidad.

Hoy, más que nunca, necesitamos pastores que lloren por su pueblo, que adviertan con amor, que enseñen con verdad y que vivan sin doblez. Solo así la Iglesia podrá resistir a los lobos y seguir siendo, en medio del mundo, la comunidad redimida por la sangre del Cordero.

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