GUARDA MI PALABRA PARA SIEMPRE
- estradasilvaj
- 29 abr
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La declaración de Jesús, «En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre» (Juan 8,51), revela la esencia misma de la promesa cristiana: la vida que trasciende la muerte, la eternidad que comienza en este mismo momento y no termina nunca. A través de estas palabras, Jesús nos invita a entrar en un nuevo entendimiento de la vida, un entendimiento donde la muerte no tiene la última palabra, sino que la palabra de Dios es la que da el verdadero sentido a nuestra existencia.
Para comprender plenamente esta afirmación, debemos situarla en su contexto. El evangelio de Juan, a lo largo de sus capítulos, presenta a Jesús como la luz que ilumina las tinieblas del mundo, la verdad que nos libera, el camino que nos lleva a la vida. En el capítulo 8, Jesús se enfrenta a los fariseos y a los judíos que lo cuestionan, desafiando su comprensión tradicional de la ley y de la salvación. En medio de este diálogo tenso, Jesús hace varias afirmaciones rotundas sobre su identidad y misión. La que más resalta en este pasaje es, sin duda, su promesa de que aquellos que guardan su palabra no morirán jamás.
La muerte, en su sentido más amplio, no solo se refiere a la muerte física, sino también a esa muerte espiritual que experimentamos cuando nos alejamos de Dios, cuando caemos en la desesperación o la oscuridad del pecado. La muerte es, para Jesús, el resultado de vivir fuera de la comunión con Dios. Pero a través de su palabra, nos ofrece la posibilidad de superar esa muerte y acceder a una vida nueva, una vida que no termina.
Cuando Jesús habla de su palabra, no se refiere simplemente a un conjunto de enseñanzas o normas a seguir. La palabra de Jesús es una revelación de Dios mismo, un vínculo directo entre el ser humano y el Creador. En el evangelio de Juan, encontramos una de las expresiones más profundas sobre la palabra: «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» (Juan 1,1). Jesús, como la Palabra de Dios, tiene el poder de transformar nuestras vidas, de darnos acceso a una vida que nunca termina.
A lo largo del evangelio, Jesús enfatiza que su palabra no es una simple instrucción moral, sino una revelación de vida. Al decir «quien guarda mi palabra», está invitándonos a vivir según esa verdad que Él nos ofrece, a hacerla parte de nuestro ser y a vivirla en cada acción, en cada palabra y en cada pensamiento. No se trata solo de conocer la palabra de Dios, sino de permitir que esta palabra habite en nosotros y transforme nuestra manera de ser.
San Pablo, en su carta a los Efesios, nos recuerda que la palabra de Dios es viva y eficaz: «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que una espada de dos filos» (Hebreos 4,12). Esta palabra tiene el poder de penetrar en lo más profundo de nuestro ser, de discernir nuestras intenciones, de sanarnos y guiarnos hacia la vida verdadera.
La promesa de que «quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre» es una promesa de vida eterna. Jesús no está hablando solo de una existencia que sigue después de la muerte física, sino de una calidad de vida que comienza aquí y ahora. La vida eterna, en el cristianismo, no es solo una duración de tiempo infinito, sino una calidad de vida que se encuentra en la comunión con Dios. Jesús lo deja claro cuando dice: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Juan 17,3). La vida eterna es conocer y vivir en relación con Dios.
Esta vida eterna no es algo que se pueda ganar por méritos humanos, sino que es un regalo de Dios, una gracia que recibimos a través de la fe en Jesucristo y la obediencia a su palabra. Jesús nos invita a confiar en Él, a seguirlo y a vivir según su enseñanza, sabiendo que en esa obediencia encontramos la verdadera vida, una vida que no está limitada por la muerte.
La muerte, en este contexto, ya no es un final, sino un paso hacia la plena comunión con Dios. Jesús, al resucitar, venció a la muerte y nos mostró que la vida no termina con la muerte física. Al seguir su palabra, tenemos acceso a esa victoria sobre la muerte, a esa vida que sigue después de la muerte, que no se ve afectada por la muerte física, porque está anclada en la eternidad de Dios.
Guardar la palabra de Jesús no es simplemente recordar lo que Él dijo, sino vivir en conformidad con sus enseñanzas. En el Evangelio de Mateo, Jesús nos dice: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 7,21). Guardar la palabra de Jesús es, por tanto, un acto de obediencia, de entrega a su voluntad, de vivir en coherencia con los valores del Reino de Dios.
Esto implica un cambio radical en nuestra manera de vivir. Jesús nos invita a amar a nuestros enemigos, a perdonar sin medida, a vivir con humildad y generosidad. Estas son las acciones que dan testimonio de que su palabra ha transformado nuestra vida. No se trata de una obediencia legalista, sino de una respuesta libre y amorosa a la gracia que hemos recibido. Guardar la palabra de Jesús es un acto de fe y de amor, una decisión diaria de vivir según los principios del Reino de Dios.
En el Evangelio de Juan, Jesús también nos dice: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Juan 14,15). El amor es el motor de la obediencia cristiana. Guardar la palabra de Jesús no es una carga, sino una respuesta de amor a un Dios que nos ama profundamente. Es a través de este amor que encontramos la verdadera libertad, una libertad que no depende de las circunstancias externas, sino de nuestra relación con Dios.
La palabra de Jesús tiene el poder de transformar cada aspecto de nuestra vida cotidiana. Cuando decidimos seguir sus enseñanzas, experimentamos una transformación profunda. La palabra de Jesús es luz en las tinieblas, consuelo en el dolor, esperanza en la desesperación. Nos enseña a vivir con fe en medio de las pruebas, a encontrar propósito en el sufrimiento, a vivir con esperanza en medio de un mundo que parece estar marcado por la muerte y la desesperanza.
El Evangelio de Juan también subraya que la palabra de Jesús no solo nos lleva a la vida eterna, sino que también nos ofrece una vida abundante en el presente: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Juan 10,10). Esta vida abundante no es una vida sin dificultades, sino una vida llena de sentido, de paz y de esperanza, incluso en medio de los desafíos y las pruebas.
La promesa de Jesús de que «quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre» es un recordatorio de que, como cristianos, nuestra relación con la muerte es diferente. La muerte ya no tiene la última palabra, porque Jesús la ha vencido. La muerte es solo un paso hacia la vida plena en Dios. Por tanto, como cristianos, no vivimos con miedo a la muerte, sino con esperanza en la resurrección, en la vida que comienza en este momento y que no termina jamás.
La vida cristiana es, en última instancia, una vida que vive en la esperanza de la resurrección. Guardar la palabra de Jesús es vivir en esa esperanza, es vivir con la certeza de que, a pesar de la oscuridad del mundo, la luz de Cristo siempre ilumina nuestro camino.
En resumen, las palabras de Jesús en Juan 8,51 nos invitan a una vida profunda, a una vida que se fundamenta en la obediencia a su palabra. Guardar la palabra de Jesús no es solo un acto de obediencia, sino una respuesta de amor y de fe que nos lleva a la vida eterna. Esta vida no es solo una promesa para el futuro, sino una realidad que comienza aquí y ahora, en nuestra relación con Dios y en nuestra manera de vivir en el mundo. La palabra de Jesús es, en última instancia, la fuente de nuestra vida, una vida que no conoce la muerte, porque está enraizada en la eternidad de Dios.




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