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ENTRE EL SUSURRO Y LA TORMENTA

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

ENTRE EL SUSURRO Y LA TORMENTA

La vida es una danza de opuestos: calma y tempestad, alegría y dolor, certeza y misterio. En cada latido de nuestra existencia se oculta una invitación divina: descubrir a Dios, no solo cuando el sol brilla, sino también cuando las nubes oscurecen el cielo.

Porque —admitámoslo— creer cuando todo va bien no tiene tanto mérito como mantener la fe cuando parece que el universo ha perdido el GPS.

La Escritura es clara: Dios habla tanto en el estruendo del trueno como en el delicado susurro del viento. El gran reto espiritual de nuestra generación no es oír a Dios; es escucharlo.

Como decía San Agustín, con la elocuencia de quien ya había aprendido a trompicones:

"Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que Tú estabas dentro de mí, y yo fuera."

Hoy te invito a recorrer conmigo un camino de reflexión, mientras exploramos cómo Dios se revela en cada rincón de la vida, y cómo nuestra fe puede crecer no solo a pesar de las pruebas, sino gracias a ellas.

En el primer libro de los Reyes, el profeta Elías experimenta una de las escenas más poéticas de la Biblia. Huyendo del furor de la reina Jezabel, cansado y abatido, Elías sube al monte Horeb y allí, en una cueva, espera encontrar a Dios.

La Escritura narra:

“Un viento huracanado desgarraba las montañas y quebraba las rocas delante de Yahvé, pero Yahvé no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto, pero Yahvé no estaba en el terremoto. Después del terremoto, un fuego, pero Yahvé no estaba en el fuego. Y después del fuego, un susurro tenue.” (1 Reyes 19,11-12)

Elías descubre a Dios, no en lo espectacular, sino en lo pequeño, en lo discreto.

¿Te das cuenta? ¡Dios no necesita gritar para hacerse notar! Él es el caballero más educado del universo: toca suavemente la puerta del corazón y espera.

Jesús mismo, en su vida terrena, rara vez eligió los reflectores. Caminaba entre los pequeños, sanaba en silencio, amaba en lo oculto.

La fe verdadera, entonces, no se alimenta de espectáculos, sino de la intimidad del alma con su Creador.

Una fe que necesita constantemente de milagros visibles para mantenerse, es como una relación amorosa que sólo subsiste a fuerza de regalos: superficial y frágil.

El Evangelio de Marcos nos regala otra joya espiritual:

Mientras Jesús y sus discípulos cruzan el lago, se desata una furiosa tormenta. Los apóstoles, pescadores experimentados, sienten que están a punto de naufragar. ¿Y Jesús?

Durmiendo plácidamente en la popa.

(Confesémoslo: hay momentos en que todos quisiéramos gritarle a Dios como lo hicieron ellos).

"Maestro, ¿no te importa que perezcamos?" (Marcos 4,38)

Jesús se despierta, calma el viento y las olas, y luego —como buen maestro que no pierde oportunidad pedagógica— lanza una pregunta afilada como espada:

"¿Por qué tienen tanto miedo? ¿Todavía no tienen fe?" (Marcos 4,40)

Esta escena revela una verdad brutalmente sencilla: Dios no siempre calma la tormenta de inmediato, pero siempre está en la barca.

A veces, su aparente silencio no es abandono, sino entrenamiento. Como un entrenador que sabe que los músculos solo se fortalecen bajo resistencia, así nuestra alma crece cuando la fe es desafiada.

¿Conclusión rápida? Si tu vida parece una película de desastre natural últimamente, tranquilo: no significa que Dios te haya olvidado. Puede que esté en la popa, sonriendo con ternura, mientras aprendes a confiar.

La fe no es una emoción privada. Si solo sirve para mi consuelo interior, es como una linterna guardada en un cajón: inútil.

Jesús lo dijo de forma lapidaria:

"Porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me acogiste; estaba desnudo y me vestiste..." (Mateo 25,35-36)

Cada ser humano herido, cada pobre, cada solitario, es Cristo mismo en incógnito.

(Sí, incluso ese vecino ruidoso o ese compañero de trabajo que parece tener un doctorado en fastidiar a los demás.)

La fe madura nos enseña a ver con los ojos de Dios. No solo ver problemas o defectos, sino ver almas, ver posibilidades de amor.

En el fondo, la pregunta que el Evangelio nos hace cada día es incómoda, pero clara:

¿Dónde estoy dispuesto a encontrar a Jesús hoy?

Hay épocas en las que el cielo parece de bronce, como dice el Salmo 22:

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Salmo 22,1)

Incluso Jesús gritó estas palabras en la cruz.

(¡Ojo! Si el mismísimo Hijo de Dios sintió el peso del silencio de Dios, no deberíamos escandalizarnos cuando a nosotros nos pasa).

La fe verdadera no niega la sensación de abandono, pero decide creer más allá del sentimiento.

Es como amar a alguien cuando no sientes mariposas en el estómago, sino solo una firme y seca determinación de ser fiel.

Así, la fe madura se parece más a un matrimonio de décadas que a un flechazo adolescente.

La santidad no consiste en no tener dudas o angustias, sino en seguir caminando cuando todo dentro de ti grita “¡detente!”.

Finalmente, Dios es el gran especialista en romper esquemas.

Cuando pensamos que ya lo tenemos todo entendido, Él nos saca un "giro inesperado" digno de película.

Así lo muestra San Pablo:

"¡Qué insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!" (Romanos 11,33)

El Evangelio mismo es un gigantesco giro inesperado:

-El Mesías no llega como rey guerrero, sino como carpintero humilde.

-No conquista matando enemigos, sino muriendo por ellos.

-No busca ser servido, sino servir.

¡Dios tiene un sentido del humor glorioso!

(Después de todo, ¿qué mejor forma de desarmar al mal que dejándolo creer que ha vencido, para luego resucitar y vencerlo de manera definitiva?)

La fe, entonces, es una constante apertura a lo imprevisto, a lo que supera nuestros planes pequeños y nuestros miedos grandes.

Terminemos con algunas aplicaciones concretas, de esas que se pueden poner en la mochila del alma para el viaje cotidiano:

1. Cultiva el silencio interior

Aparta cada día unos minutos para simplemente estar en silencio ante Dios. Sin listas de pedidos. Solo escuchando. A veces, la mejor oración es quedarse callado.

2. Agradece en medio de la tormenta

Cuando todo va mal, haz un ejercicio de agradecer al menos tres cosas. La gratitud cambia la perspectiva y abre puertas insospechadas.

3. Busca a Jesús en los demás

Proponte cada semana hacer un gesto concreto de amor hacia alguien que no puede devolvértelo. Ahí es donde el Evangelio se hace carne.

4. Permanece fiel, aunque no sientas nada

Recuerda: los sentimientos son termómetros, no brújulas. La brújula es la fe: seguir adelante, aunque el alma tiemble.

5. Déjate sorprender

No encajones a Dios en tus expectativas. Permítele ser creativo en tu vida. Recuerda que sus planes son mejores (aunque a veces, al principio, parezcan un mal chiste).

La vida es una combinación de susurros y tormentas, de risas y lágrimas, de certezas y misterios.

Y en todo ello, Dios está presente, siempre más grande, más cercano y más amoroso de lo que imaginamos.

No se trata de tener una vida fácil, sino de tener un corazón capaz de reconocer al Amado en cada circunstancia.

Así que...

-Cuando la vida susurre, escucha.

-Cuando grite, confía.

-Cuando calle, espera.

-Y siempre, ama.

Porque, al final, el verdadero milagro no es que las tormentas se disipen, sino que nosotros aprendamos a caminar sobre las aguas con la mirada fija en Él.

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