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ENCADENADO POR EL ESPÍRITU

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 3 jun
  • 6 Min. de lectura

“Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén, encadenado por el Espíritu. No sé lo que me pasará allí…” (Hch 20,22)

Hay palabras que, al ser leídas, despiertan no solo admiración, sino también una inquietud existencial. Este texto de San Pablo, pronunciado en su emotiva despedida a los ancianos de Éfeso, no es solo una confesión, sino una proclamación profética, una declaración de libertad desde la obediencia, de entrega desde la fe, y de amor desde la cruz.

¿Qué significa hoy vivir "encadenado por el Espíritu"? ¿Qué nos dice Pablo cuando afirma que no le importa la vida, sino consumar el ministerio recibido de Jesús? ¿Y qué sentido tiene, en un mundo donde lo urgente devora lo importante, hablar de ser testigos del Evangelio de la gracia de Dios?

Pablo no está encadenado por las estructuras del poder, ni por la presión social, ni siquiera por el miedo a lo desconocido. Está “encadenado por el Espíritu”. Esta expresión, tan paradójica como poderosa, nos habla de una libertad profunda: la del que ha renunciado a la autopreservación para dejarse llevar por una misión mayor.

En tiempos donde la palabra “libertad” se grita desde todas las esquinas, es oportuno preguntarnos: ¿somos realmente libres o simplemente seguimos nuestras propias pasiones sin dirección? Pablo nos recuerda que la verdadera libertad no está en hacer lo que uno quiere, sino en amar lo que uno debe. Y ese “deber” no es impuesto desde fuera, sino susurrado desde lo más hondo por el Espíritu Santo, que encadena sin esclavizar y guía sin coaccionar.

Hoy muchos viven “encadenados” al trabajo, a la ansiedad, a la opinión de los demás, al éxito, a las redes, al culto del yo. En cambio, Pablo, en su prisión invisible, es más libre que muchos de nosotros en nuestras comodidades. Esa libertad que nace de la obediencia al Espíritu es la que necesitamos urgentemente recuperar.

Estas palabras suenan increíblemente actuales. Vivimos en una era de incertidumbre crónica. ¿Qué será de nuestra economía? ¿De nuestras democracias? ¿De la paz mundial? ¿De la fe de nuestros hijos? Nadie tiene respuestas seguras. Pero Pablo no necesita certezas externas, porque tiene una certeza interna: el Espíritu lo conduce.

La espiritualidad contemporánea muchas veces busca garantías: salud, éxito, bienestar, protección. Pero el Evangelio no es un seguro de vida, es un llamado al martirio, es decir, al testimonio radical. Pablo no sabe lo que le espera, pero sí sabe quién lo espera. Su confianza no está en el futuro, sino en Aquel que lo sostiene en el presente.

Esta confianza es la que está faltando en muchos creyentes de hoy: una fe que se mantiene incluso cuando Dios guarda silencio, cuando las puertas no se abren, cuando los planes se deshacen. Como decía Teresa de Ávila: “Nada te turbe… quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”.

La claridad con la que Pablo acepta el sufrimiento es desconcertante para nuestra cultura. En una sociedad que idolatra la comodidad, el apóstol se lanza hacia las cadenas como quien avanza hacia una coronación.

Aquí hay una enseñanza vital: el sufrimiento, cuando es asumido desde el amor y la fe, deja de ser una desgracia y se convierte en fecundidad. Las tribulaciones no son obstáculos sino caminos. Cada cruz, cuando es abrazada con esperanza, es semilla de resurrección.

¿Cuántos hoy viven situaciones límite —pérdidas, enfermedades, persecuciones, pobreza— sin sentido? La fe no suprime el dolor, pero le da un propósito. Pablo no busca el sufrimiento, pero no huye de él. No lo romantiza, pero lo integra. Porque sabe que su vida no se trata de evitar el dolor, sino de completar la carrera.

Esta frase, fuera de contexto, puede parecer nihilista. Pero en boca de Pablo no hay desprecio por la vida, sino una prioridad superior. Él no dice que la vida no valga nada, sino que no vale más que su misión. Y esa misión es ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios.

Vivimos en una época donde muchos mueren por causas que no comprenden, y pocos viven por algo que los trascienda. Pablo ha encontrado su para qué. Y eso le da una fuerza que no viene de la lógica humana. No se trata de fanatismo, sino de fidelidad. No es desprecio por la vida, sino amor por una vida más alta: la vida eterna.

La enseñanza aquí es clara: si no tienes algo por lo que estarías dispuesto a morir, probablemente no has encontrado aún lo que te da vida.

Pablo no se inventó su misión. La recibió del Señor Jesús. En un mundo donde se nos impulsa a “crear nuestra propia narrativa”, Pablo nos recuerda que la verdadera vocación no se inventa, se descubre. El sentido no se produce, se acoge. El ministerio —es decir, el servicio que da forma a la vida— es un don antes que una elección.

Hoy se habla mucho de propósito. “Encuentra tu propósito”, nos dicen los gurús. Pablo lo encontró porque primero se dejó encontrar. El Señor le salió al paso en el camino de Damasco. Desde entonces, toda su vida fue respuesta. Y eso lo convierte no en un héroe individualista, sino en un servidor del Reino.

¿Te has preguntado cuál es tu ministerio en este mundo? ¿Cuál es tu testimonio? No se trata de hacer cosas grandes, sino de ser fiel en lo pequeño, de vivir cada día como si fueras el único evangelio que alguien leerá.

Esta es la identidad más honda de Pablo: testigo de la gracia. No de una ideología, ni de una moral, ni de una estructura religiosa. Sino de una gracia: ese amor gratuito de Dios que lo salvó, lo llamó, lo levantó, lo transformó.

Hoy el mundo necesita testigos, no publicistas. Hombres y mujeres que irradien la gracia que han recibido, que hablen no desde la teoría sino desde la experiencia. Que puedan decir, como Pablo: “Yo sé en quién he puesto mi confianza” (2 Tim 1,12).

El Evangelio de la gracia no se impone, se propone. No se grita, se encarna. No se defiende con ira, sino con ternura. Y eso es un llamado urgente para los cristianos de hoy: dejar de discutir y empezar a vivir el Evangelio. No con cara de censores, sino con corazón de testigos.

"Sé que no volveréis a ver mi rostro"

Estas palabras destilan una tristeza serena. Pablo acepta la despedida, pero no con amargura, sino con paz. No deja un vacío, deja una semilla. No deja un lamento, deja una misión.

En una época donde se busca dejar “legados” en forma de fama o fortuna, Pablo deja algo infinitamente más valioso: un testimonio de vida coherente. Y eso es lo que más necesita el mundo: personas que puedan mirar hacia atrás sin arrepentirse de haber vivido con fidelidad, que puedan decir con dignidad: “He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2 Tim 4,7).

"Estoy limpio de la sangre de todos"

Con esta expresión, Pablo hace referencia al profeta Ezequiel (Ez 3,18). Él ha sido centinela fiel. Ha proclamado el Reino sin miedo. No se ha callado por comodidad ni por conveniencia.

En tiempos donde la corrección política y el miedo al rechazo callan muchas voces, Pablo nos recuerda que ser cristiano no es ser diplomático del cielo, sino profeta de la verdad. No se trata de ofender gratuitamente, pero sí de hablar con claridad. Y sobre todo, de vivir con integridad.

Ser “limpio de sangre” es haber sido responsable con la propia misión. Es no haber escatimado la verdad por miedo a perder seguidores. Hoy, más que nunca, necesitamos creyentes que sean faros, no espejos; que iluminen, no solo reflejen lo que todos piensan.

"No tuve miedo de anunciar enteramente el plan de Dios"

Esta frase es clave. Pablo no anunció solo lo que agradaba, sino el plan completo de Dios. No redujo el Evangelio a frases motivacionales, ni lo adaptó a los gustos del público. Anunció la cruz y la resurrección. La gracia y la exigencia. El perdón y la conversión.

Hoy muchos quieren un Evangelio a la carta, recortado, higiénico. Pero eso no salva. Lo que transforma es el anuncio completo del Dios que ama hasta el extremo, pero que también llama a dejarlo todo y seguirle.

Y eso requiere valentía. Como Pablo. Como tantos mártires, pastores, misioneros y laicos que hoy, en silencio o bajo amenaza, siguen anunciando todo el plan de Dios, sin mutilarlo.

Pablo va a Jerusalén sabiendo que lo esperan cadenas. Pero no lo detiene el miedo, sino que lo impulsa el amor. ¿Y tú? ¿A qué Jerusalén te llama hoy el Espíritu? ¿Qué misión debes abrazar sin saber lo que vendrá? ¿Qué palabra debes decir aunque duela? ¿Qué camino debes recorrer, aun sabiendo que no será fácil?

Hoy el mundo necesita más “Pablos”. No clones, sino personas libres, valientes, apasionadas por el Evangelio. Hombres y mujeres “encadenados por el Espíritu”, testigos de la gracia, limpios de la sangre de su tiempo.

Que el Señor nos conceda esa misma pasión, esa misma fidelidad, y ese mismo fuego.

Amén.

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