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EN TUS MANOS, PADRE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 2 Min. de lectura

Padre…

cuando el sol se escondía temblando,

y el velo del templo lloraba en dos

como el corazón de un mundo que se quiebra,

yo alzaba mi voz desde un madero vencido,

con la sangre cantando salmos

y el alma desnudándose al infinito.

A tus manos, Padre, a tus manos…

no a las de la espada, ni al juicio del mundo,

no a las manos del odio que clavan,

sino a las tuyas,

las que moldearon la arcilla del Edén

y aún recuerdan mi nombre

antes que el tiempo aprendiera a pronunciarlo.

Te entrego lo que no muere,

mi aliento primero,

mi hálito último,

mi espíritu que gime como paloma herida

entre costillas rotas por la lanza de los siglos.

Padre…

cuando la oscuridad besó mi frente

y la tierra bebía mi sudor de redención,

cuando el clamor se volvió eco

y el eco fue silencio,

allí,

desde el abismo de mi carne desgarrada,

susurré,

con labios partidos por el perdón:

“a tus manos encomiendo mi espíritu…”

No lo dejo en la tierra,

donde el polvo devora promesas,

ni en los labios del sepulcro

que canta letanías de fin.

Lo pongo en tus manos,

como un niño que duerme en paz

sobre el pecho del que lo ama.

Allí donde no hay traición,

ni clavos,

ni escarnio,

ni lenguas de escorpión.

Solo tu palma abierta

como un cáliz eterno,

recibiendo mi soplo

como quien recoge un tesoro

en medio de la tormenta.

Padre…

tú que me escuchaste en Getsemaní

cuando mis lágrimas tenían forma de sangre

y mi alma pesaba más que el mundo,

tú que viste cómo el cielo se encogía

ante el beso de un traidor,

ahora,

cuando todo está cumplido,

cuando la profecía ha tomado carne

y la cruz florece como un árbol de vida,

yo regreso.

Yo vuelvo.

Yo confío.

Encomiendo —sí, con verbo sagrado—

mi ser más profundo,

mi latido más fiel,

mi espíritu sin mancha

a tus manos que guardan estrellas,

a tus manos que sanan sin tocar,

que levantan al caído sin ruido,

que lavan pies con majestad de Rey.

Y así,

como brisa que se eleva al atardecer,

como incienso que sube en templo sin techo,

mi alma vuela,

mi alma se entrega,

mi alma descansa.

Padre…

no hay miedo en esta entrega,

no hay sombra en esta noche.

Porque tus manos,

tus santas manos,

son mi morada,

mi consuelo,

mi eternidad.

ree

 
 
 

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