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ELLOS Y YO, NO SOMOS DEL MUNDO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 3 jun
  • 5 Min. de lectura

En la noche en que sería entregado, Jesús eleva al Padre una de las oraciones más conmovedoras y profundas que registra el Evangelio: el llamado "Discurso de Despedida" culmina con esta súplica ardiente del Hijo por sus discípulos. No es una simple oración; es una declaración de amor, una entrega de cuidado paternal y una visión de esperanza. Jesús sabe que su hora ha llegado. Sabe que sus amigos, aún inmaduros en muchas cosas, quedarán en un mundo que no los comprenderá. Y por eso ora.

“Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” ( Juan 17, 11b).

Este versículo inaugura una súplica que recorre toda la sección: el cuidado del Padre por los suyos. Jesús no pide riquezas, poder ni inmunidad ante las pruebas. Pide unidad, como la que existe entre Él y el Padre. ¡Qué estándar tan alto! No una unidad basada en acuerdos o estrategias, sino una comunión espiritual, divina, misteriosa… una unidad que trascienda la lógica humana.

Aquí comienza a revelarse el corazón pastoral de Cristo. Como un padre que se despide de sus hijos antes de un largo viaje, se asegura de que queden cuidados. Pero lo notable es el cómo: “cuídalos en tu nombre”. El “nombre” en la Biblia no es solo una etiqueta; es la esencia, la presencia misma de Dios. Jesús pide que vivamos bajo el amparo de la presencia divina, dentro del misterio del Padre.

“Mientras estaba con ellos, yo los cuidaba en tu nombre” (v.12).

Jesús habla como quien entrega una misión cumplida. Mientras caminó entre los suyos, fue pastor, amigo, guía, guardián. No se desentendió nunca. Pero ahora se va. Y en esa partida, lo que más le duele no es el sufrimiento que le espera, sino el bienestar espiritual de los suyos. En su amor no hay traza de egoísmo: piensa más en los que quedan que en sí mismo. Y por eso ora, intercede, suplica.

“Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan mi alegría en plenitud” (v.13).

La intención de Jesús es clara: no deja palabras al azar. Lo que dice, lo dice en el mundo, para que sus discípulos —y nosotros también— tengamos su alegría. Y no cualquier alegría: su alegría, la que brota de la obediencia al Padre, de la fidelidad a la misión, de la certeza del amor divino. No se trata de un gozo ingenuo o emocional. Es una alegría profunda, resistente, que puede coexistir con el dolor y que incluso puede nacer en el sufrimiento.

Jesús es consciente del conflicto que los suyos enfrentarán. Por eso dice con franqueza:

“Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo” (v.14).

Aquí llegamos al núcleo tenso de este pasaje: la ruptura entre el discípulo y el mundo. No se trata de una fuga o desprecio al mundo creado, sino de un posicionamiento. “No son del mundo” significa que los valores, los criterios, las prioridades del discípulo ya no coinciden con las del sistema que domina el mundo: egoísmo, violencia, mentira, vanidad. El discípulo es una contradicción viva. Y por eso, como su Maestro, será incomprendido, incluso odiado.

“No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del maligno” (v.15).

Esta frase contiene una enseñanza revolucionaria. Jesús no nos invita a huir. Nos quiere en el mundo, pero no del mundo. No es una espiritualidad evasiva, sino encarnada. Jesús quiere que vivamos aquí, con las tensiones, las injusticias, los conflictos… pero protegidos del mal. No del dolor, no de la cruz, sino del mal: esa fuerza destructiva que intenta desfigurar el alma y apagar la luz.

“Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (v.17).

La palabra “consagrar” aquí significa hacer santo, separar para una misión sagrada. Jesús ora para que seamos consagrados en la verdad, es decir, en la Palabra viva de Dios. No es una consagración ritual o estética, sino una transformación interior. Ser consagrado en la verdad implica vivir desde la Palabra, dejar que ella moldee cada aspecto de la vida. La verdad no es un concepto frío; es una persona: Cristo mismo. Y vivir en Él es vivir en verdad.

“Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío al mundo” (v.18).

Aquí se completa el círculo. Jesús, que fue enviado por el Padre, ahora nos envía a nosotros. Y no nos envía como huérfanos ni improvisados: nos entrega la misma misión que recibió. Él fue luz, palabra, amor, testigo… y ahora somos nosotros quienes debemos encarnar ese testimonio. Nuestra vida es una misión continua. No hay lugar para el conformismo. Ser discípulo es estar en salida, como diría el Papa Francisco. No estamos aquí por accidente: hemos sido enviados.

“Y por ellos yo me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad” (v.19).

Este último versículo es puro amor. Jesús se ofrece, se consagra, se entrega… no por Él, sino por nosotros. Su cruz es su consagración. Su sangre, su palabra definitiva. Para que nosotros podamos vivir también una vida consagrada, no como ascetas apartados del mundo, sino como testigos inmersos en él, pero no contaminados por él. Esta consagración es el sello de nuestra identidad: vivimos en el mundo como enviados, como custodios de la verdad, como hombres y mujeres que reflejan a Dios.

Algunas enseñanzas para nuestra vida:

1. Estamos bajo custodia divina. Jesús no nos deja a la deriva. Pide que el Padre nos guarde “en su nombre”, es decir, en su poder y amor. Cada día estamos cuidados por la presencia de Dios, incluso cuando no lo sentimos.

2. La unidad es fruto de la comunión con Dios. No se trata de uniformidad ni de acuerdos superficiales. La verdadera unidad cristiana brota de estar sumergidos en el amor del Padre, como Jesús lo está.

3. No pertenecemos al mundo. Nuestra vida cristiana implica una ruptura con el sistema de valores del mundo. No significa desprecio por la creación o por las personas, sino vivir desde otro centro: Cristo.

4. Somos enviados. Nuestra fe no es pasiva. Somos misioneros por naturaleza. Estamos aquí para iluminar, sanar, acompañar, denunciar, amar. Somos la extensión del Hijo enviado por el Padre.

5. La verdad nos consagra. No hay espiritualidad auténtica sin la Palabra de Dios. Solo en ella encontramos la verdad que da sentido, que limpia, que impulsa. El discípulo debe vivir desde y en la Palabra.

6. Cristo se consagró por nosotros. La cruz no es solo un acto de dolor, sino una consagración. Él se ofreció como sacerdote y víctima, para que nosotros seamos transformados. Vivir como cristianos es vivir agradecidos, configurando nuestra vida con la suya.

7. La alegría plena viene de Dios. En medio de las pruebas, de la misión, del rechazo del mundo, existe una alegría que no depende de las circunstancias: la alegría de saber que somos amados y enviados por Cristo.

Que este pasaje nos inspire a vivir con identidad, con misión y con consagración. Que, como Jesús, sepamos vivir en el mundo, pero sin ser del mundo. Y que cada día, nuestra vida sea una respuesta al amor del que nos consagró en la verdad.

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