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EL TESTIGO DE LA VERDAD INCOMODA

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 4 may
  • 6 Min. de lectura

En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos una figura luminosa, a la vez intensa y serena, que marcó un punto de inflexión en la historia del cristianismo primitivo: San Esteban, el primer mártir de la fe cristiana. Su testimonio, recogido con intensidad y dramatismo en Hechos 6 y 7, es mucho más que una narración de martirio: es una lección de valentía profética, fidelidad radical a Cristo, y una enseñanza sobre el poder del Espíritu Santo en medio del conflicto, la mentira y la persecución.

Detengámonos a meditar con profundidad sobre este pasaje:

“Entonces indujeron a unos que asegurasen: ‘Le hemos oído palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios’. Alborotaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y, viniendo de improviso, lo agarraron y lo condujeron al Sanedrín, presentando testigos falsos que decían: ‘Este individuo no para de hablar contra el Lugar Santo y la Ley, pues le hemos oído decir que ese Jesús el Nazareno destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que nos dio Moisés’. Todos los que estaban sentados en el Sanedrín fijaron su mirada en él y su rostro les pareció el de un ángel.” (Hechos 6,11-15)

Desde el inicio, el relato subraya una realidad dolorosamente actual: la manipulación de la verdad. Para deshacerse de Esteban, los líderes religiosos no recurren a argumentos teológicos ni a un debate honesto; en cambio, hacen lo mismo que hicieron con Jesús: fabrican un delito. "Indujeron a unos que asegurasen...": ahí comienza la construcción de un falso relato.

Esteban, lleno del Espíritu Santo, había estado anunciando el mensaje de Cristo con fuerza, sabiduría y caridad. Lo que él proclamaba no era una negación de Moisés o del Templo, sino el cumplimiento y superación de ambos en la persona de Jesús. Pero para quienes se sentían amenazados en su poder y en sus esquemas religiosos cerrados, la verdad era peligrosa.

“Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5,10)

Esteban se convierte así en un eco de Cristo: no insulta, no se defiende con ira, no busca escapar. Su defensa, como veremos en el capítulo 7, será una síntesis profunda de la historia de la salvación. Pero incluso antes de hablar, su sola presencia descoloca a los presentes: “su rostro les pareció el de un ángel”.

Esta expresión, tan bella como misteriosa, no aparece por azar. Lucas, autor de los Hechos, no está hablando de una metáfora poética. Lo que los presentes vieron en Esteban fue la irradiación de la presencia de Dios. Como Moisés cuando bajaba del Sinaí (cf. Éxodo 34,29), Esteban, lleno de la gloria del Espíritu, tiene un rostro transfigurado.

Hay algo profundamente cristiano en esta imagen. En medio de la injusticia, del odio y la mentira, el discípulo de Jesús no refleja odio, sino paz y luz. Su interior está tan unido a Cristo que hasta su cuerpo lo manifiesta.

“Nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor y nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa” (2 Corintios 3,18)

Aquí hay una gran enseñanza: el cristiano auténtico, incluso bajo presión, persecución o calumnia, no reacciona como el mundo espera. Su paz, su rostro sereno, su mirada limpia, son testimonio de que el Reino de Dios ya ha comenzado a habitar en él.

Una acusación clave que lanzan contra Esteban es que “no para de hablar contra este Lugar Santo y la Ley”. ¿Era eso cierto? No exactamente. Lo que Esteban predicaba, y que luego desarrollará en su defensa, es que el Templo y la Ley eran realidades buenas, pero provisionales. Jesús no vino a abolirlas, sino a llevarlas a plenitud (cf. Mateo 5,17).

Pero lo que molestaba a sus enemigos no era un cambio en las ideas, sino la amenaza al poder establecido. Para ellos, la Ley y el Templo no eran ya medios para encontrarse con Dios, sino fines en sí mismos. Como bien dirá más adelante Esteban:

“El Altísimo no habita en casas hechas por manos humanas” (Hechos 7,48)

Esteban denuncia con claridad el peligro de absolutizar lo que debía ser camino, y eso vale para todos los tiempos: la religión sin conversión del corazón se vuelve ideología; los ritos sin vida interior se convierten en espectáculo; las estructuras sin Espíritu se tornan en sepulcros blanqueados.

El proceso de Esteban está lleno de ecos del juicio de Jesús. Al igual que el Maestro:

+ Es llevado ante el Sanedrín de forma injusta.

+ Se presentan testigos falsos.

+ Es acusado de querer destruir el Templo.

+ Es finalmente asesinado fuera de la ciudad.

Este paralelismo no es coincidencia. Esteban no solo predica a Cristo, sino que lo encarna hasta en su muerte. Su oración final será un eco directo de la cruz:

“Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hechos 7,59)

“Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hechos 7,60)

Es decir, muere como vivió: perdonando, confiando, entregándose.

Un detalle escondido pero crucial aparece al final del capítulo 7: “los testigos dejaron sus capas a los pies de un joven llamado Saulo” (Hechos 7,58). Ese joven será luego Pablo, el gran apóstol de los gentiles. Aunque en ese momento participaba en la persecución, no cabe duda de que el testimonio de Esteban dejó una semilla profunda en su alma.

Dios actúa así: lo que parece una derrota —un joven diácono asesinado en un callejón por fanáticos— se convierte en la semilla de una conversión explosiva. La sangre de Esteban, como diría Tertuliano, es semilla de cristianos.

A lo largo de los siglos, millones de cristianos han sufrido y sufren persecución, cárcel y muerte por su fe. Desde los mártires de los primeros siglos hasta los cristianos asesinados hoy en Medio Oriente, África o Asia, la figura de Esteban sigue iluminando la fidelidad y el coraje de los testigos de Cristo.

Él representa la Iglesia que no se doblega ante el poder político o religioso, que no teme hablar la verdad, que no se esconde tras comodidades o pactos con el mundo.

“Seréis odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mateo 10,22)

¿Qué enseñanzas podemos aprender?

1. Vivir la fe con valentía y verdad.

El cristiano de hoy, en muchos contextos, está llamado a no callar ante la injusticia, la mentira o la tergiversación del Evangelio. Como Esteban, debe hablar con sabiduría, pero también con valentía, sabiendo que el Espíritu Santo le asistirá:

“Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que vais a decir... El Espíritu hablará por vosotros” (Mateo 10,19-20)

¿Hablas la verdad aunque incomode, aunque te cueste?

2. No responder con odio al odio.

Esteban no maldice, no se defiende a gritos, no lanza amenazas. Su rostro irradia paz, incluso ante los que lo quieren matar. Esto es fruto de una profunda vida espiritual. Es un desafío para todos: responder con serenidad donde hay agresión, con luz donde hay oscuridad.

¿Tu vida refleja el rostro de Cristo, como el de un ángel?

3. Perdonar como Jesús.

La última oración de Esteban es de perdón: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Perdonar no es justificar lo malo, sino liberarse del veneno del rencor. Es amar incluso al enemigo. Y eso solo es posible si uno ha hecho del Evangelio su verdadera ley interior.

¿Hay alguien a quien necesites perdonar de corazón?

4. No absolutizar estructuras religiosas.

Esteban fue acusado falsamente de “hablar contra el Templo”. En realidad, él recordaba que Dios no está atado a edificios, ni a estructuras humanas. ¿Qué significa esto para nosotros? Que la fe no se limita a lo externo. Una fe sin oración, sin vida interior, sin caridad... está vacía.

¿Estás más apegado a las formas que a Dios mismo?

5. Saber que nuestro testimonio puede transformar vidas.

Esteban no vio en vida la conversión de Saulo. Pero su fidelidad sembró una semilla que, más adelante, daría frutos gigantescos. No siempre veremos los frutos de nuestro testimonio, pero Dios los recoge.

¿Confías en que Dios puede usar tu vida, incluso en el sufrimiento, para hacer el bien a otros?

San Esteban no fue simplemente el primer mártir cristiano. Fue un testigo valiente, profundo, lleno del Espíritu Santo, que vivió y murió como Cristo. Su vida es una llamada para todos los discípulos de Jesús: a vivir con coherencia, a enfrentar la persecución con luz en el rostro, a perdonar, a proclamar la verdad incluso cuando cuesta, y a confiar en que Dios obra, incluso cuando todo parece fracaso.

Hoy más que nunca, necesitamos cristianos con rostro de ángel y corazón de fuego, que hagan presente al Resucitado en medio de un mundo dividido y herido. Que San Esteban nos inspire a ser esos testigos.

“Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2,10)

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