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EL SIERVO NO ES MÁS QUE SU SEÑOR

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 16 may
  • 6 Min. de lectura

En el corazón del Evangelio según san Juan, capítulo 13, versículos 16 al 20, encontramos una joya espiritual que, aunque breve en extensión, es densa en significado y poderosa en su llamada a una vida cristiana auténtica. Este pasaje se sitúa inmediatamente después del lavatorio de los pies —una de las acciones más radicales de Jesús, cargada de simbolismo, humildad y revelación— y constituye un puente entre la acción realizada y su interpretación más profunda. A través de sus palabras, Jesús no solo forma a sus discípulos, sino que revela la lógica de Dios, que es muy distinta a la lógica del mundo.

Dice el texto:

“En verdad, en verdad os digo: no es el siervo mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envió. Si sabéis esto, seréis dichosos si lo cumplís. No lo digo por todos vosotros; yo conozco a los que he escogido; pero es para que se cumpla la Escritura: El que come mi pan, levantó contra mí su calcañar. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy. En verdad, en verdad os digo: quien recibe al que yo envíe, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado.” (Juan 13,16-20)

La afirmación de Jesús es tajante: “El siervo no es más que su señor, ni el enviado más que el que lo envió.” En esta frase se concentra un principio nuclear del Evangelio: la inversión de los valores del mundo. En el contexto del lavatorio de los pies, esta enseñanza se vuelve aún más punzante. Jesús, el Maestro, el Señor, se ha inclinado a lavar los pies de sus discípulos —tarea reservada a los esclavos o servidores de menor rango. Y ahora les dice que deben hacer lo mismo.

Este acto y esta enseñanza ponen en crisis toda forma de liderazgo basada en el poder, la dominación o el privilegio. El seguimiento de Jesús exige la renuncia al egoísmo y a la ambición. Ser discípulo no significa ascender social o espiritualmente a una categoría superior, sino disponerse a descender, a servir, a amar desde lo pequeño. Solo quien acepta no ser más que su Señor —y reconoce a un Señor que sirve— puede realmente llamarse cristiano.

¿Cómo se vive hoy este principio? En una sociedad obsesionada con el reconocimiento, el prestigio y el ascenso, Jesús propone el camino del descenso: hacerse siervo por amor, sin buscar reciprocidad. Esta humildad no es pasividad, sino potencia transformadora. Quien sirve con amor, rompe las cadenas del orgullo, de la competencia, de la vanidad. Y eso tiene un poder redentor inmenso.

Jesús introduce un elemento clave: saber no es suficiente; hay que cumplir. El verdadero conocimiento del Evangelio no es intelectual, sino existencial. No basta con estudiar las Escrituras o comprenderlas teológicamente; la dicha, la verdadera bienaventuranza, se encuentra en la práctica de lo aprendido.

Aquí Jesús conecta con el corazón del discurso de las Bienaventuranzas: la felicidad no está en poseer más, sino en vivir según la verdad de Dios. Y la verdad de Dios se concreta en el amor servicial. La dicha prometida por Jesús no es el bienestar inmediato, sino la paz profunda del corazón que sabe que vive conforme al Reino.

Este principio es sumamente actual. Muchas personas hoy buscan respuestas espirituales, se sumergen en la lectura de libros religiosos, escuchan conferencias y siguen líderes espirituales. Pero si ese conocimiento no se convierte en servicio concreto, en gestos de ternura, en actos de reconciliación, en opciones de vida coherentes, entonces sigue siendo estéril. Jesús no llama a admirarlo, sino a imitarlo.

En medio de esta enseñanza luminosa, Jesús introduce una sombra: la traición. “El que come mi pan, levantó contra mí su calcañar.” Esta cita del Salmo 41,10 refleja la amargura del Maestro al saber que uno de sus íntimos lo entregará. La traición no viene de fuera, sino de dentro. Es uno que ha compartido la mesa, que ha recibido su pan, el que se vuelve contra Él.

Esta experiencia, profundamente humana, nos toca a todos. ¿Quién no ha sentido la herida de una traición? ¿Quién no ha sido alguna vez también Judas, traicionando la confianza de otro? Jesús no disimula la realidad, no la endulza: en la comunidad de sus amigos hay lugar para la debilidad, la oscuridad y el rechazo.

Sin embargo, Jesús no reacciona con odio ni condena. Anuncia con serenidad lo que va a ocurrir, como quien ya ha perdonado. Este es un signo de su divinidad: su capacidad de amar incluso sabiendo que será traicionado.

También esta actitud nos deja una enseñanza crucial: la traición no puede ser excusa para abandonar el amor. Jesús sigue sirviendo, lavando pies, partiendo el pan. Aunque uno lo traicionará, sigue apostando por los demás. Ese es el amor incondicional, que no espera garantías ni seguridades. Es el amor que redime.

Jesús no es solo un maestro sabio, sino el Hijo de Dios. Con la frase “Yo Soy”, evoca el nombre divino revelado a Moisés en la zarza ardiente (Éxodo 3,14). En Juan, esta fórmula aparece varias veces como afirmación de su identidad divina. Aquí, Jesús la emplea en un contexto de traición, mostrando que nada escapa a su conocimiento ni a su control.

La anticipación del hecho y su vinculación con la fe son claves. Jesús quiere que, cuando sus discípulos vivan el escándalo de la cruz, no pierdan la fe, sino que comprendan que todo está dentro del designio de Dios. El mal no tiene la última palabra. Aun la traición y la muerte son caminos hacia la revelación.

Esto nos recuerda que la fe madura no es aquella que vive solo en la bonanza, sino la que atraviesa la noche sin perder la confianza. Cuando las promesas de Dios parecen en suspenso, cuando las traiciones duelen y las certezas se desmoronan, la palabra de Jesús nos sostiene: “Os lo dije antes... para que creáis que Yo Soy.”

Finalmente, Jesús cierra este bloque con una afirmación de altísimo contenido eclesial: recibir al enviado es recibir a Jesús, y recibir a Jesús es recibir al Padre. Esta cadena de comunión revela la lógica de la encarnación: Dios se hace visible, accesible, cercano, en sus enviados.

Este versículo tiene una resonancia especial para toda la Iglesia. Cada misionero, sacerdote, consagrado, laico comprometido, es portador de Cristo. No por mérito propio, sino porque ha sido enviado. Y la acogida de estas personas se convierte, misteriosamente, en acogida del mismo Cristo.

Pero la enseñanza es más amplia: cada gesto de hospitalidad, cada actitud de acogida hacia quien viene en nombre del bien, del Evangelio, del amor, es acogida del mismo Dios. El rostro del otro se convierte en sacramento de la presencia divina.

Aquí se revela el misterio de la comunidad cristiana: somos enviados, pero también somos acogedores. Cada uno, en su vida diaria, es al mismo tiempo portador de Cristo y lugar donde Cristo quiere ser recibido.

De este pasaje tan impresionante, podemos practicar:

+ Humildad como camino de grandeza espiritual. No somos más que nuestro Maestro, y si Él sirvió, nosotros estamos llamados a hacer lo mismo. La humildad no es debilidad, sino sabiduría que desarma la arrogancia del mundo.

+ La verdadera felicidad nace de la coherencia. Saber no basta; hay que vivir lo que se sabe. La plenitud se alcanza cuando el corazón, la mente y las obras están alineados con el Evangelio.

+ El amor persiste incluso ante la traición. Jesús no deja de amar ni siquiera al traidor. Esta es una invitación a no dejar que las heridas destruyan nuestra capacidad de amar.

Dios no se esconde en la confusión: se revela en ella. Aun lo más oscuro de la vida puede convertirse en revelación si se lo vive desde la fe. Saber que Jesús ya lo ha anunciado, y que sigue diciendo “Yo Soy”, es un consuelo en tiempos de incertidumbre.

Cada persona puede ser portadora de lo divino. Recibir al otro, especialmente al pequeño, al humilde, al que viene en nombre de Dios, es abrir las puertas al mismo Cristo. Vivimos en un mundo necesitado de hospitalidad espiritual.

Juan 13,16-20 no es solo una instrucción moral, sino una revelación profunda del corazón de Dios y del estilo de vida al que nos llama. A través del servicio humilde, la fidelidad en la prueba y la comunión profunda entre enviados y enviados, Jesús nos traza un camino de discipulado maduro, desafiante y lleno de esperanza.

Hoy, más que nunca, el mundo necesita testigos de esta Palabra: personas que sirvan sin buscar recompensa, que amen sin condiciones, que crean en la luz incluso cuando todo parece oscuro, y que vean en cada rostro humano la posibilidad de encontrarse con Dios. Que tú y yo, que conocemos estas palabras, seamos dichosos por cumplirlas. Porque así, no solo recibimos al enviado, sino al Señor de la vida.

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