EL SEÑOR ES MI DEFENSOR
- estradasilvaj
- 29 abr
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"Mis amigos acechaban mi traspié: «A ver si, engañado, lo sometemos y podemos vengarnos de él». Pero el Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará."
(Jeremías 20,10-11)
Hay textos que cortan el alma como un cuchillo afilado. Que desnudan la experiencia humana en su estado más crudo: traición, acecho, persecución. Este fragmento del profeta Jeremías no es una excepción. Su voz no solo revela el drama personal de un hombre acosado, sino que resuena en cada generación que ha sentido la amarga punzada de la deslealtad y la esperanza puesta solo en Dios.
La historia de Jeremías es la historia del profeta que no pidió serlo. Llamado desde el vientre materno (Jer 1,5), sus palabras no eran bienvenidas, sus mensajes resultaban incómodos, y su fidelidad al mandato divino lo convirtió en blanco de burlas y conspiraciones.
"Mis amigos acechaban mi traspié..."
¿Te ha pasado alguna vez? Gente cercana, que decía quererte, esperando que fracases, deseando que cometas un error para apuntarte con el dedo. Hay traiciones que duelen más porque vienen con voz conocida.
Jesús mismo lo vivió: “El que compartía mi pan me ha traicionado” (Sal 41,10). Judas no era un extraño. Era uno del círculo íntimo, alguien a quien había confiado su vida. Cuando la traición viene de los enemigos, duele. Pero cuando viene de los amigos, hiere el alma.
Jeremías nos recuerda que ser justo no garantiza ser comprendido. De hecho, a menudo el justo es quien más sufre. Porque su vida desenmascara al hipócrita, su coherencia incomoda al mediocre, su fe irrita al cínico.
“A ver si, engañado, lo sometemos y podemos vengarnos de él”
En el fondo, los enemigos del justo no solo quieren verlo caer. Quieren justificar su propia mediocridad en la caída del otro. Si el bueno cae, entonces nadie es tan bueno. Si el honesto falla, entonces todos pueden hacerlo. Es la lógica del fariseo que ora diciendo: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como ese publicano” (Lc 18,11). No buscan la verdad. Buscan quedar bien consigo mismos.
Esto ocurre en todos los ámbitos: en la familia, en el trabajo, incluso en la comunidad de fe. Personas que desean verte tropezar no porque les interese la verdad, sino porque tu fidelidad los confronta.
Pero el justo no debe vivir pendiente del juicio ajeno. No puede vivir para agradar a todos. Debe vivir con la frente en alto, sabiendo que su única fidelidad última es a Dios.
Jeremías no calla su dolor. Grita, se queja, se lamenta. Incluso llega a maldecir el día en que nació (Jer 20,14). Pero en medio de su angustia, algo permanece firme: su confianza.
"Pero el Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes."
Aquí está el corazón del texto. Aquí se rompe la lógica del miedo y comienza la teología de la esperanza. Jeremías no niega la persecución. No hace de cuenta que no pasa nada. Pero afirma con fuerza que su historia no la escriben los que lo acechan, sino el Dios que lo sostiene.
El salmista canta con la misma certeza: “Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque se levante guerra contra mí, yo estaré confiado” (Sal 27,3). Esta es la fe de los que han sido heridos, pero no vencidos. De los que han sido traicionados, pero no amargados.
Porque cuando el Señor es tu defensor, las balas del enemigo rebotan contra el escudo de la fidelidad divina.
"Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará."
Este fragmento finaliza con una advertencia solemne. No es venganza. Es justicia. Quien trama el mal contra el inocente terminará atrapado en sus propias redes. Es el eco del proverbio: “El que cava una fosa caerá en ella” (Prov 26,27).
No hay peor vergüenza que la del que se jactó de su crueldad y fue desenmascarado. La historia está llena de poderosos que se creían invencibles, y terminaron siendo lección de historia para no repetir.
El Apocalipsis también lo anticipa: “Y los reyes de la tierra... llorarán y se lamentarán... porque en una hora ha sido arruinada su riqueza” (Ap 18,9-10). La altivez de los que oprimen tiene fecha de caducidad. Pero la dignidad de los que confían en Dios es eterna.
No esperes aprobación de todos: Si tu vida es coherente, tarde o temprano incomodarás. No es falta de caridad. Es el precio de la verdad.
Habrá amigos que se conviertan en adversarios: No es paranoia. Es realidad bíblica. No te amargues. A veces la traición es parte del camino de santificación.
La fidelidad trae persecución, pero también fortaleza: La cruz es pesada, pero no estás solo. Cristo la llevó primero. Y la victoria está de tu lado.
La vergüenza del mal no se borra fácilmente: No busques vengarte. Confía. La justicia divina no falla y la historia pone a cada uno en su lugar.
Ora con el corazón desgarrado, pero lleno de esperanza: Como Jeremías, puedes llorar, quejarte, gritar. Pero no dejes de confiar. El Señor no abandona a sus profetas.
Jeremías es figura del Mesías sufriente. Como él, Jesús fue acechado, incomprendido, perseguido. Sus enemigos también dijeron: “Vamos a ver si Elías viene a salvarlo” (Mt 27,49), burlándose mientras colgaba del madero. También pensaron que podrían “someterlo”, que habían ganado. Pero el sepulcro no tuvo la última palabra.
La Resurrección es la mayor vindicación de un justo. Es la prueba de que Dios no olvida a los suyos. Por eso, cada vez que seas víctima de injusticia, recuerda esto: tu historia no termina en el Viernes Santo. Tiene una Pascua reservada.
Este texto no es solo un lamento del pasado. Es una palabra viva. Para el joven que es marginado por no seguir la corriente. Para la madre soltera que es juzgada sin conocer su historia. Para el sacerdote fiel que predica verdades incómodas. Para el cristiano que elige vivir a contracorriente.
Es un canto valiente para el que siente que ya no puede más, pero aún cree.
Porque aunque los “amigos” te acechen, aunque el mundo parezca haber pactado contra ti, si Dios está contigo, los demás se tropiezan en su propia trampa.
Quizá estás en un momento donde sientes el peso del desprecio, la burla o la soledad. Quizá tu fidelidad te ha costado más de lo que pensabas. No te rindas.
Jeremías lo dijo con todas sus letras: el Señor es tu fuerte defensor. Y si Él defiende tu causa, no hay acecho que prospere, ni calumnia que te robe la dignidad.
Termino con las palabras de San Pablo, que parecen escritas con la misma tinta de Jeremías:
“Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?... ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que resucitó” (Rm 8,31.33-34).
No temas el juicio de los hombres. Tema el día en que tu fidelidad no esté a la altura del amor de Dios.
Porque Él es tu defensor. Y eso basta.




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