EL ROSTRO HERIDO DE CRISTO
- estradasilvaj
- 29 abr
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Mientras permanecía escuchando con atención la liturgia del viernes santo, meditaba en mi corazón por los sacerdotes, religiosos y laicos que a lo largo de los años han ofrecido su vida por amor a Cristo. Permanecieron fieles al Padre, como Cristo en lo alto del madero, clavado, desangrándose por cada uno de nosotros.
Y con los ojos cerrados, si mover mis labios, me repetía:
El amor es más poderosos que el odio.
La vida no es más que una lámina delgada que es llevada por el aliento de Dios por caminos nunca fáciles.
En esta hora, donde oro en la noche donde permanecemos en silencio, porque el Señor ha muerto por nuestras culpas, me decidí ha escribir una reflexión en voz alta. Porque, todos necesitamos vivir como hermanos, a pesar, de nuestros graves y grandes pecados. Todos necesitamos ser perdonados, ser más humanos.
“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros” (Jn 15,18)
Cada vez que un sacerdote es encarcelado por anunciar el Evangelio, cuando una religiosa es secuestrada por cuidar a los pobres, o cuando un laico comprometido cae asesinado por defender la dignidad humana, una herida se abre en el costado de Cristo.
Pero esa herida no es nueva.
Es la misma que se abrió en el Gólgota. La misma sangre que brota hoy en nuestras calles ya fue derramada en Jerusalén. Porque en cada uno de estos hermanos y hermanas que entregan su vida por amor, Cristo vuelve a subir al Calvario, vuelve a amar hasta el extremo, vuelve a abrazar con ternura a la humanidad incluso cuando esta lo rechaza.
Ser sacerdote hoy no es un privilegio mundano, sino una vocación de entrega radical. Quien se consagra a este ministerio no busca honores ni comodidades, sino servir. Su vida se convierte en pan partido, en vino derramado, en palabra que consuela, en brazos que bendicen, en presencia que no abandona.
Persigues a un sacerdote porque te molesta su voz, su ejemplo, su fe. Pero no ves que en su silencio sigue orando por ti. Que mientras lo golpeas, él piensa en tus hijos. Que mientras lo humillas, él se ofrece como puente entre tú y Dios. Porque el sacerdote —cuando vive su vocación con fidelidad— se convierte en un sacramento viviente del amor de Cristo.
La vida religiosa es un escándalo para el mundo moderno. ¿Quién puede entender que alguien renuncie a todo por amor? ¿Quién se atreve hoy a vivir la castidad, la pobreza y la obediencia no como restricciones, sino como liberaciones?
Y sin embargo, ahí están: en los barrios más pobres, en los hospitales olvidados, en las escuelas rurales, en las zonas de conflicto, amando sin condiciones, sirviendo sin esperar nada a cambio. No llevan armas. No construyen imperios. No buscan fama. Sólo caminan con los que sufren. Y por eso, son perseguidos.
A ti, que los haces callar con violencia, te decimos: no temas al amor radical. No tengas miedo de quien entrega su vida por los demás. Porque el amor no es tu enemigo. El que ama de verdad no destruye. Sana.
Muchos piensan que ser cristiano es asistir a misa los domingos. Pero tú los conoces bien. Sabes que muchos laicos se juegan la vida por defender la verdad, por cuidar a los ancianos, por alimentar a los niños, por organizar comunidades donde reina la solidaridad.
Los has visto construir casas, enseñar a leer, denunciar injusticias, enfrentar a los poderosos, abrazar al adicto, visitar a los presos. Y por eso los temes. Porque no puedes comprarlos. Porque su fuerza no viene de un ejército, sino de una convicción profunda: que el Reino de Dios ya está creciendo, como semilla en la tierra.
Y aunque los mates, no puedes detenerlo.
La sangre de los mártires es semilla. Así lo dijo Tertuliano. Y lo repetimos hoy, no como un grito de revancha, sino como un canto de esperanza. Porque cada vez que un cristiano cae por causa de su fe, el Espíritu Santo siembra algo nuevo en la tierra.
El sacrificio de estos hombres y mujeres no es estéril. Es fecundo. Alimenta la fe de las comunidades, fortalece a los débiles, sacude a los tibios, convierte a los incrédulos. Es un fuego que no se apaga, una antorcha que se transmite de mano en mano.
A ti, que persigues...
Este mensaje es para ti.
Sí, para ti que tal vez te sientes fuerte porque tienes armas, poder, control. Tú, que decides con un dedo la vida o la muerte de otro. Tú, que piensas que puedes callar la fe con una celda o un disparo.
Déjame decirte algo: tu victoria es efímera. Tus cadenas no atan el alma. Tus amenazas no matan la esperanza. Tu odio no es más fuerte que el amor.
Mira a los ojos a aquellos que persigues. ¿No ves que brillan? ¿No ves que tienen una paz que tú no puedes explicar? Esa paz viene de Cristo. Y está también disponible para ti.
Porque, aunque no lo creas, también tú eres amado. También por ti murió Jesús. También por ti rezamos.
No queremos vengarnos. Queremos que vivas. Que conozcas la verdad. Que descubras la libertad.
¡Cristianos del mundo: no tengamos miedo!
No hemos sido llamados al confort, sino a la cruz. No estamos en la tierra para ser populares, sino para ser fieles. No hemos sido redimidos para escondernos, sino para brillar.
Debemos luchar. Sí, luchar. No con espadas, sino con la fuerza del amor. No con odio, sino con la valentía de la verdad. No con venganza, sino con justicia. No con poder mundano, sino con la potencia humilde del Evangelio.
La injusticia grita. La mentira se disfraza. El miedo paraliza. Pero nosotros tenemos una promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Esa promesa basta. Porque no estamos solos.
El tiempo del martirio no ha pasado. Sigue habiendo catacumbas, aunque ahora sean selvas, suburbios o cárceles. Pero también sigue habiendo resurrección.
A los familiares de los mártires, a las comunidades perseguidas, a los que oran en la sombra, a los que lloran en silencio: no están solos. Ustedes son el corazón palpitante de la Iglesia.
Y su testimonio cambiará el mundo.
A ti, que tal vez nunca has tocado una Biblia, a ti que no crees en Dios o que has sido herido por la religión: te pedimos que no te cierres. Que mires con honestidad a esos hombres y mujeres que dan la vida por amor. Y te preguntes: ¿de dónde viene esa fuerza?
No te pedimos que creas de inmediato. Pero sí que observes, que escuches, que te abras a la posibilidad de que haya algo más grande que el odio, algo más profundo que la ideología, algo más verdadero que el poder: el amor de Dios.
Porque no decimos juntos:
Señor Jesús, buen pastor, te damos gracias por tus testigos, por quienes han dado la vida por Ti, por los que aman sin condiciones, por los que perdonan desde la cruz.
Te pedimos por los que los persiguen: ábreles los ojos, ablanda sus corazones, hazles sentir tu ternura.
Y danos a todos la gracia de ser fieles, valientes, y alegres en medio de la tormenta.
Amén.




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